En BOLETÍN SEMANAL

El credo de los Apóstoles nos dice que “Fue muerto y sepultado»; en lo cual se puede ver nuevamente cómo Cristo, para pagar el precio de nuestra redención, se ha puesto en nuestro lugar. La muerte nos tenía sometidos bajo su yugo; pero Él se entregó a ella para librarnos a nosotros. Es lo que quiere decir el Apóstol al afirmar que gustó la muerte por todos (Heb.2:9,15), porque muriendo hizo que nosotros no muriésemos; o – lo que es lo mismo – con su muerte nos rescató para la vida.

Pero entre Él y nosotros hubo una diferencia; Él se puso en manos de la muerte como si hubiera de perecer en ella; pero al entregarse a ella sucedió lo contrario; Él devoró a la muerte, para que en adelante no tuviese ya autoridad sobre nosotros. En cierta manera Él permitió que la muerte lo sojuzgase, no para ser oprimido por su poder, sino al contrario, para vencerla y destruir a quien nos tenía sometidos a su tiranía. Finalmente, para destruir por la muerte al que mandaba en la muerte, a saber, el Diablo; y de esta manera librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre» (Heb. 2:14).  Este fue el primer fruto de su muerte.

El segundo consistió en que, al participar nosotros de los beneficios de su muerte, somete nuestros miembros para que en adelante no hagan las obras anteriores; da muerte al viejo hombre que hay en nosotros, para que pierda su vitalidad y no pueda producir ya fruto alguno.

La sepultura de Cristo.

Esto mismo nos enseña su sepultura; que siendo nosotros sepultados juntamente con Cristo, quedemos sepultados también en cuanto al pecado. Porque cuando el Apóstol dice que “Fuimos plantados juntamente con Él en la semejanza de su muerte» (Rom. 6:5), que «somos sepultados juntamente con Él para muerte» (del pecado) (Rom. 6:4); que por su cruz el mundo está crucificado para nosotros y nosotros al mundo (Gál. 2:19; 6:14); que hemos muerto con Él (Col. 3:3), no solamente nos exhorta a imitar el ejemplo de su muerte, sino también afirma que hay en ella una eficacia, que debe reflejarse en todos los cristianos, si no quieren que la muerte de su Redentor le resulte inútil y sin ningún provecho.

Por tanto, un doble beneficio nos brinda la muerte y sepultura de Cristo: la liberación de la muerte, que dominaba en nosotros, y la mortificación de nuestra carne.

   Descendiendo a los infiernos

No hemos tampoco de olvidar su descenso a los infiernos, de gran interés para nuestra redención. Aunque por los escritos de los doctores antiguos parece que esta cláusula del descenso de Cristo a los infiernos no estuvo muy en uso en las Iglesias, sin embargo, es necesario darle su puesto en el Credo para explicar debidamente la doctrina, pues contiene en sí misma un gran misterio, que no es posible tener en poco. Algunos de los antiguos ya la citan, de donde se puede deducir que fue añadida algo después de los apóstoles, y poco a poco admitida en las iglesias.

Sea como fuere, es cosa del todo cierta que fue tomada del común sentir de los fieles. Pues no hay uno solo entre los Padres antiguos que no haga mención del descenso de Cristo a los infiernos, aunque no en el mismo sentido. Mas no tiene mayor trascendencia saber por quién y en qué momento fue introducida en el Credo; más bien hemos de procurar que en él tengamos un sumario perfecto y completo de nuestra fe, y que nada se ponga en él, que no esté tomado de la purísima Palabra de Dios. No obstante, si algunos se resisten a admitir esta cláusula por lo que luego diremos, se verá cuán necesario es ponerla en el sumario de nuestra fe, pues rechazándola se pierde gran parte del fruto de la muerte de Jesucristo.

Diferencia entre la sepultura y el descenso a los infiernos.

Algunos piensan que no se dice con ello nada de nuevo, sino que únicamente se repite con otras palabras lo mismo que se dijo en la cláusula precedente: que Cristo fue sepultado. La razón de ellos es que el término «infierno” se toma en la Escritura muchas veces como sinónimo de sepultura. Convengo en que es verdad lo que afirman; pero hay dos razones por las que se prueba que en este caso, infierno no quiere decir sepulcro; y ellas me deciden a no aceptar su opinión.

Sería, en efecto, improcedente, después de haber expresado algo con palabras claras y determinantes, volver a repetir lo mismo en términos más oscuros. Porque cuando se ponen dos expresiones que significan lo mismo, conviene que la segunda sea como declaración de la primera. Pero, ¿dónde estaría tal declaración, si alguno se expresase como sigue: afirmar que Cristo fue sepultado quiere decir que descendió a los infiernos?

Asimismo es inverosímil que en un sumario, en el que se exponen sucintamente los principales artículos y puntos de nuestra religión hayan querido los Padres antiguos poner una réplica tan superflua y tan sin propósito del artículo anterior. No dudo que cuantos examinaren diligentemente la cuestión, sin dificultad alguna estarán de acuerdo conmigo.

¿Fue Cristo a libertar a los muertos?

Otros lo exponen de otra manera, y afirman que Cristo descendió al lugar donde estaban las almas de los patriarcas muertos antes de la venida de Cristo, para llevarles la nueva de su redención y librarlos de la cárcel en que estaban encerrados.

Para ilustrar esta fantasía retuercen algunos pasajes de la Escritura, haciéndoles decir lo que ellos quieren; como lo del salmo: «quebrantó las puertas de bronce, y desmenuzó los cerrojos de hierro» (Sal. 107,16). Y de Zacarías: «Yo he sacado tus presos de la cisterna en que no hay agua» (Zac. 9:11). Mas el salmo relata el modo en que fueron libertados los que estaban arrojados en tierras extrañas y lejanas; y Zacarías compara el destierro que el pueblo de Israel padecía en Babilonia a un pozo profundo y seco, o a un abismo, enseñando a la vez con ello que la salvación y libertad de toda la Iglesia era como una salida de las profundidades del infierno.

No comprendo, pues, cómo posteriormente se llegó a pensar en la existencia de un cierto lugar subterráneo, al cual llamaron Limbo. Sin embargo, esta fábula, por más que haya contado con el apoyo de grandes autores, y aun hoy en día muchos la tengan por verdad, no pasa de ser una fábula. Porque es cosa pueril querer encerrar en una cárcel las almas de los difuntos. Además, ¿fue necesario que el alma de Jesucristo descendiese allí para darles la libertad? Admito de buen grado que Jesucristo las iluminó con la virtud de su Espíritu, para que comprendiesen que la gracia, que ellos solamente habían gustado, se había manifestado al mundo. Y no se andaría descaminado aplicando a este propósito la autoridad de san Pedro, cuando dice que Cristo fue y predicó a los espíritus que estaban en atalaya, – que comúnmente traducen por cárcel – (I Pe.3:19). Pues el hilo mismo del contexto nos lleva a admitir que los fieles fallecidos antes de aquel tiempo gozaban de la misma gracia que nosotros. Porque el apóstol amplifica la virtud de la muerte de Jesucristo, diciendo que penetró hasta los difuntos, cuando las almas de los fieles gozaron como de vista de la visita que con tanto anhelo habían esperado; por el contrario, se hizo saber a los réprobos que eran excluidos de toda esperanza de conseguir la salvación. Y en cuanto a que san Pedro no habla clara y distintamente de los piadosos y los impíos, no hay que tomarlo como si los mezclara sin hacer diferencia alguna entre ellos; únicamente quiso mostrar que tanto los unos como los otros, sintieron perfectamente el efecto de la muerte de Jesucristo.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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