En BOLETÍN SEMANAL

Sal 18:25  Con el misericordioso te mostrarás misericordioso, Y recto para con el hombre íntegro.

  1. El de corazón íntegro es de un solo sentir, no tiene divisiones. Para el hipócrita hay muchos dioses y muchos señores, y tiene que dar parte de su corazón a cada uno. Pero para el íntegro, hay un solo Dios el Padre y un Señor Jesucristo, y con un solo corazón servirá a ambos. El hipócrita da su corazón a la criatura y a cada criatura tiene que darle parte de su corazón, y dividir su corazón lo destruye (Os. 10:2). Las ganancias humanas llaman a su puerta y tiene que darles una parte de su corazón. Se presentan los placeres carnales y a ellos también tiene que darles parte de su corazón. Aparecen deseos pecaminosos y les tiene que dar parte de su corazón. Son pocos los objetos necesarios, pero incontables las vanidades innecesarias. El hombre íntegro ha escogido a Dios y eso le es suficiente.

Un solo Cristo es suficiente para un solo corazón; de allí que el rey David oraba en el Salmo 86:11: “Afirma mi corazón para que tema tu Nombre”. Es decir: “Déjame tener un solo corazón y mente, y que sea tuyo”.

Hay miles de haces y rayos de luz, pero todos se unen y centran en el sol. Lo mismo sucede con el hombre íntegro, aunque tiene mil pensamientos, todos (por su buena voluntad) se unen en Dios. El hombre tiene muchos fines subordinados —procurar su sustento, cuidar su crédito, mantener a sus hijos—, pero no tiene más que un fin: Ser de Dios. Por lo tanto, tiene firmeza en sus determinaciones, esa concentración en sus deberes santos, esa constancia en sus acciones y esa serenidad en su corazón que los hipócritas miserables no pueden logar.

  • El corazón íntegro es recto y sin corrupción. “Sea mi corazón íntegro en tus estatutos, para que no sea yo avergonzado” (Sal. 119:80). Cuando hay más sinceridad, hay menos vergüenza. La integridad es la gran autora de la confianza. Cada helada sacude al cuerpo enfermo y cada prueba sacude al alma inicua. El íntegro quizá no siempre tenga un color tan atractivo como el hipócrita, pero su color es natural, es suyo; no está pintado; su estado es firme. La hermosura del hipócrita es prestada; el fuego de la prueba la derretirá.

El íntegro tiene sus enfermedades; pero su naturaleza nueva las remedia porque en su interior es recto. La lepra domina al hipócrita, pero la esconde. “Se lisonjea, por tanto, en sus propios ojos, de que su iniquidad no será hallada y aborrecida” (Sal. 36:2). Procura esconderse de Dios, esconderse más de los hombres y, más aún, de sí mismo. Con gusto podría seguir así para siempre creyendo que “su iniquidad no será hallada y aborrecida”. En cambio, el hombre íntegro, siempre está examinándose y probándose: “¿Soy recto? ¿Estoy haciendo lo correcto? ¿Estoy cumpliendo bien mis deberes? ¿Son mis debilidades según mi integridad?”.

El santo íntegro es como una manzana que tiene manchitas en la cáscara, pero el hipócrita es como la manzana con el centro podrido. El cristiano sincero tiene aquí y allá manchitas de pasión, otras de mundanalidad y alguna de soberbia. Pero si lo cortamos y analizamos, lo encontramos recto de corazón. El hipócrita es como una manzana que es lisa y hermosa por fuera, pero podrida por dentro. Sus palabras son correctas, cumple sus deberes con devoción y su vida es intachable; pero véanlo por dentro: Su corazón es una pocilga de pecado, la guarida de Satanás.

  • El corazón íntegro es puro, sin contaminación. No es absolutamente puro porque esa feliz condición está reservada para el cielo; pero lo es en comparación con la contaminación y la vil mezcla que es el hipócrita. Aunque su mano no puede hacer todo lo que Dios manda, su corazón es sincero en todo lo que hace. Su alma se empeña en lograr una pureza perfecta, de manera que de eso deriva su nombre. “Bienaventurados los de limpio corazón” (Mt. 5:8). A veces falla con sus palabras, con sus pensamientos y acciones también, pero al poner su corazón al descubierto, se ve un amor, un anhelo, un plan y un esfuerzo para llegar a tener una limpieza real y absoluta. No es legalmente limpio, o sea, libre de todo pecado; pero es limpio según el evangelio, o sea, libre del dominio de todo pecado, especialmente de la hipocresía, la cual es totalmente contraria al pacto de Gracia. En este sentido, el hombre íntegro es el puritano de las Escrituras y, por lo tanto, está más lejos de la hipocresía que cualquier otro. Está realmente contento de que Dios es el que escudriña los corazones porque entonces sabe que encontrará su nombre y naturaleza en su propio pueblo escogido.

No obstante, aun el más íntegro de los hombres en el mundo tiene en él algo de hipocresía. “¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, limpio estoy de mi pecado?” (Pr. 20:9). Detecta, resiste y aborrece esta hipocresía de modo que no se le puede llamar hipócrita en este mundo, ni condenarlo como tal. Sus propósitos son generalmente puros para la gloria de Dios; el estado de su corazón y de sus pensamientos son generalmente mejor que su exterior; más se lo estudia, mejor es. Es limpio de deshonestidad en sus relaciones, más limpio aún de toda apariencia de iniquidad ante su familia, más limpio aún en su intimidad y, sobre todo, limpio en su corazón. Aunque hay allí pecado, hay también aversión hacia él, de modo que no se mezcla con él.

El hipócrita escoge el pecado, en cambio, si del íntegro dependiera, no tendría ningún pecado. El viajero puede encontrarse con lodo en su camino, pero hace todo lo que puede por quitárselo. Los cerdos lo disfrutan y no pueden estar sin él. Sucede lo mismo con el hombre íntegro y el hipócrita. Aun el santo más íntegro sobre la tierra, a veces se ensucia de pecado, pero no lo programó en la mañana, ni se acuesta con él en la noche. En cambio, el hipócrita lo programa y se deleita en él; nunca está tan contento como cuando está pecando. En una palabra, el hipócrita puede evitar el pecado, pero nadie aparte del hombre íntegro, aborrece el pecado.

  • El íntegro es perfecto y recto sin reservas. “Observa al hombre perfecto, y mira al íntegro” (Sal. 37:37, traducido de la versión King James). Ver al uno es ver al otro. Su corazón está enteramente sujeto a la voluntad y los caminos de Dios. El hipócrita siempre busca algunas excepciones y pone las cosas en tela de juicio. “Tal pecado no puedo abandonar, tal gracia no puedo amar, tal deber no cumpliré”. Y muestra su hipocresía agregando: “Hasta aquí cederé, pero no más, hasta aquí llegaré. Es consecuente con mis fines carnales, pero todo el mundo no me convencerá a ir más allá”. A veces, el razonamiento del hipócrita lo llevará más allá de su voluntad, su conciencia más allá de sus afectos; no es de un solo sentir, su corazón está dividido, así que fluctúa constantemente.

El íntegro tiene sólo una felicidad y ésta es disfrutar de Dios; tiene sólo una regla y ésta es su santa voluntad; tiene una sola obra y ésta es complacer a su Creador. Por lo tanto, es de un solo sentir y resuelto en sus decisiones, en sus anhelos, en sus caminos y sus planes. Aunque puede haber alguna tardanza en el cumplimiento de su misión principal, no titubea ni vacila entre dos objetos porque está enteramente decidido, de modo que de él puede decirse que es “perfecto e íntegro, sin falta alguna”.

Hay en todo hipócrita algún tipo de baluarte que nunca ha sido entregado a la soberanía y el imperio de la voluntad de Dios. Alguna lascivia se fortifica en la voluntad; en cambio, donde entra la integridad ésta lleva cada pensamiento cautivo a la obediencia de Dios. Dice: “Jehová Dios nuestro, otros señores fuera de ti se han enseñoreado de nosotros; pero en ti solamente nos acordaremos de tu nombre” (Is. 26:13). Aquí está el íntegro.

  • El corazón íntegro es cándido y no tiene malicia. “Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño” (Sal. 32:2). He aquí ciertamente un mensaje bendito. ¡Ay! Tenemos grandes y muchas iniquidades; ¿no es mejor para nosotros ser como si nunca hubiéramos pecado? Por cierto, que una falta de culpa es tan buena para nosotros como si nunca hubiera sucedido una falta; que los pecados remitidos son como si nunca se hubieran cometido; que en el libro de deudas pendientes estas estuvieran tachadas como si nunca hubiera existido la deuda. Pero, ¿quién es ese hombre bendito? Aquel “en cuyo espíritu no hay engaño”, es decir no hay engaño fundamental. Él es el hombre que sin engaño ha pactado con Dios. No tiene ningún engaño que lo lleve a ceder a alguna forma de iniquidad. No hace tretas con Dios ni con los hombres ni con su propia conciencia. No esconde sus ídolos cuando Dios está revisando su tienda (Jos. 7:21). En cambio, como dice el Salmo 32:5, reconoce, aborrece y deja su pecado.

Cuando el hombre íntegro confiesa su pecado, le duele el corazón y está profundamente perturbado por él; no finge para disimularlo. Aquel que finge ante Dios, fingirá a cualquier hombre en el mundo. Observa la gran diferencia entre Saúl y David. Saúl es acusado de una falta en 1 Samuel 15:14. Él la niega y vuelve a ser acusado en el versículo 19. Sigue restándole importancia al asunto y busca hojas de higuera para tapar todo. Pero David, de corazón honesto, es distinto: Se le acusa y cede; una pequeña punción abre una vena de sufrimiento en su corazón. Lo cuenta todo, lo vuelca en un salmo que concluye diciendo “He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo” (Sal. 51:6). El hombre sincero dice: “En cuanto a mí, con el íntegro me mostraré íntegro”.

Tomado de The Character of the Upright Man (El carácter del hombre íntegro), Soli Deo Gloria, una división de Reformation Heritage Books, www.heritagebooks.org.

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Richard Steele (1629-1692): Predicador y autor puritano; nacido en Barthomley, Cheshire, Inglaterra.

Un gran siervo de Dios ha dicho que, mientras que la popularidad es una trampa en la que no pocos han caído, una trampa sutil y peligrosa es tener fama de santo. La fama de ser un hombre piadoso es una gran trampa como lo es la fama de ser estudioso o elocuente. Es posible practicar meticulosamente aún los hábitos secretos de devoción con el fin de ser reconocidos por nuestra santidad.         —Andrew Bonar

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