En BOLETÍN SEMANAL

No parece que se haya dado una definición completa de este asunto, mientras no se vea más claramente cuáles son las prerrogativas por las que el hombre sobresale, y en qué debe ser tenido como espejo de la gloria de Dios. El modo mejor de conocer esto es la reparación de la naturaleza corrompida. No hay duda de que Adán, al caer de su dignidad, con su apostasía se apartó de Dios. Por lo cual, aun concediendo que la imagen de Dios no quedó por completo borrada y destruida, no obstante, se corrompió de tal manera, que no quedó de ella más que una horrible deformidad. Por eso, el principio para recobrar la salvación consiste en la restauración que alcanzamos por Cristo, quien por esta razón es llamado segundo Adán, porque nos devolvió la verdadera integridad. Pues, aunque san Pablo, al contraponer el espíritu vivificador que Jesucristo concede a los fieles al alma viviente con que Adán fue creado, establezca una abundancia de gracia mucho mayor en la regeneración de los hijos de Dios que en el primer estado del hombre (1 Cor. 15:45), con todo no rebate el otro punto que hemos dicho; a saber, que el fin de nuestra regeneración es que Cristo nos reforme a imagen de Dios. Por eso en otro lugar enseña que el hombre nuevo es renovado conforme a la imagen de Aquel que lo creó (Col. 3:10), con lo cual está también de acuerdo esta sentencia: Vestíos del nuevo hombre, creado según Dios (Ef.4:24).

Queda por ver qué entiende san Pablo por esta renovación. En primer lugar coloca el conocimiento, y luego, una justicia santa y verdadera. De donde concluyo, que al principio la imagen de Dios consistió en claridad de espíritu, rectitud de corazón e integridad de todas las partes del hombre. Pues, aunque estoy de acuerdo en que las expresiones citadas por el Apóstol indican la parte por el todo, sin embargo no deja de ser verdad el principio de que lo que es principal en la renovación de la imagen de Dios, eso mismo lo ha sido en la Creación. Y aquí viene a propósito lo que en otro lugar está escrito: que nosotros, contemplando la gloria de Dios a cara descubierta, somos transformados en su imagen (2 Cor. 3:18). Vemos cómo Cristo es la imagen perfectísima de Dios, conforme a la cual habiendo sido formados, somos restaurados de tal manera, que nos asemejamos a Dios en piedad, justicia, pureza e inteligencia verdaderas.

Siendo esto así, la fantasía de Osiander de la conformidad del cuerpo humano con el cuerpo de Cristo se disipa por sí misma. En cuanto a que sólo el varón es llamado en san Pablo imagen y gloria de Dios, y que la mujer queda excluida de tan grande honra, claramente se ve por el contexto que ello se limita al orden político. Ahora bien, me parece que he probado debidamente que el nombre de imagen de Dios se refiere a cuanto pertenece a la vida espiritual y eterna. San Juan confirma lo mismo, al decir que la vida, que desde el principio existió en el Verbo eterno de Dios, fue la luz de los hombres (Jn. 1:4). Pues siendo su intento ensalzar la singular gracia de Dios, por la que el hombre supera a todos los animales, para diferenciarlo de las demás cosas – puesto que él no goza de una vida cualquiera, sino de una vida adornada con la luz de la razón -, muestra a la vez de qué modo ha sido creado a imagen de Dios. Así que, como la imagen de Dios es una perfecta excelencia de la naturaleza humana, que resplandeció en Adán antes de que cayese, y luego fue de tal manera desfigurada y casi deshecha que no quedó de semejante ruina nada que no fuese confuso, roto e infectado, ahora esta imagen se ve en cierta manera en los escogidos, en cuanto son regenerados por el espíritu de Dios; aunque su pleno fulgor lo logrará en el cielo.

Mas a fin de que sepamos cuáles son sus partes, es necesario tratar de las potencias del alma. Porque la consideración de san Agustín, de que el alma es un espejo de la Trinidad porque en ella residen el entendimiento, la voluntad y la memoria, no ofrece gran consistencia. Ni tampoco es muy probable la opinión de los que ponen la semejanza de Dios en el mando y señorío que se le dio al hombre; como si solamente se representase a Dios por haber sido constituido señor y habérsele dado la posesión de todas las criaturas, cuando precisamente se debe buscar en el hombre, y no fuera de él, puesto que es un bien interno del alma.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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