En ARTÍCULOS

“Cristo es en vosotros, la esperanza de gloria.” Col. 1: 27

La unión de los creyentes con Cristo, su Cabeza, no se pone por inculcar en el alma una tintura de vida divino-humana. No hay vida divino-humana. Hay una muy santa Persona que unifica en sí mismo la vida divina y humana; pero ambas naturalezas se mantienen sin mezclarse, sin fusionarse ni homogenizarse, reteniendo cada una sus propias propiedades; y como no hay una vida divino-humana en Jesús, no puede instaurarlas en nosotros.

Debemos reconocer de corazón, que hay una cierta conformidad y similitud entre la naturaleza divina y la humana, porque el hombre fue creado a imagen de Dios: por eso San Pedro podía decir: “para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina” (2 Ped. 1:4); pero de acuerdo a todos los expositores cuerdos, esto sólo significa que al pecador se le imparten los atributos de rectitud y santidad, que originalmente él poseyó en su propia naturaleza en común con la naturaleza divina, pero que perdió por el pecado. Comparado con la naturaleza de las cosas materiales y con aquella de los animales y demonios, hay ciertamente una característica de similitud entre la naturaleza divina y la humana, pero esto no se debe entender como si borrara los límites entre la naturaleza divina y humana. Por consiguiente, no dejemos que se abuse más de la gloriosa palabra de San Pedro con el fin de justificar un sistema filosófico que no tiene nada en común con la sobriedad y simplicidad de la Sagrada Escritura.

Lo que San Pedro llama “ser partícipe de la naturaleza divina” se menciona en otro lugar cuando se habla de llegar a ser hijos de Dios. Pero aun cuando Cristo es el Hijo de Dios y

nosotros somos llamados hijos de Dios, esto no hace que la Filiación de Cristo y nuestra filiación se encuentren en el mismo plano y sean de la misma naturaleza. No somos más que hijos adoptados, aun cuando tenemos otros descendientes, mientras que Él es el mismo y Eterno Hijo. Mientras Él es esencialmente el eterno Hijo, partícipe de la naturaleza divina que en la unidad de Su persona se une con la naturaleza humana, nosotros somos solamente restituidos a una semejanza de la naturaleza divina que hemos perdido a causa de la caída.

Por consiguiente, “ser adoptado como hijo,” y “ser el Hijo eterno” es un gran contraste, como también es lo siguiente: “tener la naturaleza divina en sí mismo,” y “ser sólo partícipes de la naturaleza divina.

El amigo que comparte el luto desconsolado de una madre, no está desconsolado en sí mismo, sino que a través del amor y compasión, él se hace partícipe de ese luto. De manera similar, los creyentes, al aceptar estas grandes y preciosas promesas, se convierten en partícipes de la naturaleza divina, aun cuando en sí estén totalmente desprovistos de dicha naturaleza. Partícipe no denota que uno la posee en sí mismo, que sea de él mismo, sino una comunicación parcial con aquello que no le pertenece a él sino a otro. Por consiguiente, esta palabra gloriosa y apostólica no debiera usarse más en su sentido panteísta. Como es ilícito decir que somos hijos directos de Dios, debemos humildemente confesar, a través de Cristo, ser sus hijos adoptivos, ya que no es lícito decir que por la fe nos hemos convertido en portadores de la naturaleza divina; pero debemos estar satisfechos con la confesión que, a través de nuestra hermandad de amor, Dios nos ha hecho partícipes de las emociones vitales de la naturaleza divina, hasta el punto en que nuestras capacidades humanas sean capaces de experimentarlas.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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