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Una vez que el pecador escogido ha nacido de nuevo, es decir, regenerado, provisto de la facultad de la fe y unido a Cristo, la siguiente obra de la gracia en él es el llamamiento, algo acerca de lo cual las Escrituras hablan con tanto énfasis y tan a menudo. “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1:15); “Que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9); El Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna (1 Pedro 5:10); “A lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tes. 2:14); “Que os llamó a su reino y gloria” (1 Tes. 2:12); “Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados” (Ef. 4:1); sin mencionar aun más: “Tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás.” (2 Pedro 1:10)

En la Sagrada Escritura el llamamiento tiene, al igual que la regeneración, un sentido más amplio y otro más limitado.

En el primer sentido, significa ser llamado a la gloria eterna; por lo tanto, esto incluye todo lo que viene antes, es decir, el llamado al arrepentimiento, a la fe, a la santificación, a la realización del deber, a la gloria, al Reino eterno, etc.

Sin embargo, no estamos hablando de esto ahora. Es nuestra intención considerar el llamado en su sentido más limitado, que significa exclusivamente el llamado a través del cual somos llamados de las tinieblas a la luz; es decir, el llamado al arrepentimiento.

Este llamado al arrepentimiento es puesto por muchos al mismo nivel del hecho de que Dios “atrae,” de lo cual habla el Señor cuando dice: “Nadie puede venir a mí, si el Padre, que me envió, no lo atrae.” (Juan 6:44) Esto lo encontramos también en algunas palabras de San Pablo: “Nos ha librado del poder de las tinieblas” (Col. 1:13); “Para librarnos [sacarnos] del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre.” (Gal. 1:4) Sin embargo, esto me parece menos correcto. Aquel que debe ser sacado parece no estar dispuesto a que lo hagan. Aquel que es llamado debe ser capaz de venir. El primero implica que el pecador aún es pasivo y, por lo tanto, se refiere a la operación de la primera gracia; lo segundo se ocupa del pecador mismo y lo considera capacitado para venir y, por lo tanto, pertenece a la segunda gracia.

Este “llamado” es una convocatoria. No es meramente el llamamiento de alguien para decirle algo, sino un llamado que supone el mandato para venir; o un llamado implorante, como cuando San Pablo ora: “Como si Dios rogara por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo:  Reconciliaos con Dios.” (2 Cor. 5:20); o como en los Proverbios: “Dame, hijo mío, tu corazón.” (Prov. 23:26) Dios envía este llamado a través de los predicadores de la Palabra: no a través de la predicación independiente de hombres irresponsables sino a través de aquellos que Él mismo envía; hombres dotados de forma especial, es decir, cuyo llamado no pertenece a ellos mismos sino a Dios. Ellos son los ministros de la Palabra, embajadores reales, en nombre del Rey de Reyes exigiendo nuestro corazón, vida y ser; sin embargo, su valor y honor dependen exclusivamente de su misión divina y de su comisión. Como el valor de un eco depende del retorno correspondiente de la palabra recibida, así también el valor, honor y eficacia de ellos depende puramente de la precisión con la cual hacen el llamado, como un eco de la Palabra de Dios. Aquel que llama como debe ser, cumple con el más alto oficio sobre la tierra; ya que se pone incluso sobre reyes y emperadores y los llama. Pero aquel que llama incorrectamente o que simplemente no llama, es como un metal que resuena; como ministro de la Palabra no tiene valor ni honor. Si es fiel a la Palabra pura, él es todo; si no lo es, entonces no es nada. Tal es la responsabilidad del predicador.

Esto debe ser tomado en cuenta, no sea que el Arminianismo se meta lentamente en el oficio santo. El predicador debe ser el instrumento del Espíritu Santo; aun el sermón debe ser producto del Santo Espíritu. El suponer que un predicador puede tener la más mínima autoridad, honor o significancia oficial fuera de la Palabra, es hacer que el oficio sea Arminiano; no es el Espíritu Santo sino el clérigo quien obra; el trabaja con todas sus fuerzas y el Espíritu Santo puede ser el asistente del ministro. Para evitar tal error, nuestras iglesias reformadas siempre se han desecho de la mala influencia del clericalismo.

Y a través de este oficio el llamado viene desde el púlpito, en la clase catequística, en la familia, en escritos y a través de exhortaciones personales. Sin embargo, esto no ocurre siempre a través de este oficio para todo pecador. En un barco en el mar Dios puede usar un comandante piadoso para llamar a pecadores al arrepentimiento. En un hospital sin supervisión espiritual el Señor puede usar algún hombre o mujer piadosa, tanto para preocuparse por los enfermos como para hacer un llamado a sus almas al arrepentimiento. En un pueblo donde un pseudo-ministro descuida su deber, el Señor Dios puede complacerse en darle vida a las almas a través de sermones impresos y libros, a través de algún diario incluso o a través de la exhortación individual.

Y aun en todos estos casos, la autoridad para hacer el llamado reposa sobre la comisión divina del ministerio de la Palabra. Porque los instrumentos del llamamiento, hayan sido personas o libros impresos, vinieron del oficio. Las personas fueron llamadas a través del oficio y ellos sólo transmitieron el mensaje divino; y los libros impresos ofrecieron en papel lo que de otra forma es escuchado en el santuario.

Este llamado del Espíritu Santo viene en la predicación de la Palabra y a través de ella, y hace el llamado al pecador regenerado, de levantarse de la muerte y dejar que Cristo le de luz. No es un llamamiento de personas aún no regeneradas, simplemente porque estas personas no tienen un oído capaz de escuchar.

Es cierto que la predicación de un misionero o ministro de la Palabra se dirige también a otros pero esto no entra en conflicto con lo que acabamos de mencionar. En primer lugar, debido a que también hay un llamamiento externo hacia los que no han sido regenerados, con el fin de despojarlos de alguna excusa y para mostrar que ellos no tienen un oído capaz de escuchar. Y en segundo lugar, porque el ministro de la Palabra no sabe si un hombre ha nacido de nuevo o no, por lo cual no podrá hacer diferencias.

Como regla, toda persona bautizada debe ser reconocida como perteneciente a los regenerados (pero estos no son siempre convertidos); por lo cual el predicador debe llamar a cada persona bautizada al arrepentimiento, como si fuera un no nacido de nuevo. Pero que nadie cometa el error de aplicar esta regla, que se aplica sólo a la Iglesia como un todo, a cada persona en la Iglesia. Esto sería el clímax de la desconsideración o un absoluto mal entendimiento de la realidad de la gracia de Dios.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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