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Es más que evidente que son: los espíritus malignos.

Si la lucha del cristiano fuera solamente contra la carne, algunos podrían ganar por sus propios esfuerzos. Pero Pablo descarta cualquier necia idea de una victoria independiente al describir el carácter de nuestros mayores enemigos. Estos no son “sangre y carne”, sino huestes de espíritus malignos dirigidos por Satanás mismo, y enviados a combatir contra los cristianos.

Negada para siempre su preeminencia por encima de las estrellas, Satanás ha decidido reinar por debajo de ellas. Desde el día en que fue arrojado del Cielo, él y sus secuaces han trabajado incansablemente para establecer su dominio sobre la tierra. La Epístola a los Efesios revela la esfera de su influencia: primero, su sistema de gobierno; segundo, la magnitud de su poder; tercero, su territorio; cuarto, su naturaleza inherente; y quinto la razón de su disputa contra Dios.

  1. Su sistema de gobierno

Se emplea la palabra principados para designar el territorio que el usurpador Satanás reclama. Negar la posición exaltada del diablo en el mundo es contradecir a Dios mismo. Cristo lo llamó “el príncipe de este mundo” (Jn. 14:30). Igual que los príncipes cuentan con un pueblo y un territorio que gobernar, así Satanás tiene los suyos.

Un dictador terrenal será afortunado si dispone de unos pocos hombres de confianza. A los demás deberá controlarlos por la fuerza o pronto perderá el trono y la cabeza. Pero Satanás no tiene motivo para temer la bala de un rebelde asesino: puede confiar en todos sus súbditos y no ha de preocuparse por la rebelión, a menos que intervenga el Espíritu Santo. De hecho, los malvados van más allá de la mera lealtad al diablo; de buen grado doblan la rodilla e inclinan la cabeza para adorarle (Ap. 13:4). Sin embargo, esto no es menos de lo que él exige.

Satanás es el peor de los dictadores, pues sus leyes son totalmente malignas. A su voluntad se la llama “la ley del pecado”, por tanta autoridad como tiene (Rom. 8:2). Él da órdenes a los pecadores, que corren a obedecerle. ¡No entienden que esos decretos se escriben con su propia sangre, ni se percatan de que la condenación es lo único que se promete por cumplir los deseos del diablo!

Satanás sabe que le hace falta la cooperación de todos sus súbditos para hacer prosperar su reino, pero se complace especialmente en utilizar a los peores. Así como los príncipes nombran ministros para hacer cumplir sus deseos, Satanás envía emisarios especiales para llevar a cabo sus planes. Tiene sus discípulos escogidos, como Elimas, a quien Pablo llamó “lleno de todo engaño y de toda maldad, hijo del diablo” (Hch. 13:10). A este círculo íntimo de corazones oscuros les imparte los misterios de la iniquidad y las profundidades de la degradación.

Pero aun con estos escogidos no lo comparte todo. Siempre se encarga de su propia bolsa y también de la del pecador; de forma que él es el inversor y este último solo un corredor que trabaja para él. Finalmente, la totalidad de la ganancia deshonesta va a parar al bolsillo del diablo. Todo lo que tiene el pecador —tiempo, fuerza, inteligencia, todo— se malgasta para mantener al diablo en su trono.

a) La reivindicación satánica de su trono

Puedes preguntarte: “¿Cómo una criatura tan vil se hizo con un principado tan poderoso?”. No legalmente, puedes estar seguro, aunque el diablo sea lo bastante listo como para presentar una reivindicación que parezca legítima.

Para empezar, él reclama la tierra por derecho de conquista. Es en cierto grado cierto que ganó su corona por el poder y la política, y que lo mantiene de la misma forma. Pero “conquista” es un título ridículo.

Un ladrón no tiene derecho legal a la cartera robada de su víctima simplemente por haberla metido en su bolsillo y decir que es suya; ni el paso del tiempo puede jamás enmendar el agravio así cometido. Tal vez pasen años antes de que se descubra, pero será tan culpable en el día de su arresto como en el del robo. Un ladrón en el trono no es distinto de ese carterista callejero. Es verdad que hace tiempo que Satanás ostenta su título, pero no es menos criminal por ello que en el día que le robó a Dios el corazón de Adán.

La conquista de tu corazón por Cristo es justa, por ser justa la causa de su guerra. Él viene para recuperar lo que siempre fue suyo. Por otra parte, Satanás es un contendiente falso y su conquista es un fraude, porque nunca podrá decir de la menor de las criaturas: “Mía es”.

El diablo también reclama su principado por elección. Cuenta los votos y verás que él mantiene su posición presente con el voto unánime de la naturaleza corrupta del hombre. No importa que entrara en el cargo utilizando una mentira: Adán fue engañado y también todos sus hijos desde entonces. Cristo lo dijo claramente: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer” (Jn. 8:44).

La victoria democrática de Satanás también es defectuosa, porque el hombre fue creado súbdito de Dios, sin poder ni autoridad para destronar al Rey eterno en favor de otro. Podemos optar por hacer caso omiso de la soberanía de Dios, pero no se la podemos quitar. Aunque el pecado nos haya incapacitado para guardar la ley de Dios, no nos exime de hacerlo, ni de los términos impuestos por el gobierno divino.

Finalmente, Satanás presenta una escritura falsa —que pretende ser de Dios— para reclamar la tierra como suya. Este impostor es tan descarado que presentó su reivindicación inválida a Cristo mismo, pretendiendo poseer el poder absoluto como príncipe de este mundo. Mostró al Señor todos los reinos de la tierra y le dijo: “A ti te daré toda esta potestad, y la gloria de ellos; porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy” (Lc. 4:6).

Había cierta verdad en ello, pero era algo más que la verdad. En un sentido Dios sí que entregó este mundo a Satanás, pero no para que dispusiera de él a su antojo. El diablo es príncipe de este mundo, pero no por preferencia de Dios, sino con su permiso. Y Dios puede revocar ese permiso cuando Él quiera.

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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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