En BOLETÍN SEMANAL

La Ley revela a los hombres su impotencia, su pecadoy su arrogancia. Mas, para que se entienda mejor toda esta cuestión, resumamos el oficio y uso de la Ley, que llaman moral, la cual puede decirse que comprende tres partes.

La primera es que cuando propone la justicia de Dios, es decir, la que a Dios le es grata, hace conocer a cada uno su propia injusticia, le da la certeza y el convencimiento de ello y por tanto, lo condena. Es necesario que el hombre, que está ciego y embriagado por su amor propio, se vea forzado a reconocer y confesar su debilidad e impureza; pues si no se le demuestra con toda evidencia su vanidad y se le convence de ella, está tan hinchado por una torpe confianza en sus fuerzas, que es imposible que comprenda y se dé cuenta de cuánta es su debilidad, cuando con su fantasía no hace más que ponderarlas. Pero tan pronto como comienza a compararlas con la dificultad de la Ley, encuentra un motivo para deponer su arrogancia. Porque aunque haya tenido muy alta opinión de sus fuerzas, sin embargo, ve que se encuentran gravadas con un peso tan grande, que le hace vacilar, hasta desfallecer finalmente por completo. Y así, instruido el hombre de esta manera con la doctrina de la Ley, se despoja de la arrogancia que antes le cegaba.

Es necesario asimismo que el hombre sea curado de otra enfermedad que también le aqueja, y es la soberbia. Mientras él descansa solamente en su juicio humano, en lugar de la verdadera justicia pone una hipocresía, satisfecho con la cual, se enorgullece frente a la gracia de Dios, al amparo de no sé qué observancias inventadas en su cabeza. Pero cuando se ve forzado a examinar su modo de vivir conforme a la balanza de la Ley de Dios, dejando a un lado las fantasías de una falsa justicia que había concebido por sí mismo, ve que está muy lejos de la verdadera santidad; y, por el contrario, cargado de vicios, de los que creía estar libre. Porque las concupiscencias están tan ocultas y enmarañadas, que fácilmente engañan al hombre y hacen que no las vea. Y no sin razón dice el Apóstol, que él no había sabido lo que era la concupiscencia hasta que la Ley le dijo: «No codiciarás» (Rom. 7:7). Pues si no es descubierta y sacada de su escondrijo por la Ley, destruirá en secreto al hombre infeliz sin que él, ni siquiera, se entere.

La Ley hace abundar para todos el pecado, la condenación y la muerte

Así que la Ley es como un espejo en el que contemplamos primeramente nuestra debilidad, luego la iniquidad que de ella se deriva, y finalmente la maldición que de ambas procede; exactamente igual que vemos en un espejo los defectos de nuestra cara. Porque el que no ha tenido la posibilidad de vivir justamente, por necesidad se halla atascado en el cieno del pecado; y tras el pecado viene luego la maldición. Por lo tanto, cuanto más nos convence la Ley de que somos hombres que hemos cometido grandes faltas, tanto más nos muestra que somos dignos de pena y de castigo.

A este propósito dice san Pablo: «por medio de la ley es el conocimiento del pecado» (Rom.3:20); pues en este texto muestra el Apóstol solamente el primer oficio de la Ley, que claramente aparece en los pecadores que aún no han sido regenerados. A lo mismo vienen las sentencias siguientes: «la ley se introdujo para que el pecado abundase» (Rom. 5:20); y por consiguiente, que es «ministerio de muerte—, que «produce ira» (2Cor. 3:7; Rom. 4:15). Porque no hay duda alguna de que cuanto más aguijoneada se ve la conciencia con el sentimiento del pecado, tanto más crece la maldad, puesto que a la trasgresión se junta la rebeldía y contumacia contra el legislador. No queda, pues, sino que ella arme la ira de Dios, para que destruya al pecador, porque por sí misma no puede hacer otra cosa que acusar, condenar y destruir. Como escribe san Agustín: «Si el espíritu de gracia falta, la Ley no sirve para otra cosa que para acusarnos y darnos muerte”.

Al decir esto no se hace injuria alguna a la Ley ni se rebaja en nada su dignidad. Porque si nuestra voluntad estuviera fundada y regulada por la obediencia a la Ley, sin duda alguna bastaría para nuestra salvación su solo conocimiento. Mas como quiera que nuestra naturaleza carnal y corrompida lucha mortalmente contra la Ley espiritual de Dios, y no puede corregirse en absoluto con su disciplina, no queda sino que la Ley, que fue dada para la salvación, caso de encontrar sujetos bien dispuestos, se convierta en ocasión de muerte y de pecado. Puesto que todos somos convencidos de transgresores de la misma, cuanto más claramente muestra ella la justicia de Dios, tanto más, por contraste, descubre nuestra iniquidad; cuanta mayor certeza nos da del premio de vida y de salvación, preparado para los que obran con justicia, tanto más confirma la ruina dispuesta para los inicuos. Tan lejos, pues, estamos de hacer injuria al expresarnos así, que no sabríamos cómo sería posible engrandecer más la bondad de Dios. Pues con esto se ve claramente que sólo nuestra maldad e iniquidad nos impide conseguir y gozar de la bienaventuranza que nos presenta la Ley. Y con esto encontramos más motivos de tomarle gusto a la gracia de Dios, que suple en nosotros la deficiencia de la Ley, y de amar más la misericordia de Dios, que nos otorga esta gracia, por la cual aprendemos que su Majestad no se cansa nunca de hacernos bien, amontonando a diario beneficios sobre beneficios.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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