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Dios ha fabricado y preparado la armadura de sus hijos; por tanto, es perfecta en todos los aspectos. La obligación del creyente es vestirse con toda la armadura de Dios.

En una palabra: ¿qué implica el mandamiento de “vestirnos”? Sabemos que es algo más que una vestimenta de palabras. De poco vale decir: “Tengo fe”, o “tengo esperanza”, o “tengo amor”, si en ese momento no estás creyendo, esperando o amando. Una cosa es tener la armadura en casa y otra ceñírtela, poseer el principio de la gracia o la gracia en acción.

  1. Hay que ponérsela siempre

La armadura es para llevarla puesta —no te la quites hasta acabar la carrera—. Tu armadura y tu manto espiritual se quitan juntos. Entonces ya no hará falta ni escudo ni yelmo, ni vigilantes nocturnos. Estos deberes militares y virtudes de batalla —como pueden ser la fe, la esperanza y demás— se descargarán honrosamente. En el Cielo aparecerás, no con la armadura, sino con un manto de gloria.

Sin embargo, actualmente debes vestir el traje de reglamento día y noche. Has de andar, trabajar y dormir con él puesto o no serás un verdadero soldado de Cristo. Pablo se marcó una meta: “Por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hch. 24:16). Aquí vemos al cristiano con sus armas, entrenándose como verdadero soldado, siendo su propio corazón la diana en la cual ensaya las capacidades para la batalla. Tenemos abundantes razones para portarnos de igual manera.

De entrada, Cristo lo manda. Nos ordena vestir la armadura de la gracia: “Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas” (Lc. 12:35). Habla como un general a su tropa: “Engrasa la armadura, enciende la antorcha, y prepárate para marchar. ¡Disponte a luchar a la primera alarma de tentación!”. Otra vez habla como un amo a sus siervos: “Si el dueño de la casa tiene que viajar y no se sabe cuando volverá, ¿cierra un siervo fiel la puerta, apaga el fuego y se acuesta? No; se queda vigilando toda la noche, listo para abrir la puerta a su señor cuando llegue”. Esto significa que no es digno de nuestro Señor que lo dejemos llamando a la puerta del corazón, estando nuestras virtudes dormidas.

Cada deber del cristiano exige este esfuerzo constante. Debe orar, ¿pero cómo? “Sin cesar”. Regocijarse, ¿pero cuándo? “Siempre”. Dar gracias, ¿de qué? “En todo” (1 Ts. 5:16-18). Debemos sostener el escudo de la fe y el yelmo de la esperanza hasta el fin (Ef. 6:16,17). Donde se emplaza al soldado, allí se queda y no debe ni moverse ni dormir hasta que lo releven. Cuando llegue Cristo, solo aquella alma que encuentre velando tendrá su bendición.

¿Por qué insiste tanto Cristo en que sus soldados estén en alerta? Porque lo exigen las acciones de Satanás. La ventaja del enemigo es grande cuando sorprende a los dones dormidos. Cuando el diablo encontró a Cristo tan dispuesto a repeler su tentación, pronto se cansó: “Se apartó de él por un tiempo” (Lc. 4:13). Pero en su retirada vergonzosa parece haberse consolado con la esperanza de sorprenderle en otra ocasión más ventajosa para sus fines. Y vemos cómo acude de nuevo en el momento más propicio para haberse salido con la suya; pero solo si su adversario hubiera sido un hombre y no Dios (Mt. 27:42).

Y si este tentador descarado vigiló tan de cerca a Cristo, ¿no te parece que también te acechará a ti, esperando tarde o temprano sorprenderte con las virtudes dormidas? Lo que ahora deja de conseguir por tu vigilancia, puede ganarlo luego por tu negligencia. De hecho, él anhela que te agotes con el deber constante. Qué placer más maligno se granjearía dándoles la vuelta a tus esfuerzos sinceros por Cristo. Cuando ve un creyente sincero, Satanás dice: “Seguro que no durará”. Si lo encuentra más sensible al Espíritu y escrupuloso en su conducta, expresa: “Es cosa de poco; no podrá mantenerlo. Pronto soltará el arco y dejará la armadura, y podré darle fuerte”. Pero esto nunca pasará si continuamente le pedimos fuerza de Dios.

Satanás no es la única trampa; la misma naturaleza de nuestros dones hace necesaria la vigilancia. Si no se vigilan de cerca, se esfumarán. Y un alma que se ausente de la escuela de la obediencia no estará muy dispuesta a volver y reanudar sus antiguas tareas. La razón es doble: primero, habiendo abandonado sus obligaciones, le da vergüenza enfrentarse al Maestro; y segundo, sabe lo mucho que ha olvidado por su negligencia, y las horas que tardará en recuperarlo. Lleva a cabo las tareas como un alumno que hace tiempo que no abre los libros: la lección se le ha olvidado casi del todo. Pero otro, que siempre la está meditando, la tiene a punto y está deseoso de emprender la próxima tarea.

No puedo subrayar demasiado la necesidad de mantener la mecha preparada y la lámpara encendida. Una de las maniobras favoritas de Satanás es el ataque sorpresa. Imagina la confusión de una ciudad si de repente, a medianoche, sonara la alarma porque el enemigo ya estuviera a las puertas, y todos los soldados acostados en su casa. ¡Qué tumulto! Uno buscaría el pantalón, otro la espada, un tercero no sabría dónde están las municiones. Todos corren de un lado a otro y cunde el pánico; lo cual no pasaría si el enemigo los hubiera encontrado preparados. Habrá un tumulto parecido si no llevas siempre puesta la armadura espiritual. Buscarás apuradamente este o aquel don cuando deberías estar ya delante de Cristo para recibir tu destino activo.

No solo hacen falta las dones activos para tu propia protección, sino también para consolar y ayudar a otros creyentes. Pablo tenía esto en mente cuando se disciplinó para mantener la buena conciencia a fin de no ser tropiezo para otros cristianos. Sabía que la cobardía de uno puede hacer huir a otros; que la ignorancia de uno puede dañar a muchos. ¡Cuántas veces el error de un cristiano ha seducido a un hermano para dejar el camino estrecho por aquel ancho que lleva a la destrucción! Es uno de los más graves errores, porque se nos manda lo opuesto. Dios ordenó a los gaditas y rubenitas que fueran delante de sus hermanos armados para la batalla, hasta conquistar la tierra. Y tú debes ayudar a tus hermanos que quizás no tengan la misma medida de gracia o consuelo que tú. Ayuda a los débiles; lleva su escudo. No podrás hacerlo si no ejercitas tus propios dones y te ciñes la armadura.

Tal vez eres padre de familia. A los tuyos les va como te va a ti. Si tu corazón se sacia de Cristo, nunca te faltará lo que necesitas para satisfacer las necesidades espirituales de ellos. Por otra parte, si tu propio corazón pasa hambre, ellos también carecerán del alimento espiritual. De la misma manera que una madre come más cuando está dando el pecho a su bebé, tú debes procurar alimentar tus dones y cuidarlos por el bien de tu casa.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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