Juan 16:8 Y cuando Él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio.

No todos han creído que al ser humano le resulta imposible convencerse o convencer a los demás del pecado. Este fue el centro de la controversia que mantuvieron Pelagio y Agustín, y después Arminio y los seguidores de Calvino. Ni Pelagio ni Arminio negaban que la salvación fuera por gracia. Pero lo que sí negaban era que fuera toda por gracia, que nosotros no podemos dar ni siquiera un paso hacia Dios si Dios no nos convence primero y luego nos trae hacia él. Pelagio decía que nuestras voluntades son siempre libres y que por lo tanto siempre pueden aceptar o rechazar lo que se les ofrece. Con respecto al evangelio, la gracia hace el ofrecimiento. Pero el criterio final que determina si hemos de ser salvos o perdidos es nuestra voluntad. Pelagio no comprendió que nos resulta tanto imposible ser conscientes de nuestro pecado como responder al evangelio sin la actividad del Espíritu Santo en nuestras vidas.

En segundo lugar, el Espíritu Santo convence a las personas «de justicia», como dice Jesús, «por cuanto voy al Padre, y no me veréis más». Esto puede significar que el Espíritu Santo le mostrará al mundo cuál es la verdadera justicia, ahora que Jesús ya no está aquí para demostrar el significado de la justicia en su propia Persona. O las palabras de Jesús podrían significar que el Espíritu Santo le mostrará al mundo dónde hallar la justicia divina, ya que no la podemos encontrar aquí. No nos podemos salvar a nosotros mismos por ninguna justicia humana. Lo que se necesita está en Cristo quien estuvo aquí y ahora está a la diestra del Padre.

Por último, el Espíritu convence al mundo «del juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido juzgado». La mejor interpretación de estas palabras parece ser que el Espíritu Santo convencerá al mundo que el juicio es cierto, prueba de esto es que en la cruz Satanás fue juzgado y su poder fue destruido.

Nadie quiere creer en el juicio. Queremos pensar que podemos hacer lo que deseemos y lo que nos venga en gana con total impunidad y que nunca tendremos que rendir cuenta de nuestras acciones. En esto hasta somos animados, porque Dios no siempre juzga inmediatamente, y la maldad muchas veces parece no ser castigada.

Por supuesto, este es un pensamiento equivocado. Dios no siempre juzga a los pecadores inmediatamente porque es tolerante. Sin embargo, los juicios finalmente llegarán. El juicio de Dios a Satanás es prueba de esto. Pedro enfoca este mismo punto. Después de mostrar cómo Dios juzgó a los ángeles caídos, al mundo en el tiempo de Noé, a las ciudades de Sodoma y Gomorra, concluye diciendo: «Sabe el Señor librar de tentación a los piadosos, y reservar a los injustos para ser castigados en el día del juicio» (2 P 2:9).

Si bien para la fe es necesario un concepto racional del cristianismo, no debemos perder de vista que el demonio también entiende estas cosas y posiblemente es más ortodoxo que nosotros. La fe bíblica verdadera por lo tanto requiere un corazón conmovido, similar a lo que describió Juan Wesley cuando nos dijo cómo su corazón «sintió un extraño calor» como resultado de la pequeña reunión en Aldersgate.

Calvino también estaba interesado en resaltar la importancia del corazón tanto como la del intelecto en la fe. En determinado momento dice: «Queda ahora por derramar en el corazón lo que la mente ha absorbido. Porque la Palabra de Dios no se recibe sólo por la fe y aletea por encima del cerebro, sino que toma raíz en lo profundo del corazón para poder presentar una defensa invencible que pueda soportar y repeler todas las estrategias de la tentación… El Espíritu, como corresponde, sirve como un sello, que sella en nuestros corazones esas promesas de seguridad que antes ha impreso sobre nuestras mentes; y toma el lugar de una garantía para confirmar y establecerlas».  En otro lugar, concluye diciendo: «Podemos deducir que la fe no puede nunca estar desligada de una disposición devota».

Por último, la fe es también la confianza o el compromiso. Nos volvemos de la confianza a nosotros mismos a confiar plenamente en Dios. Podemos apreciar el valor del amor infinito del Hijo de Dios, que se dio a sí mismo por nuestra salvación, y así comprometernos con Él.

El matrimonio constituye una buena ilustración. Es la culminación de un proceso de aprendizaje, de respuesta y de compromiso. Las primeras etapas en un noviazgo pueden compararse al primer elemento en la fe: el contenido. En esta etapa, cada uno está conociendo al otro, cada uno está aprendiendo si esa persona posee o no posee lo que se necesita para un buen matrimonio. Es un paso muy importante. Por ejemplo, si no es posible confiar en la otra persona, con el tiempo surgirán problemas.

La segunda etapa puede compararse con el segundo elemento en la fe: el corazón conmovido. Esto corresponde al enamoramiento, que sin duda es un paso muy importante y que trasciende el mero conocimiento.

Por último, la pareja dice: «Sí, quiero», y prometen vivir juntos y amarse mutuamente a pesar de las circunstancias que les puedan sobrevenir.

Lo mismo sucede cuando nos comprometemos con Cristo para esta vida y para la eternidad. La fe no termina aquí. Como un producto del nuevo nacimiento, no desaparece en el pasado, sino que continúa a través de la vida como una realidad presente. No sólo continúa, sino que se hace cada vez más robusta en la medida que conoce más sobre la naturaleza de Aquel en quien confía.

Cuando Dios llamó a Abraham para que dejara Ur de los Caldeos y fuera a una tierra que luego heredaría, el libro a los Hebreos nos dice: «Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba» (Heb. 11:8). De esto trataba la fe, pero no necesitaba ser una fe muy grande. Era sólo la creencia en la capacidad de Dios para guiar al patriarca a la tierra prometida. Sin embargo, el pasaje de Hebreos continúa diciendo: «Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa» (vs.9). La fe ahora era más grande porque era la confianza en Dios a pesar del hambre, el peligro y la demora en el cumplimiento de la promesa. Dos versículos más adelante, el capítulo nos habla acerca de la fe por medio de la cual Sara recibió fuerzas para engendrar un hijo cuando ya era vieja. A esta altura la fe de Abraham y de Sara ya era muy grande. Habían llegado a conocer al Dios de la promesa como el Dios de los milagros. Con referencia a este acontecimiento Dios dice de Abraham en Romanos: «Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido» (Rom. 4:20-21).

Por último leemos que la fe de Abraham venció a la duda en medio de gran sufrimiento emocional y frente a la aparente contradicción de todo lo que hasta ese momento había creído. «Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac, y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia; pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir» (Heb. 11:17-19). Abraham creyó que Dios era capaz de resucitar.

Este es el crecimiento normal de la fe. Nuestra fe puede ser débil. Nuestra fe puede ser robusta. Pero lo fundamental es que nuestra fe descanse en Dios el Padre, y en su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Dios no nos puede fallar. Si crecemos en nuestro conocimiento de Dios, nos encontraremos con que nuestra fe también crece y se fortalece tal y como creció la fe de Abraham.


Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice

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