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El apóstol Pablo tenía un espíritu discernidor. Al escribir a los creyentes de Éfeso, sabía que tenía que prepararles para un sufrimiento sin precedentes. Pero primero quiso alentarlos y consolarlos, y por ello les recordó el poder del Señor: “Por lo demás […], fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza” (Ef. 6:10).

Es como si pensara: “Algunos de mis queridos amigos estarán temblando al ver la fuerza de sus enemigos y su propia debilidad; al ver que aquellos son tan numerosos y ellos tan pocos; y que los adversarios van bien equipados y son diestros mientras ellos son novatos”. Sabía que un alma atormentada por el miedo está demasiado preocupada con el sufrimiento actual como para escuchar los consejos de los amigos mejor intencionados. El temor paraliza a su víctima como a un soldado que corre temblando a la trinchera ante el primer rumor de ataque, negándose a salir hasta que haya pasado toda amenaza de peligro.

Por eso Pablo busca un antídoto contra el temor, y pronto lo encuentra. Es la respuesta milenaria a la situación paralizadora sufrida por todo creyente desde Adán en adelante. Nos dice:  “No te dejes abrumar por los temores. Sigue adelante con valor y sé fuerte en el Señor”. He aquí la gran consolación: “El final de la batalla depende de Dios, ¡no de tu capacidad ni fuerza!”.

Seguramente, toda alma temblorosa suspirará de alivio cuando oiga esta buena noticia. Ahora el creyente puede centrarse en la tarea que tiene entre manos: la de “ser fuerte”. Es una exhortación frecuente en la Biblia: “Esforzaos y animaos” (2 Cr. 32:7); “Decid a los de corazón apocado: “¡Esforzaos, no temáis!” (Is. 35:4). Esto es como decir: “¡Reúne toda la fuerza de tu alma, porque te va a hacer falta!”.

Una llamada al valor cristiano

La cobardía de espíritu está por debajo del deber cristiano. Va a hacer falta valor y determinación para obedecer al Capitán celestial. Él te manda: “Sé fuerte y muy valiente”. ¿Por qué? ¿Para librar batalla contra naciones guerreras? ¿Para ganar fama y fortuna? ¡No! Sino “para cuidar de hacer conforme a toda la ley que mi siervo Moisés te mandó” (Jos. 1:7). Para obedecer fielmente a Dios hace falta un espíritu más valiente que para mandar un ejército, y para ser creyente más que para ser capitán. Este reto es superior al valor de los mejores, a no ser que tengan la ayuda de una fuerza mayor que ellos.

El razonamiento contempla al cristiano de rodillas y se burla de la débil postura que asume un hijo de Dios cuando sus enemigos se echan sobre él. Solo la comprensión espiritual puede percibir los poderosos preparativos que realmente están teniendo lugar entonces. Pero igual que un soldado sin armas no puede hacer las mismas hazañas que uno bien equipado, tampoco un cristiano débil podrá llevar a cabo para Dios las obras que un creyente entregado puede esperar efectuar a través de la oración. La oración es la vía principal que nos conecta con el trono de Dios. Por ella el creyente se acerca a Dios con el valor humilde de la fe; se aferra a él; lucha con él; y no lo suelta sin recibir su bendición.

Mientras tanto, el cristiano débil, inconsciente de los peligros de su estado pecaminoso, se lanza a la batalla con una confianza loca que pronto se acobarda cuando su consciencia se despierta y da la alarma porque su pecado se le viene encima. Entonces, asombrado por el ataque sorpresa, tira las armas y huye de la presencia de Dios como el culpable Adán, sin atreverse a mirarle a la cara.

Todo deber para con Dios en la vida del cristiano está plagado de dificultades que le acechan desde la maleza en su marcha hacia el Cielo. Debe luchar contra el enemigo por cada centímetro de terreno en el camino. Solo aquellas almas nobles que se atreven a tomar el Cielo por la fuerza son aptas para este llamamiento.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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