En BOLETÍN SEMANAL

Me parece que sería superfluo volver a tratar otra vez de la divinidad de Cristo, pues ya lo hemos probado con claros y firmes testimonios. Queda, pues por ver, cómo al revestirse de nuestra carne ha cumplido su oficio de Mediador.

Los maniqueos y marcionitas se esforzaron antiguamente por destruir la verdad de la naturaleza humana de Cristo. Los segundos se imaginaban un fantasma en vez del cuerpo. Y los primeros afirmaban que su cuerpo era celestial. Sin embargo, la Escritura en numerosos y claros testimonios se opone a tales desatinos.

Así, la bendición nos es prometida no en una simiente celestial, ni en un fantasma de hombre, sino en la descendencia de Abraham y de Jacob (Gn. 12:2; 17:2-8). Ni tampoco se promete el trono eterno a un hombre hecho de aire, sino al hijo de David y al fruto de su vientre (Sal.45:7; 132:11). De aquí que Cristo al manifestarse en carne sea llamado hijo de David y de Abraham (Mt. 1:1); no solamente porque ha nacido del seno de la Virgen, aunque hubiera sido formado o creado del aire, sino porque – como lo interpreta san Pablo – ha sido formado de la simiente de David según la carne (Rom. 1:3); y, como el mismo Apóstol en otro lugar dice, porque desciende de los judíos según la carne (Rom. 9:5). Y el Señor mismo, no satisfecho con el nombre de hombre, se llama muchas veces a sí mismo «Hijo del Hombre», como para subrayar más intensamente que era hombre y engendrado verdaderamente del linaje de hombres.

Puesto que el Espíritu Santo tantas veces y por tantos medios y con tanto cuidado y sencillez ha expuesto una cosa que en sí misma es muy oscura, ¿quién podría imaginarse nunca que hubiera hombres tan desvergonzados que se atrevieran a afirmar lo contrario?

Aún se me ocurren muchos otros testimonios. Así cuando san Pablo dice que Dios «envió a su Hijo nacido de mujer» (Gál.4:4), y muchos otros lugares en los que se afirma que Cristo estuvo sometido al hambre, la sed, el frío y otras necesidades, a las que está sujeta la naturaleza humana. Sin embargo, entre una infinidad de ellos, escojamos principalmente los que pueden servir para nuestra edificación en la fe y la verdadera confianza de la salvación.

En la epístola a los Hebreos se dice: “Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham, por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo» (Heb. 2:15-16). Y que mediante esta comunicación somos tenidos por hermanos suyos; y que debió ser semejante a nosotros para que fuese misericordioso y fiel intercesor; que nosotros tenemos un Pontífice que puede compadecerse de nosotros (Heb. 2:11-17); y otros muchos lugares. Está de acuerdo con esto lo que poco antes hemos citado: que fue conveniente que los pecados del mundo fuesen expiados en nuestra carne; según claramente lo afirma san Pablo (Rom. 8:3).

Por eso nos pertenece a nosotros todo cuanto el Padre dio a Cristo, ya que es Cabeza, de la que «todo el cuerpo bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas recibe su crecimiento» (Ef.4, 16). Y el Espíritu le ha sido dado sin medida, para que de su plenitud todos recibamos (Jri. 1, 16; 3,34), pues no puede haber absurdo mayor que decir que Dios ha sido enriquecido en su esencia con algún nuevo don. Por esta razón también dice el mismo Cristo que se santifica a si mismo por nosotros (Jn. 17,19).

Refutación de los errores de Marción y de los maniqueos, que niegan la verdadera humanidad de Cristo

Es verdad que ellos alegan algunos pasajes para confirmar su error; pero los retuercen sin razón suficiente, y de nada les valen sus argucias cuando intentan refutar los testimonios que yo he citado en favor nuestro.

Afirma Marción que Cristo se revistió de un fantasma en lugar de un cuerpo; porque en cierto lugar está escrito que fue “hecho semejante a los hombres» (Flp.2:7). Pero no se ha fijado bien en lo que dice el Apóstol en ese lugar. No pretende, en efecto, explicar la clase de cuerpo que Cristo ha tomado, sino que, aunque con todo derecho podría mostrar la gloria de su divinidad, sin embargo, se limitó a manifestarse bajo la forma y la condición de un simple hombre. Y así san Pablo, para exhortarnos a que a ejemplo de Cristo nos humillemos, muestra que Cristo, siendo Dios, pudo manifestar en seguida su gloria al mundo; sin embargo prefirió ceder su derecho, y por su propia voluntad se humilló a sí mismo, ya que tomó la semejanza y condición de un siervo, permitiendo que su divinidad permaneciese escondida bajo el velo de la carne. Por tanto, no enseña el Apóstol lo que Cristo era en cuanto a su sustancia, sino de qué modo se ha comportado.

Además, del mismo contexto se deduce espontáneamente que Cristo se anonadó en la verdadera naturaleza humana. Porque, ¿qué quiere decir, que fue hallado en forma de hombre, sino que por un determinado espacio de tiempo no resplandeció su gloria divina, sino que sólo se mostró como hombre en condición vil y despreciable? Pues de otra manera tampoco estaría bien lo que dice Pedro: «siendo muerto en la carne, pero vivificado en espíritu” (1 Pe.3:18), si el Hijo de Dios no hubiera sido débil en cuanto a su naturaleza humana. Es lo que más claramente expone san Pablo, diciendo que padeció según la debilidad de la carne (2 Cor. 13,4). Y de aquí provino su exaltación; porque expresamente afirma san Pablo que Cristo consiguió nueva gloria, después de haberse humillado, lo cual no podría convenir sino a un hombre verdadero, compuesto de cuerpo y alma.

Maniqueo le atribuye la forma de un cuerpo de aire, porque Cristo es llamado el segundo Adán celeste (1Cor. 15,47). Tampoco aquí explica el Apóstol la esencia celestial del cuerpo, sino la potencia espiritual, que difundida por Cristo, nos vivifica; y ya hemos visto que Pedro y Pablo la diferencian de su carne. Por eso, ese pasaje confirma más bien la doctrina que toda la Iglesia cristiana profesa respecto a la carne de Cristo. Porque si Cristo no tuviera la misma naturaleza corporal que nosotros, no tendría valor alguno el argumento que san Pablo aduce: Si Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos; si nosotros no resucitamos, tampoco Cristo resucitó (1 Cor. 15,16). Por más cavilaciones y subterfugios que busquen los maniqueos, sean los antiguos o sus discípulos, jamás podrán desembarazarse de esas razones.

Vana es su escapatoria de que Cristo es llamado Hijo del Hombre por haber sido prometido al género humano; porque es evidente que por esa expresión – según la manera de hablar de los hebreos – no hay que entender más que verdadero hombre. Es verdad que Cristo se atuvo en su manera de hablar a las exigencias de su lengua. Ahora bien, nadie ignora que por «hijos de Adán» se entiende simplemente «hombres». Y para no ir más lejos, baste el salmo octavo, que los apóstoles interpretan de Cristo; en el versículo cuarto de dice: «¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?”. Con esta manera de hablar se expresa la verdadera humanidad de Cristo, porque aunque no ha sido engendrado de padre mortal, sin embargo su origen procede de Adán. Y de hecho, sin esto no podría tener consistencia lo que ya hemos alegado: que Cristo participó de la carne y de la sangre, para juntar en uno a -los hijos de Dios (Heb. 2:14). En estas palabras se ve claramente que El es compañero y partícipe con nosotros de nuestra naturaleza. Y a esto mismo viene lo que dice el Apóstol «el que santifica y los que son santificados, de uno son todos» (Heb. 2:11). Claramente se ve por el contexto que esto se refiere a la comunicación de naturaleza que tiene con nosotros, porque luego sigue: «por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb.2:11); pues, si antes hubiera dicho que los fieles son hijos de Dios, Jesucristo no tendría motivo alguno para sentirse avergonzado de nosotros; mas, como según su inmensa bondad se hace uno de vosotros, que somos pobres y despreciables, por eso dice que no se siente afrentado.

En vano replican los adversarios que de esta manera los impíos serían hermanos de Cristo, puesto que sabemos que los hijos de Dios no nacen de la carne ni de la sangre, sino del Espíritu por la fe. Por tanto, la carne sola no hace esta unión. Aunque el Apóstol atribuye solamente a los fieles la honra de ser juntamente con Cristo de una misma sustancia, sin embargo, no se sigue que los infieles no tengan el mismo origen de carne. Así cuando decimos que Cristo se hizo hombre para hacernos hijos de Dios, este modo de hablar no se extiende a todos, pues se interpone la fe, para injertarnos espiritualmente en el cuerpo de Cristo.

También demuestran su necedad al discutir a propósito del nombre de primogénito. Dicen que Cristo debía haber nacido de Adán al principio del mundo, para que fuese «primogénito entre muchos hermanos- (Rom.8:29). Mas este nombre no se refiere a la edad, sino a la dignidad y eminencia que Cristo tiene sobre los demás.

 Tampoco tiene mayor consistencia el reparo de que Cristo ha tomado la naturaleza de los hombres y no la de los ángeles, por haber recibido en su gracia al género humano (Heb.2:16). Porque el Apóstol, para ensalzar la honra que Jesucristo nos ha hecho compara a los ángeles con nosotros, que en este aspecto nos son inferiores. Y si se Pondera debidamente el testimonio de Moisés, en el que dice que la simiente de la mujer quebrantará la cabeza de la serpiente (Gn. 3:15), ello solo bastará para solucionar la cuestión; porque en este pasaje no se trata sólo de Jesucristo, sino de todo el linaje humano. Como Jesucristo había de lograr la victoria para nosotros, Dios afirma en general, que los descendientes de la mujer saldrán victoriosos contra el Diablo. De donde se sigue que Jesucristo pertenece a la especie humana; porque el decreto de Dios era consolar y dar esperanza a Eva, a la cual dirigió estas palabras, a fin de que no se consumiese de dolor y desesperación.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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