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  1. La fuente de su fuerza es frágil

El alma llena de gracia persevera por la fuerza que recibe continuamente de Cristo, igual que el brazo y el pie se mantienen vivos por la energía vital que reciben del corazón. Pablo dice: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gál. 2:20). Esto es: “Yo vivo, pero por medio de Cristo. Él mantiene mi alma, y también mi virtud en la vida”. Sin esta unión, un hombre se consumirá; no tiene raíz que lo sostenga. Un cadáver, una vez que empieza a pudrirse, nunca se puede recuperar. El proceso de corrupción sigue hasta hacerlo volver al polvo. Ningún ungüento puede dar marcha atrás al proceso de la muerte. Pero donde hay vida, la naturaleza envía ayuda al ungüento para obrar la cura.

La diferencia entre el cristiano y el incrédulo es tan grande como entre la vida y la muerte. “Siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse; mas los impíos caerán en el mal” (Pr. 24:16). Al caer, los impíos caen más profundo y no tienen poder para recuperarse. Cuando Caín pecó, vemos que siguió cayendo cada vez más como una piedra que rueda cuesta abajo, sin detenerse hasta llegar a las profundidades de la desesperación. Fue de la envidia a su hermano a la malicia, de la malicia al asesinato, del asesinato a la mentira descarada y la osadía ante Dios mismo, y de allí a la desesperación.

La Palabra de Dios sentencia: “Mas los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor” (2 Tim. 3:13). Cuando el cristiano tropieza, se levanta porque tiene fuerzas para clamar a Cristo. Al empezar a hundirse, Pedro exclamó: “¡Señor, sálvame!”; y al instante Cristo le tendió la mano. Aunque el Señor riñó a Pedro por su incredulidad, aun así le ayudó.

b. Sus dones son transitorios

El alma no regenerada no tiene garantía de mantener los dones comunes del Espíritu que poseyó en alguna ocasión. Hasta cuando su mesa está más suntuosamente preparada, no puede señalar ninguna promesa de Dios que le garantice otra comida. Dios da estas cosas a los malos como nosotros tendemos a un mendigo un mendrugo de pan o le damos permiso para pasar la noche en nuestro establo. Todo lo que Dios opta por dar, también puede optar por negarlo. Si no eres creyente, quizá tengas conocimiento de las cosas de Dios; pero, aun así, puedes morir finalmente sin la luz salvadora.

c. Su resolución es débil

Un hombre apegado al mundo puede profesar la fe en Cristo; sin embargo, pronto demostrará su verdadera intención si se le obliga a escoger entre Cristo y Satanás. Cuando Satanás lo soborna con tesoros mundanos para que abandone su confesión del Salvador, demostrará como Demas qué es lo que realmente ama. O si sus deseos lo llaman, acudirá a pesar de su profesión de fe, de su conciencia, de Dios y de todo lo demás. Herodes temía a Juan el Bautista, pero el amor es más fuerte que el temor. Su amor por Herodías pudo más que su temor de Juan, y no solamente le hizo cortar a este la cabeza, sino que también segó los esperanzadores brotes de su propia conciencia. Si la complexión del alma es profana, finalmente se demostrará tal cual es, aunque durante algún tiempo la apariencia del hombre tenga algún color religioso por causas externas.

La falta de un cambio real del corazón es la raíz final de toda apostasía. El apóstata no pierde la gracia que tenía, sino que manifiesta que nunca la tuvo. Muchos asumen la santidad bajo colores falsos, y utilizan el crédito ganado con la opinión de otros para establecer su negocio entre los verdaderos santos. Estos falsos profesantes dan por hecho que son cristianos porque los demás así lo suponen. Toda su reputación se cimenta en una apariencia externa de religión. El hecho de que carezcan del sólido fundamento de la gracia para mantener su profesión es lo que finalmente los pierde.

Consideremos entonces en qué se basa nuestra declaración de fe. ¿Hay algo dentro de nosotros que sea proporcional a nuestro celo externo? ¿Tenemos unos cimientos sólidos? ¿Es la estructura superior inestable, y se eleva demasiado sobre débiles cimientos? La raíz del árbol se extiende bajo tierra igual que las ramas por encima; así sucede con la verdadera gracia.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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