En ARTÍCULOS

Cristo no nos redimió únicamente mediante Sus sufrimientos: siendo escupido, azotado, coronado con espinas, crucificado y muerto; sino que esta pasión se hizo efectiva para nuestra redención mediante Su amor y obediencia voluntaria. Estos dos son llamados generalmente Su cumplimiento pasivo y activo.

Por el primero, entendemos Su real aguante y carga de dolor, angustia y muerte; por el segundo, Su celo por el honor de Dios, el amor, la fidelidad, y la compasión divina por los que Él se hizo obediente aun hasta la muerte, la muerte de cruz. Y ambos son esencialmente distintos.

Satanás, por ejemplo, también lleva el castigo y lo llevará para siempre, pero él carece de la disposición para sobrellevarlo. Esto, sin embargo, no afecta la validez de la pena. Un asesino que se encuentra en la horca puede maldecir a Dios y a los hombres hasta el final, pero esto no invalidará su castigo. Ya sea que él maldiga u ore, resulta igualmente válido.

Por lo tanto, en los sufrimientos de Cristo había mucho más que un mero cumplimiento penal pasivo. Nadie obligó a Jesús. Él, partícipe de la naturaleza divina, no podía ser obligado, sino que Se ofreció a Sí mismo voluntariamente: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí.” Para entregar ese sacrificio voluntario, Él adoptó el cuerpo preparado con la misma voluntad: “El cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”; “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia.” Y para dar mayor prueba de esta obediencia hasta la muerte, en Su interior Se consagró a la muerte, como Él mismo declaró: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo.”

Esto lleva a la importante interrogante respecto de si Jesús entregó esta obediencia y consagración de forma externa a Su naturaleza humana o dentro de ella, para que se manifestara a sí misma en Su naturaleza humana. Sin duda, lo correcto es la segunda afirmación. La naturaleza divina no puede aprender ni ser tentada; el Hijo no podría amar al Padre sino con amor eterno. En la naturaleza divina no existe el más o el menos. Suponer esto aniquila la naturaleza divina. La afirmación respecto de que, “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia,” no significa que Él como Dios aprendió la obediencia, porque Dios no puede obedecer. Dios rige, gobierna, ordena, pero nunca obedece. Como Rey, Él puede servirnos sólo en forma de esclavo, ocultando Su Majestad, habiéndose derramado a Sí mismo, de pie ante nosotros como alguien despreciado entre los hombres. Y por lo tanto, respecto de “Y aunque era Hijo,” se entiende: si bien en Su Ser interior Él es Dios el Hijo, aun así estuvo frente a nosotros con tal humildad, que nada traicionó Su divinidad; así es, Él fue tan humilde, que incluso aprendió la obediencia.

Por tanto, si el Mediador como hombre mostró en Su naturaleza humana tal celo por Dios y tal compasión por los pecadores, que voluntariamente Se entregó a Sí mismo hasta la muerte, entonces es evidente que Su naturaleza humana no podía ejercer tal consagración sino por la obra interna del Espíritu Santo; y una vez más, que el Espíritu Santo no podría haber efectuado tal obra interna a menos que el Hijo lo hubiera querido y deseado.

El grito del Mesías se escucha en las palabras del salmista: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado.” El Hijo estaba dispuesto, por lo tanto, a vaciarse de tal modo a Sí mismo que fuera posible que Su naturaleza humana pasara a través de la muerte eterna; y con este fin, Él Se dejó llenar de todo el poder del Espíritu de Dios. Por lo tanto, el Hijo se ofreció a Sí mismo “mediante el Espíritu eterno para que sirváis al Dios vivo.”
De ahí que la obra del Espíritu Santo en la obra de la Redención no se iniciara sólo en Pentecostés; sino que el mismo Espíritu Santo que da aliento a toda vida en la creación, sostiene y capacita nuestra naturaleza humana; y en Israel y los profetas, forjó la obra de revelación; también preparó el cuerpo de Cristo; adornó Su naturaleza humana con dones afables y los puso en funcionamiento; Lo instaló en Su oficio; Lo llevó a la tentación; Lo capacitó para echar fuera demonios y, finalmente, Lo habilitó para concluir esa eterna obra de cumplimiento mediante la cual nuestras almas son redimidas.

Esto explica por qué Beza y Gomarus no podían estar satisfechos del todo con la exposición de Calvino. Calvino dijo que se trataba de la obra del Espíritu Santo, separada de la divinidad del Hijo. Y ellos consideraban que algo estaba faltando. Pues el Hijo no Se aferró a ninguna reputación, y Se hizo obediente; pero si todo esto es la obra del Espíritu Santo, entonces nada queda de la obra del Hijo. Y para escapar a esta postura, ellos adoptaron el otro extremo y declararon que el Espíritu Eterno sólo hacía referencia al Hijo de acuerdo con Su naturaleza divina, una tesis que no puede aceptarse, pues a la naturaleza divina nunca se le designa como espíritu.

Pero ellos no estaban del todo mal. La reconciliación de estas opiniones contrarias debe buscarse en la diferencia entre la existencia del Espíritu Santo sin nosotros, y Su obra en el interior de nosotros tal como la ha recibido nuestra naturaleza, e identificada con la propia obra de ella. Y ya que el Hijo, mediante Su Divinidad, permitió a Su naturaleza humana efectuar esta unión en el terrible conflicto con la muerte eterna, entonces, el apóstol confiesa que el sacrificio del Mediador fue hecho por la obra del Espíritu Eterno.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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