El cristiano se da cuenta de que no puede hacer perfecto al mundo aquí y ahora. No está cegado por la utopía, sino que busca que todas las cosas estén sujetas al Reinado de Cristo, dándose cuenta muy bien de que el Reino de paz y justicia no puede ser establecido en este mundo de pecado.

​El confesar a Cristo como Salvador del pecado, pero negar su relevancia y poder en el ámbito de la cultura, es una negación de su Reinado sobre el creyente y sobre el mundo. En Cristo que es el Dios-Hombre, el milagro del hombre íntegramente sensato e ideal aparece en la historia de la humanidad. Y la promesa del Evangelio es que Cristo restaura a aquellos que participan de su unción, de manera que una vez más ellos se convierten en un reino de sacerdotes para su Dios.

Así Cristo salva a la creación al restaurar inicialmente al agente cultural para una nueva obediencia. El hombre es la corona de la creación, un poco menor que Dios, quien tiene dominio sobre todas las obras de Dios (Sal. 8). Y como tal Cristo es el transformador de la cultura, como Schilder sostiene, pues él está creando aquí y ahora, en este presente mundo malo, un reino de verdad. Ésta es aquella civitas Dei, de la que Agustín escribió. Por esto Calvino dio su medida plena de devoción al transformar Ginebra de ser un pozo de inmoralidad en un modelo de vida cristiana, según testigos contemporáneos. Pues si el hombre, el productor de la cultura, es un profeta, sacerdote y rey restaurado, entonces su cultura debe por necesidad ser renovada. Esta es la nueva obediencia a la cual Cristo llama a sus seguidores puesto que están en el mundo, aunque no son del mundo. Los creyentes, como criaturas restauradas, son llamados, junto con el resto de la humanidad, a ocuparse en la actividad cultural, en la que presentan todo su ser como un sacrificio vivo para Dios (Rom. 12:2). Por otro lado, a la Iglesia como Iglesia le es dado el mandato misionero; tal es su llamado como institución organizada reconociendo el reinado de Cristo.

Así pues, los calvinistas bajo el reinado de Cristo poseen de manera confesional una visión global de la cultura como una tarea que lo abarca todo para traer todas las cosas a la obediencia de Cristo, puesto que Él ha dado tal mandato, “Todas las cosas son vuestras, y vosotros sois de Cristo y Cristo, de Dios” (I Cor. 3:22). Por tanto, Schilder está en lo correcto al sostener que el creyente no debe abordar el problema de la cultura sobre la base de que todavía tenemos mucho bien en común en el mundo a pesar del pecado, sino que más bien debe enfocarlo desde la perspectiva de que Cristo como Rey nos restaura a nuestra herencia original como criaturas culturales. Sin embargo, debido al pecado, la humanidad se halla ahora en una situación antitética en la que la unidad de la raza humana ha sido destruida. Y no debiera abusarse de la confesión de que Dios tiene una actitud de favor hacia todos los hombres, de manera que Él restringe el pecado y les da, como criaturas culturales, la habilidad para hacer el bien tanto moral como civil. Entonces los soldados de Cristo pierden de vista la antítesis cultural creada por el poder restaurador y regenerador del Hijo de Dios a través del Espíritu.

Además, confesamos que Cristo es rey de los gobernadores de la tierra en su capacidad de Mediador. Él ahora tiene todo el poder en sus manos, y dirige los destinos de las naciones, y es Aquel a través de quien el Padre gobierna todas las cosas. En otras palabras, el Unigénito del Padre está ahora, hasta el final del tiempo y como recompensa por su obediencia, ejerciendo la prerrogativa divina de dirigir los asuntos de Dios, puesto que toda autoridad le ha sido dada en los cielos y en la tierra. Este poder es ejercido promoviendo el crecimiento, purificación y perfeccionamiento final de la Iglesia, la cual ha comprado con su propia sangre (Hch. 20:28). Él regirá sobre las naciones con vara de hierro (Sal. 2:9) y puede humillar a aquellos que andan con soberbia (Dan. 4:37). Él ejecutará venganza sobre aquellos que no conocen a Dios y que no obedecen al Evangelio de nuestro Señor Jesús, “los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron” (II Tes. 1:8, 9).

Este reinado fue prometido como una recompensa por la obra de Cristo en este mundo y fue otorgado en la ascensión, cuando Cristo fue exaltado a la derecha de Dios. Pero llegará a su fin cuando el poder del diablo y sus obras hayan sido destruidas y la autoridad vuelva al Padre, para que Dios sea todo en todos (I Cor. 15:24-28).

Ahora bien, este reinado sobre el mundo de los hombres y el mundo en general es también de la más grande importancia indirectamente para la cultura. Sobre la base de su absoluta autoridad sobre todo el mundo, Cristo manda a su Iglesia a hacer discípulos de entre todas las naciones (Mat. 28:18). Sin embargo, una vez que un discípulo es hecho un cristiano, su cultura debe desarrollarse sobre la base de la nueva evaluación de la vida y del mundo. Esto recibe una clara prueba histórica del poder del Evangelio en los primeros siglos de la era cristiana y en la dominante cultura cristiana en Europa Occidental durante la Edad Media. O puede uno señalar al resurgimiento de la cultura cristiana debido a la Reforma Protestante, especialmente en como ésta llegó a expresarse en los países donde el calvinismo llegó a ser dominante. Es en la fe cristiana donde el servicio a Dios se volvió el tono dominante de la cultura y el servicio al hombre en el ideal subsidiario. Emil Brunner, en su Prefacio a sus Conferencias Glifford, declara como su convicción, “que solamente el cristianismo es capaz de proveer la base de una civilización que pueda ser descrita debidamente como humana”. El fundamento para esta fe es la convicción cristiana de que el hombre fue creado a imagen de Dios, y como tal, tenía un destino eterno. Esta alta consideración del hombre produjo lo que puede llamarse la civilización cristiana de Occidente. En ella están envueltos ambos aspectos del Reinado de Cristo. El hecho de que sus seguidores salieron, como se les dirigió, y predicaron el Evangelio por todo el mundo en lo que este era accesible a los emisarios de la cruz, y el hecho que Cristo por su poder gobierna sobre los reyes de la tierra e hizo así posible el avance de la Iglesia cristiana – estas cosas juntas dan razón de la civilización cristiana de Occidente.

Aparentemente aquel reinado ha sido eclipsado, y los hombres se han estado preguntando, “¿Qué está haciendo Dios en la tierra en estos días?” Sin embargo, la crisis en la civilización Occidental que resultó de la renuncia al cristianismo en el Renacimiento, La ilustración, y la Revolución (1789), trajo la cosecha de un colectivismo inhumano, anárquico y despersonalizado. Esto está ahora conduciendo a la humanidad y moldeando la historia para el desenlace final cuando el Rey destruirá a los adversarios con el aliento de su boca (II Tes. 2:8). La predicación del Evangelio no producirá el reino de paz y justicia de manera imperceptible y gradual, sino por el contrario, la apostasía de los últimos tiempos será grande, y Cristo introducirá su  Reino de gloria con eventos catastróficos de proporciones cósmicas (Mat. 24:6-12, 21, 22; Luc. 18:8; 21:25-28; II Tim. 3:1-13; Apoc. 13; Heb. 12:26, 27; II Ped. 3:10-13).

Ahora bien, la gloria de la vida cristiana es que el reinado de Cristo es confesado y sus preceptos son obedecidos voluntariamente por aquellos que han sido restaurados para con el Padre. Y, en todo el esfuerzo cultural de los soldados de Cristo, se halla este reconocido propósito de insistir en que todas las cosas estén al servicio del Rey – buscar primero su reino y su justicia. El cristiano que está en el mundo, sin embargo, no es de este mundo. Por lo tanto, no puede tener compañerismo con las obras infructuosas de las tinieblas, la lujuria de la carne y de los ojos, la vanagloria de la vida tal y como se expresa en la literatura carnal, las películas libertinas, la fotografía pornográfica, las canciones y los espectáculos lujuriosos, los dramas blasfemos y la filosofía vana de la época.

Además, el Reino de Cristo milita en contra de males tales como el divorcio, el anti-escritural control de la natalidad…, que tienden a destruir la institución de la familia que Cristo vino a restaurar a su plenitud en el plan de Dios. Y en las relaciones sociales de la vida también el reino es reconocido de manera que la lucha de clases del comunismo y el colectivismo que atenta contra la condición de ser persona en el socialismo, son vistos como una destrucción del hombre como criatura de Dios en la sociedad. Pero el cristiano se da cuenta de que no puede hacer perfecto al mundo aquí y ahora. No está cegado por la utopía, sino que busca hacer que todas las cosas estén sujetas al Reino de Cristo, dándose cuenta muy bien de que el reino de paz y justicia no puede ser establecido en este mundo de pecado. El cristiano no espera edificar un mundo perfecto por medio de su cultura; no es un optimista cultural, sino un realista viviendo en el mundo por fe. Esto le guarda del pesimismo puesto que está anticipando el día glorioso cuando la criatura será liberada de la esclavitud de esta corrupción, cuando todas las cosas serán renovadas y el tabernáculo de Dios estará entre los hombres. Por tanto permanece leal y constante, en tanto que sabe que su obra en el Señor no es en vano (I Cor. 15:58). Esta fe gloriosa se basa en la confesión del reinado de Cristo, ¡a quien el Padre ha dado todo poder en los cielos y en la tierra!

Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)

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