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Al decir los dones me refiero a aquellas capacidades que el Espíritu Santo dispensa a los creyentes para la edificación del Cuerpo de Cristo en unidad. El apóstol nos habla de la gran diversidad de dones que hay (1 Cor. 12:4). Mira alrededor a las distintas especies de plantas y flores, y tendrás alguna idea del amor de Dios por la variedad infinita. No ha sido menos creativo con la personalidad humana: cada hijo de Dios es único e importante para el funcionamiento debido del cuerpo de Cristo. Pero cuando se entremete el orgullo, empezamos a crear jerarquías entre hermanos y dones. Esto, inevitablemente, lleva a divisiones y disputas. Satanás lo sabe y actúa para contaminar todo don con el orgullo. Al hacerlo tira dos piedras a la vez: con una, golpea la unidad del Cuerpo; con la otra, lesiona al cristiano individual.

Considera la posibilidad de que por orgullo hagamos muy poco bien a los demás con nuestros dones. Cuando prevalece el orgullo, oramos, predicamos, consolamos para ser considerados “buenos” por los demás, en lugar de por hacerles bien. Nos colocamos en un pedestal espiritual y, por así decirlo, esperamos que aquellos a quienes servimos adoren en el santuario de nuestras buenas obras. ¿Honrará Dios tales esfuerzos? Él nos ha informado sin cortapisas que no compartirá su gloria con nadie (Is. 48:11). El hombre humilde puede encontrar a Satanás a su derecha para oponérsele, pero el orgulloso está peor situado. Dios mismo le resistirá a él. Si lo dudas, lee la Palabra: “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Stg. 4:6).

También por nuestro orgullo recibimos tan poco provecho de los dones de otros creyentes. El orgullo nos llena de ideas acerca de nuestra suficiencia espiritual. Nos consideramos demasiado buenos (o santos) para necesitar la ayuda de la mayoría de los cristianos. Encontramos a pocos predicadores lo suficientemente “espirituales” para ministrarnos. Si alguien intenta corregirnos, cerramos los oídos. El orgullo nos engaña para que pensemos que somos ricos por poseer muchos bienes y no tener ninguna necesidad (Ap. 3:17). ¡Qué desgracia! ¿Cuánto tiempo vivirá un alma que rechace de plano todo alimento saludable, y solo quiera un plato “exquisito” de teorías altisonantes? Igual que la comida sencilla es más sana para el cuerpo que un festín elaborado, una dieta regular de la verdad pura y las ordenanzas de Dios es mejor para el alma que degustar los platos señoriales de la suposición teológica.

Si eres de los que se tienen en alta estima espiritual, escucha esto: muchos creyentes humildes de baja condición según el mundo, tienen mucho que ofrecerte si no eres demasiado orgulloso para recibir el alimento espiritual de sus manos. El orgullo siempre destruye el amor y separa a los cristianos. Sin amor para con todos los hermanos, seguramente perderemos mucho de lo que Dios quiere darnos. La Biblia dice que todo creyente ha recibido dones para provecho del Cuerpo de Cristo.

He aquí una palabra para aquellos que creen que sus dones son inferiores a los de otros miembros del Cuerpo: Conténtate con tu condición. Los grandes dones levantan un poco al cristiano a la vista de los hombres, pero también le tientan al orgullo. No envidies a los que tienen grandes dones; en su lugar, tenles compasión y ora por ellos. Es difícil que eviten caer en el error de creer que la gracia de Dios en ellos es obra propia. Tienes gran ventaja sobre ellos, porque recibes la ayuda de sus dones sin la tentación al orgullo.

Ahora, una palabra para aquellos a quienes Dios ha dado más o mejores dones que lo normal.

El orgullo quiere crecer entre los mejores dones. ¡Cuidado con el orgullo! Lo único que te defenderá de él es la humildad. Recuerda con quiénes luchas: con las malicias espirituales. Su idea es levantarte en alto para que tengas una caída más fuerte. Intentarán convencerte de que tus hazañas espirituales son fruto de tu propio esfuerzo y que mereces el crédito por ellas. ¡Seguramente sabes que no es así! Por si se te ha olvidado, recuerda cómo eras antes de que llegara el Espíritu Santo con los dones del almacén de Dios para ti. ¿Cómo sentir orgullo por las riquezas de otro? Puedes impresionar a los hombres con tus dones, pero no impresionarás a Dios. Él sabe de dónde provienen. Donde florece el orgullo, sufre el cuerpo de Cristo. Si Dios te hubiera dado los dones para tu propio placer o edificación, el orgullo no sería tan malo; pero cuando utilizas tus dones para exaltarte a ti mismo, derribas el Cuerpo de Cristo. Tus dones son necesarios para la salud del Cuerpo entero, pero deben administrarse correctamente. Tienes que asegurarte de reconocer que Cristo es el Médico Supremo; tú solo eres el ayudante que emplea sus instrumentos y cumple sus órdenes.

Donde florece el orgullo, la gracia se marchita. He aquí otra razón para ser humilde si tienes grandes dones: todo pensamiento orgulloso que albergues te cuesta una medida de la gracia. No es posible que prosperen ambos en el corazón del cristiano. De hecho, cuando la gracia y el orgullo se sientan juntos a la mesa, el orgullo es el glotón y la gracia se marcha con hambre. El orgullo exige lo mejor y más de todo para saciar su apetito. Este deseo voraz devorará tu espíritu de alabanza: cuando deberías estar bendiciendo a Dios, estarás aplaudiéndote a ti mismo. Consumirá el amor cristiano y te hará despreciar el compañerismo de otros creyentes. Hará que no reconozcas los dones de otros, porque esto quitaría algo de la gloria que quieres reservarte para ti mismo. Finalmente, el orgullo distorsiona nuestro gusto de modo que no podamos saborear nada que provenga del plato de otro.

Donde reina el orgullo, Dios disciplina. Él no deja que la maleza del orgullo crezca en su huerto sin hacer algo por arrancarla. Puede permitirte que caigas en pecado para humillarte ante los hombres y ante sí mismo, y obligarte a que te arrastres a casa cubierto de vergüenza. También puede usar un aguijón en la carne para pinchar el globo de tu soberbia. Si tu orgullo ha puesto en juego su honra, espera sentir pronto la vara de corrección del Señor. Probablemente se aplicará en el mismo punto donde se arraiga tu orgullo. Ezequías se jactó de su tesoro; y Dios envió a los caldeos para saquearlo. Jonás se envaneció por la calabacera, y Dios envió un gusano para destruirla. ¿Esperas que haga caso omiso de este pecado en tu vida, cuando lo ha tratado tan severamente en otros de sus hijos?

Donde hay grandes dones, Dios llama a cuentas. Supongamos que se muere un amigo nombrándote albacea de sus bienes. Pero en lugar de dividir la herencia según las instrucciones del testamento, depositas el dinero en tu propia cuenta bancaria, ¡para luego andar por la ciudad jactándote de tus riquezas! ¿Cuánto tiempo engañarías a la gente con esta falsa prosperidad? Tarde o temprano aparecerán los herederos y no solo te quitarán lo que les pertenece, sino que probablemente te pondrán pleito. En el sentido espiritual, tú solo eres el encargado de Dios. Te ha dado dones, con instrucciones específicas para su uso. Para cuando hayas pagado todos los legados, verás que queda poco para que te jactes de tus bienes. No olvides por un instante que tendrás que rendir cuentas por los talentos que te hayan sido encomendados.

Tal vez no reservas tus dones para ti, sino que sirves incansablemente a la iglesia. Eso suena bien. Pero te haré una pregunta: ¿Quién se lleva la honra por tus actividades? Supongamos que el albacea testamentario paga los legados según las instrucciones, pero dice que son regalos propios. ¿No le llamaríamos ladrón y estafador? Un alma orgullosa que se atribuye el mérito de sus buenas obras es tal ladrón. Y lo que es peor, ¡le roba a Dios mismo!

¿Cómo puedes saber si corres peligro de cometer el pecado de orgullo espiritual en cuanto a tus dones? Estas son algunas señales de aviso:

Corres peligro de caer en el orgullo espiritual si te encuentras alegrándote con ideas de tus dones con una satisfacción secreta: sacándolos de vez en cuando para admirarlos. Un orgulloso está consumido de amor propio. El orgullo es la niña de sus propios ojos. El gran tema de todos sus pensamientos es cómo su personalidad y bienes son mejores que los de otros. Antes de afirmar que nunca puedes caer en las garras del orgullo, permíteme decirte que nadie es inmune a ello. Bernardo, el gran cristiano de la antigüedad, confesó que aun en medio de un sermón, el orgullo le susurraba al oído: “¡Bien, Bernardo; muy bien dicho!”.

¿Cómo puede el creyente evitar estos pensamientos persistentes de autoexaltación? Huye de ellos como de un oso enfurecido. No te pares a escuchar esas mentiras; si lo haces, pronto el diablo te hará levantarte un monumento a ti mismo para la gloria de tus dones divinos. Recuérdate diariamente lo débil que eres y cómo dependes totalmente de Dios para todo don bueno y perfecto.

Otro indicio de estar atrapado en el orgullo espiritual es la envidia de los dones de otros. Separar la envidia del corazón es tan difícil como evitar el encuentro de dos amantes. Aquella fue la causa del primer homicidio: la envidia de Caín dio lugar al asesinato de Abel.

La envidia es una afrenta al carácter y la persona de Dios. Cuando envidias a otro, cuestionas el derecho del Señor a administrar sus dones según su voluntad. También desprestigias la bondad divina. Te enfadas porque Dios quiere bendecir a alguien más que a ti. ¿No quieres que Dios sea bueno? Di igual que no quieres que sea Dios; porque no puede cesar de ser bueno más que dejar de ser Dios. Cuando tu envidia te hace desprestigiar los dones de otros creyentes, realmente desprecias al Dios que los otorga.

La envidia, como su madre la soberbia, es la que lidera una horda de otros pecados. Este pecado del corazón va delante y prepara la escena para toda clase de pecado de la carne. Saúl, primer rey de Israel, cayó tan bajo que planeó el asesinato del mismo hombre que había salvado su reino. Desde el día en que escuchó que las mujeres ponían a David por encima de su persona en los cánticos, no pudo quitar el ruido de sus oídos. La envidia le hizo odiar, y esto dio paso a que planeara el asesinato de David. Más tarde, ¿qué hizo la envidia en el corazón de David mismo? Le hizo codiciar la esposa de su soldado de confianza, Urías, y lo llevó por un laberinto de lujuria, mentira, adulterio y asesinato. Ninguno de estos se habría cometido si no fuera por causa de la envidia. Se trata de un pecado sangriento, el vientre en el cual se forma toda una camada de otros pecados (Rom. 1:29). Por tanto, si no quieres recibir al diablo con todos sus sicarios, resiste el pecado de la envidia.

Para vencer este pecado, has de pedir ayuda del Cielo. Tenemos una promesa segura de que el fundamento de nuestra virtud es más fuerte que el de nuestro deseo, pero solamente si buscamos la ayuda del Espíritu Santo: “El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente. Pero él da mayor gracia…” (Stg. 4:5,6). No desafíes a la envidia a un duelo con tus propias fuerzas; no tienes ni fuerza ni inteligencia para ganar. Pero Dios te puede dar más gracia que pecado tienes, más humildad que tu orgullo. Si eres lo bastante humilde para pedir su gracia, se asegurará que no seas tan orgulloso como para envidiar los dones y las virtudes que ha dado a los demás.

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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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