En ARTÍCULOS

Hace unos años, una sociedad para la extensión del ateísmo publicó un folleto donde apuntaba a los perfiles de una docena de figuras del Antiguo Testamento combinándolos con una descripción espeluznante de sus maldades. No se escatimó ningún esfuerzo para describir sus pecados. Una de estas figuras era Abraham. El folleto señalaba que él había estado dispuesto a mancillar el honor de su mujer para salvar su propia vida. Y sin embargo se lo llamaba «el amigo de Dios». Los ateos se preguntaban qué clase de Dios era ese que podía tener un amigo como Abraham. Otra figura era Jacob. Se lo describía como un estafador y un mentiroso. Sin embargo, Dios se llamaba a sí mismo «el Dios de Jacob». Moisés era retratado como un asesino y un fugitivo de la justicia, lo que en verdad era. David era mostrado como un adúltero que además combinó su adulterio con el asesinato del esposo de la mujer. Y, sin embargo, David era llamado «un hombre según el corazón de Dios». Los ateos se preguntaban qué clase de Dios debería ser ese que podía sentir agrado hacia David.

Asombrosamente, este folleto estaba señalando algo que hasta Dios mismo reconoce. Dios se llama a sí mismo justo y santo. Sin embargo, por siglos había evitado condenar y había estado en realidad justificando a los hombres y mujeres como estos. Podríamos decir que por estos largos siglos había habido una mancha sobre el nombre de Dios. Como lo expresa Pablo, había estado pasando por alto nuestros pecados. ¿Pero acaso Dios es injusto? De ninguna manera. En la muerte de Cristo, el nombre y los propósitos de Dios fueron reivindicados. Ahora podemos apreciar que sobre la base de esa muerte, Dios ha justificado y todavía sigue justificando a los impíos. La tragedia es que las personas no aceptarán esta salvación gratuitamente ofrecida en Cristo e intentarán ganarse su propia salvación. Pablo coloca a todos en tres categorías para mostrar que todas las personas necesitan lo que sólo está disponible por medio de Cristo.

La primera categoría, descrita en Romanos 1:18-32, comprende las personas que llamamos hedonistas, las que dicen: «Los únicos estándares para mi conducta son los que yo me impongo. Por lo tanto, yo voy a vivir para mí mismo y para cuanto placer se me antoje». Pablo dice que estas personas necesitan del evangelio porque su vida los está alejando de Dios y conduciéndolos hacia la condenación. Pueden justificarse según su punto de vista, pero esta justificación no tiene ningún valor. Todavía hay una ley moral, establecida por Dios, y todavía hay un Dios moral que los ha de juzgar. Hay sólo dos posibilidades: o son justificados por la fe en Jesucristo o se pierden.

La segunda categoría, considerada en Romanos 2:1-16, comprende a aquellos que llevan vidas éticamente superiores. Son personas morales. Podrían decir: «Todo lo que se ha dicho sobre los hedonistas es bien cierto. Sin duda están en una senda que los aleja de Dios, y serán justamente juzgados por eso. Pero yo no soy así. Yo no vivo para mí mismo ni fijo mis propios estándares éticos. Por el contrario, yo persigo los más elevados estándares morales. Por lo tanto, la solución propuesta y el llamado al arrepentimiento no me corresponden». Pablo, sin embargo, les responde que hay dos razones por las que sí les corresponden.

En primer lugar, los estándares de los moralistas, si bien muy elevados, nunca pueden estar ni cerca de los estándares de Dios. Dios requiere una perfección que ni siquiera nos podemos imaginar. Es comprensible que no estemos ni cerca de lograrla. En segundo lugar, los moralistas ni siquiera pueden lograr sus propios estándares, independientemente de cuáles sean. Pablo dice: «Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo, porque tú que juzgas haces lo mismo» (Ro. 2:1).

¿Cuál es tu estándar ético? Puedes decir: «Mi estándar es el Sermón del Monte». ¿Pero vives de acuerdo con ese estándar? No lo haces, y nadie lo puede hacer. En el Sermón, Jesús dijo: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mt. 5:48), y nadie es perfecto. Quizá podrías contestar esta pregunta diciendo que tu estándar es los Diez Mandamientos. Pero tampoco los cumples. No adoras a Dios completamente. Transgredes el día de reposo. Codicias las pertenencias de otras personas. ¿Tu estándar es la Regla de Oro? Si es así, tampoco la cumples porque no siempre haces con los demás como te gustaría que ellos hicieran contigo (Mt. 7:12). Quizá tu estándar es el mínimo común denominador de las relaciones humanas: el estándar del juego limpio. ¿Logras eso? No siempre. Por lo que hasta ese estándar ético mínimo te está condenando. Resulta claro que las personas morales deben aprender de una vez por todas que les es imposible ganar el cielo. Deben admitir que ellas también necesitan la justicia de Dios.

La tercera categoría, de la que nos habla Romanos 2:17-29, es la de las personas religiosas. En el contexto de la experiencia de Pablo, estas eran los judíos, los depositarios de la ley de Dios. Ellos estaban orgullosos de su herencia. En nuestros días el equivalente sería la persona que dice: «Sí, todo lo que se ha dicho sobre los hedonistas y las personas morales es cierto. También es cierto sobre mí. Tampoco yo puedo cumplir con los estándares de Dios. Pero yo no pongo mi confianza allí. Yo soy religioso, y por lo tanto confío en Dios. He sido bautizado y confirmado. Tomo la comunión. Ofrendo para el sostén de la iglesia». Pablo responde que estas personas también necesitan del evangelio porque todas estas cosas —aunque están bien en sí mismas— son inadecuadas. No modifican para nada la situación nuestra con respecto a Dios. Lo que se necesita es la aplicación de una justicia que no es la propia, sino que proviene de Dios, seguida de una transformación interna progresiva. ¿Qué es lo que ve Dios cuando nos mira? ¿Ve obras, incluso hasta obras religiosas, que no están respaldadas por la vida divina dentro de nosotros? ¿O ve su propia justicia impartida por su propio acto soberano que ahora comienza a hacerse camino en nuestra conducta?

Consideremos la conversión de Pablo. Pablo no era un hedonista. Para nada. Era religioso y moral. Confiaba en lo que podría lograr en estas áreas para su salvación. Nos narra su experiencia en Filipenses 3:4-8. «Aunque yo tengo también de qué confiar en la carne. Si alguno piensa que tiene de qué confiar en la carne, yo más: circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo, en cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible. Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo».

Antes de encontrarse con Cristo su vida era como un estado de situación con el debe y el haber. Creía que ser salvo consistía en tener más en el debe que en el haber. ¡Y tenía bastante! Algunas cosas las había heredado, otras las había ganado. Entre los bienes heredados estaba el hecho de que Pablo había nacido en el seno de una familia judía, y había sido circuncidado al octavo día, según la ley judía. No era un prosélito, que había sido circuncidado más tarde en su vida, ni un ismaelita que era circuncidado a los trece años. Era un judío de pura cepa, nacido de padres judíos («hebreo de hebreos»).

También era un israelita, un miembro del pueblo del pacto de Dios. Además, pertenecía a la tribu de Benjamín. Cuando la guerra civil dividió a Judá del resto de Israel, después de la muerte de Salomón, Benjamín fue la única tribu que se mantuvo junto a Judá, en el sur. Las tribus del norte fueron apóstatas de la religión revelada de Dios y levantaron altares esquemáticos donde realizaban sacrificios de sangre en violación de Levítico 17. Pero Benjamín se mantuvo fiel, y Pablo pertenecía a esta tribu.

Pablo también tenía algunas ganancias propias. Con respecto a la ley era un fariseo, de todas las sectas judías la más fiel con respecto al cumplimiento de la ley. Había sido un fariseo celoso, prueba de ello era su persecución de la iglesia primitiva.

Desde el punto de vista humano todas estas cosas eran realmente valiosas. Pero llegó el día cuando Pablo vio lo que todas estas cosas representaban para el Dios de justicia. Fue el día cuando Jesús se le apareció en el camino a Damasco. Entonces comprendió que todas estas obras de justicia eran como trapos de inmundicia. Hasta ese momento había dicho: «En cuanto a la justicia que es por la ley, [soy] irreprensible». Ahora decía: «Yo soy el primero de los pecadores» (1 Ti. 1:15). Todo lo que había acumulado en el debe en realidad no tenía ningún valor. Eran todo pérdidas que lo distanciaban de Cristo. Ahora, en la columna del debe escribió: «Sólo Jesucristo».


Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice

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