En BOLETÍN SEMANAL

De aquí procedía aquel pensamiento con el que los fieles solían consolarse y animarse a tener paciencia en sus infortunios sabiendo que «el enojo de Dios no dura más que un momento, pero su favor toda la vida» (Sal. 30:6). 

¿Cómo podían ellos dar por terminadas sus aflicciones en un momento, cuando se veían afligidos toda la vida? ¿En qué contemplaban la duración de la bondad de Dios hacia ellos, cuando a duras penas podían ni siquiera gustarla? Si no hubieran levantado su pensamiento por encima de la tierra, les hubiera sido imposible hallar tal cosa; mas como alzaban sus ojos al cielo, comprendían que no es más que un momento el tiempo que los santos del Señor se ven afligidos; y, en cambio, los beneficios que han de recibir, durarán para siempre; y, al revés, entendían que la ruina de los impíos no tendría fin, aunque hubiesen sido tenidos por dichosos en un plazo de tiempo tan breve como un sueño.

Esta es la razón de aquellas expresiones suyas: «La memoria del justo será bendita; mas el nombre del impío se pudrirá» (Prov. 10:7). Y: «Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos»; «pero la memoria de los impíos perecerá» (Sal. 116:15; 34,21). Y: «Él guarda los pies de sus santos; mas los impíos perecen en las tinieblas» (1 Sam. 2:9). Todo esto nos da a entender que ellos conocieron perfectamente que, por más afligidos que los santos se vean en este mundo, no obstante, su fin será la vida y la salvación; y, al contrario, la felicidad de los impíos es un camino de placer, por el que insensiblemente se deslizan hacia una muerte perpetua. Por eso llamaban a la muerte de los incrédulos “muerte de los incircuncisos» (Ez. 28:10; 31:18), dando con ello a entender que no tenían esperanza de resurrección. Y David no pudo concebir una maldición más grave de sus enemigos, que decir: «Sean raídos del libro de los vivientes, y no sean escritos entre los justos» (Sal. 69:28).

Job sabe que su Redentor vive

 Pero, admirable sobre todas, es aquella sentencia de Job: «Yo sé que mi redentor vive, y en el último día he de resucitar de la tierra, y en mi carne veré a Dios mi salvador; esta esperanza reposa en mi corazón». 

Los que quieren hacer ostentación de ingenio arguyen sutilmente que esto no ha de entenderse de la última resurrección, sino del día, cualquiera que fuese, en el cual Job esperaba que Dios se le mostrase más benigno y amable. Aunque en parte se lo concedamos, siempre será verdad, quiéranlo o no, que Job no hubiera podido concebir tan alta esperanza si no hubiera elevado sus pensamientos por encima de la tierra. Por tanto hay que convenir en que fijó sus ojos en la inmortalidad futura, pues comprendió que, incluso en la sepultura, su Redentor había de preocuparse de él; ya que la muerte es la desesperación suprema para los que tienen su pensamiento exclusivamente en este mundo, el cual no pudo quitarle a él la esperanza, «Aunque él me matare», decía, «en él esperaré (Job 13:15).

Y si algún obstinado murmura contra esto diciendo que muy pocos pronunciaron palabras semejantes, y por lo tanto, no se puede probar que haya sido doctrina comúnmente admitida entre los judíos, a ése le responderé en el acto, que éstos con sus palabras no han querido enseñar una especie de sabiduría oculta, solamente accesible a unos cuantos espíritus excelentes y particularmente dotados, pues los que pronunciaron estas palabras fueron constituidos doctores por el Espíritu Santo, y abiertamente enseñaron la doctrina que el pueblo había de profesar. Por eso, cuando oímos oráculos tan claros del Espíritu Santo, que dan fe de la vida espiritual de la Iglesia antigua de los judíos, sería obstinación intolerable no conceder a este pueblo más que un pacto carnal, en el que no se hace mención más que de la tierra y las riquezas mundanas.

Todos los profetas meditan en la felicidad de la vida espiritual

Si desciendo a los profetas que siguieron a David, encontraría materia mucho más amplia para desarrollar este tema. Y si la victoria no nos ha resultado difícil en David, Job y Samuel, mucho más fácil resultará aquí. Porque el Señor, en la dispensación del pacto de su misericordia siempre ha procedido de suerte que cuanto más con el correr del tiempo se acercaba el día de la plena revelación, con tanta mayor claridad lo ha querido anunciar. Por eso al principio, cuando a Adán se le hizo la primera promesa de salvación, solamente se manifestaron unos ligeros destellos; luego, poco a poco fue aumentando la claridad, hasta que el sol de justicia, Jesucristo, disipando todas las nubes, ha iluminado claramente todo el mundo. No debemos, pues, temer que si queremos servirnos del testimonio de los profetas, para confirmar nuestra tesis, nos vayan a fallar.

Mas, como esta materia es tan amplia y hay tanto que decir de ella, que sería menester detenerse en la misma considerablemente más de lo que conviene a este tratado – se podría escribir un libro voluminoso sobre ello -, y como además creo que con lo dicho hasta aquí he abierto el camino a cualquier lector, por cortas que sean sus luces, para que por sí mismo pueda entenderlo, procuraré no ser prolijo innecesariamente. Solamente quiero advertir a los lectores que procuren emplear la clave que les he dado para abrirse camino; a saber, que siempre que los profetas hacen mención de la felicidad de los fieles – de la que apenas se ve un rastro en este mundo – recurran a la distinción de que los profetas, para ensalzar más la bondad de Dios la han imaginado en los beneficios terrenos, como una especie de figuras; pero, al mismo tiempo han querido con estas figuras levantar el entendimiento por encima de la tierra, más allá de los elementos de este mundo corruptible, e incitarlos a meditar por necesidad en la bienaventuranza de la vida futura y espíritual.  

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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