En BOLETÍN SEMANAL

El tipo de muerte que padeció no carece de misterio. La cruz era maldita, no sólo según el parecer de los hombres, sino también por decreto de la Ley de Dios (Dt. 21:2-23). Por tanto, cuando Jesucristo fue puesto en ella, se sometió a la maldición. Y fue necesario que así sucediese, que la maldición que nos estaba preparada por nuestros pecados, fuese transferida a Él, para que de esta manera quedáramos nosotros libres. Lo cual también había sido figurado en la Ley. Porque los sacrificios que se ofrecían por los pecados eran denominados con el mismo nombre que el pecado; queriendo dar a entender con ese nombre el Espíritu Santo que tales sacrificios recibían en sí mismos toda la maldición debida al pecado. Así pues, lo que fue representado en figura en los sacrificios de la Ley de Moisés, se cumplió realmente en Jesucristo, verdadera realidad y modelo de las figuras. Por tanto, Jesucristo, para cumplir con su oficio de Redentor ha dado su alma como sacrificio expiatorio por el pecado, como dice el profeta (Is.53:5-11), a fin de que toda la maldición que nos era debida por ser pecadores, dejara de sernos imputada, al ser transferida a Él.

Y aún más claramente lo afirma el Apóstol al decir: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Cor. 5,21). Porque el Hijo de Dios siendo purísimo y libre de todo vicio, sin embargo, ha tomado sobre si y se ha revestido de la confusión y afrenta de nuestras iniquidades, y de otra parte nos ha cubierto con su santidad y justicia. Lo mismo quiso dar a entender en otro lugar el Apóstol al decir que el pecado ha sido condenado en la carne de Jesucristo (Rom. 8:3); dando a entender con esto que Cristo al morir fue ofrecido al Padre como sacrificio expiatorio, para que conseguida la reconciliación por Él, no sintamos ya miedo y horror de la ira de Dios.

Ahora bien, claro está lo que quiere decir el profeta con aquella afirmación: «Jehová cargó sobre Él el pecado de todos nosotros» (ls.53:6); a saber, que queriendo borrar nuestras manchas, las tomó sobre sí e hizo que le fueran imputadas como si Él las hubiera cometido. La cruz, pues, en que fue crucificado fue una prueba de ello, como lo atestigua el Apóstol. ,»Cristo» ‘ dice’ «nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado de un madero), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles» (Gál.3,13; Dt.27,26). Esto tenía presente san Pedro, al decir que Cristo «llevó Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 Ped.2:24), para que por la misma señal de la maldición comprendamos más claramente que la carga con que estábamos nosotros oprimidos, fue puesta sobre sus espaldas.

Sin embargo, no hay que creer que al recibir sobre sí nuestra maldición haya perecido en ella; sino que, al contrario, al recibirla le quitó sus fuerzas, la quebrantó y la destruyó. Por tanto, la fe ve en la condenación de Cristo su absolución; y en Su maldición, su bendición. Por ello, no sin causa ensalza san Pablo tanto el triunfo de Cristo en la cruz, como si la cruz, objeto de deshonra y de infamia, se hubiera convertido en carro triunfal; porque dice que el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, la anuló, quitándola de en medio y clavándola en la cruz; y que despojó a los principados y a las potestades, exhibiéndolos públicamente (Col. 2:15). Y no debe de maravillarnos esto, porque “Cristo, mediante el Espíritu eterno se ofreció a si mismo» (Heb. 9:14); de lo cual viene tal cambio.

Mas para que todas estas cosas arraiguen bien en nuestros corazones, y permanezcan fijas en ellos, tengamos siempre ante nuestra consideración el sacrificio y la purificación. Porque no podríamos tener confianza total en que Jesucristo es nuestro rescate, nuestro precio y reconciliación, si no hubiera sido sacrificado. Por eso se menciona tantas veces en la Escritura la sangre, siempre que se refiere al modo de la redención; aunque la sangre que Jesucristo derramó no solamente nos ha servido de recompensa para ponernos en paz con Dios, sino que también ha sido como un baño para purificarnos de todas nuestras manchas.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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