En BOLETÍN SEMANAL

Los paganos no tienen virtud alguna si no es por la gracia de Dios.

Surge aquí de nuevo la misma disputa de que antes hemos tratado. Porque siempre ha habido algunos que, tomando la naturaleza por guía, han procurado durante toda su vida seguir el sendero de la virtud. Y no considero el que se puedan hallar muchas faltas en sus costumbres; pues lo cierto es que con su honestidad demostraron que en su naturaleza hubo ciertos grados de pureza. Aunque luego explicaremos más ampliamente en qué estima son tenidas estas virtudes delante de Dios, porque al tratar del valor de las obras, es necesario decir ahora lo que hace al propósito que tenemos entre manos.

Estos ejemplos parece que nos invitan a pensar que la naturaleza humana no es del todo viciosa, pues vemos que algunos por inclinación natural, no solamente hicieron obras heroicas, sino que se condujeron honestamente toda su vida. Pero hemos de advertir, que en la corrupción universal de que aquí hablamos aún queda lugar para la gracia de Dios; no para enmendar la perversión natural, sino para reprimirla y contenerla. Porque si el Señor permitiera a cada uno seguir sus apetitos a rienda suelta, no habría nadie que no demostrase con su personal experiencia que todos los vicios con que san Pablo condena a la naturaleza humana estaban en él. Pues, ¿quién podrá eximirse de no ser del número de aquéllos cuyos pies son ligeros para derramar sangre, cuyas manos están manchadas por hurtos y homicidios, sus gargantas semejantes a sepulcros abiertos, sus lenguas engañosas, sus labios emponzoñados, sus obras inútiles, malas, podridas y mortales; cuyo corazón está sin Dios, sus entrañas llenas de malicia, sus ojos al acecho para causar mal, su ánimo engreído para mofarse; en fin, todas sus facultades prestas para hacer el mal (Rom.3:10)? Si toda alma está sujeta a estos monstruosos vicios, como muy abiertamente lo atestigua el Apóstol, bien se ve lo que sucedería si el Señor soltase las riendas a los deseos del hombre, para que hiciese cuanto se le antojase. No hay fiera tan enfurecida, que a tanto desatino llegara; no hay río, por enfurecido y violento que sea, capaz de desbordarse con tal ímpetu.

El Señor cura estas enfermedades en sus escogidos del modo que luego diremos, y a los réprobos solamente los reprime tirándoles del freno para que no se desmanden, según lo que Dios sabe que conviene para la conservación del mundo. De aquí procede el que unos por vergüenza, y otros por temor de las leyes, se sientan frenados para no cometer muchos géneros de torpezas, aunque en parte no pueden disimular su inmundicia y sus perversas inclinaciones. Otros, pensando que el vivir honestamente les resulta muy provechoso, procuran como pueden llevar este género de vida. Otros, no contentos con esto, quieren ir más allá, esforzándose con cierta majestad en tener a los demás en sujeción. De esta manera Dios, con su providencia, refrena la perversidad de nuestra naturaleza para que no se desmande, pero no la purifica por dentro.

Sin el deseo de glorificar a Dios, todas sus gracias son mancilladas

Quizá diga alguno que la cuestión no está aún resuelta. Porque, o hacemos a Camilo semejante a Catalina, o tendremos que ver por fuerza en Camilo que, si la naturaleza se encamina bien, no está totalmente vacía de bondad. Confieso que las excelentes virtudes de Camilo fueron dones de Dios, y que con toda justicia, consideradas en sí mismas, son dignas de alabanza. Pero ¿de qué manera prueban que él tenía una bondad natural?

Para demostrar esto hay que volver a reflexionar sobre el corazón y argumentar así: Si un hombre natural fue dotado de tal integridad en su manera de vivir, nuestra naturaleza, evidentemente no carece de cierta facultad para apetecer el bien. Pero, ¿qué sucederá si el corazón fuera perverso y malo, que nada desea menos que seguir el bien? Ahora bien, si concedemos que él fue un hombre natural, no hay duda alguna de que su corazón fue así. Entonces, ¿qué facultad respecto al bien pondremos en la naturaleza humana, si en la mayor manifestación de integridad que conocemos resulta que siempre tiende a la corrupción? En consecuencia, así como no debemos alabar a un hombre de virtuoso, si sus vicios están encubiertos bajo capa de virtud, igualmente no hemos de atribuir a la voluntad del hombre la facultad de apetecer lo bueno, mientras permanezca estancada en su maldad.

Por lo demás, la solución más fácil y evidente de esta cuestión es decir que estas virtudes no son comunes a la naturaleza, sino gracias particulares del Señor, que las distribuye incluso a los infieles del modo y en la medida que lo tiene por conveniente. Por eso en nuestro modo corriente de hablar no dudamos en decir que uno es bien nacido, y el otro no; que éste es de bien natural, y el otro de malo. Sin embargo, no por ello excluimos a ninguno de la universal condición de la corrupción humana, sino que damos a entender la gracia particular que Dios ha concedido a uno, y de la que ha privado al otro. Queriendo Dios hacer rey a Saúl lo formó como a un hombre nuevo (1Sam. 10:6). Por esto Platón, siguiendo la fábula de Homero, dice que los hijos de los reyes son formados de una masa preciosa, para diferenciarlos del vulgo, porque Dios, queriendo mirar por el linaje humano, dota de virtudes singulares a los que constituye en dignidad; y ciertamente que de este taller han salido los excelentes gobernantes de los que las historias nos hablan. Y lo mismo se ha de decir de los que no desempeñan oficios públicos.

Mas, como quiera que cada uno, cuanto mayor era su excelencia, más se ha dejado llevar de la ambición, todas sus virtudes quedaron mancilladas y perdieron su valor ante Dios, y todo cuanto parecía digno de alabanza en los hombres profanos ha de ser tenido en nada. Además, cuando no hay deseo alguno de que Dios sea glorificado, falta lo principal de la rectitud. Es evidente que cuantos no han sido regenerados están vacíos y bien lejos de poseer este bien. No en vano se dice en Isaías, que el espíritu de temor de Dios reposará sobre Cristo (Is. 11:2). Con lo cual se quiere dar a entender, que cuantos son ajenos a Cristo están también privados de este temor, que es el principio de la sabiduría.

En cuanto a las virtudes que nos engañan con su vana apariencia, serán muy ensalzadas ante la sociedad y entre los hombres en general, pero ante el juicio de Dios no valdrán lo más mínimo para obtener con ellas la justicia.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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