En BOLETÍN SEMANAL

La objeción es: si Dios no solamente usa y se sirve de los impíos, sino que también dirige sus consejos y afectos, Él sería el autor de todos sus pecados; y, por lo tanto, los hombres son injustamente condenados, si ejecutan lo que Dios ha determinado, puesto que ellos obedecen a la voluntad de Dios. Pero ellos confunden perversamente el mandamiento de Dios con su oculta voluntad, cuando está claro por tantísimos testimonios, que hay grandísima diferencia entre ambos. Pues, aunque Dios, cuando Absalón violó a las mujeres de su padre, quiso vengar con esta afrenta el adulterio que David habla cometido (2 Sam. 16:22), sin embargo, no podemos decir que se le mandó a aquel hijo degenerado cometer adulterio, sino sólo respecto a David, que lo había bien merecido, como él mismo lo confesó a propósito de las injurias de Simei (2 Sam. 16:10). Porque al decir que Dios le había mandado que le maldijese, no alaba su obediencia, como si aquel perro rabioso hubiese obedecido al mandato de Dios, sino que reconociendo en su lengua venenosa el azote de Dios, sufre con paciencia el castigo. Debemos, pues, tener por cierto que cuando Dios ejecuta por medio de los impíos lo que en su secreto juicio ha determinado, ellos no son excusables, como si obedecieran al mandato de Dios, el cual, por lo que hace a ellos, con su apetito perverso, lo violan.

Respecto a cómo lo que los hombres hacen perversamente procede de Dios y va encaminado por su oculta providencia, hay un ejemplo notable en la elección del rey Jeroboam, en la cual la temeridad y locura del pueblo es condenada por haber trasgredido la disposición que Dios había establecido y por haberse apartado deslealmente de la casa de David. (1 Rey. 12:20); y, sin embargo, sabemos que Dios lo había hecho ungir con este propósito. Y parece que hay cierta contradicción con las palabras de Oseas, pues en un lugar dice que Jeroboam fue erigido rey sin que Dios lo supiese ni quisiese; y en otro lugar, dice que “Dios le ha constituido rey en su furor» (Os. 8:4; 13:11).

¿Cómo concordar estas dos cosas: que Jeroboam no fue constituido rey por Dios, y que el mismo Dios le constituyó rey? La solución es que el pueblo no se pudo apartar de la casa de David sin sacudir el yugo que Dios le había impuesto; y sin embargo, Dios no quedó privado de libertad para castigar de esa manera la ingratitud de Salomón. Vemos, pues, cómo, Dios sin querer la deslealtad, ha querido justamente por otro fin una revuelta. Por ello Jeroboam se ve empujado al reino sin esperarlo, por la unción del profeta. Por esta razón dice la historia sagrada que Dios suscitó un enemigo que despojase al hijo de Salomón de una parte de su reino (1 Rey. 11:23). Considere muy bien el lector estas dos cosas, a saber: que habiendo deseado Dios que todo su pueblo fuese gobernado por la mano de un solo rey, al dividirse en dos partes, esto se hizo contra su voluntad; y, sin embargo, el principio de tal disidencia procedió también de la misma voluntad de Dios. Pues que el profeta, tanto de palabra como por la unción sagrada, incitase a Jeroboam a reinar sin que él tuviese tal intención, evidentemente no sucedió sin que Dios lo supiese, ni tampoco contra su voluntad, ya que Él mismo habla mandado que así se hiciese; y, sin embargo, el pueblo es justamente condenado por rebelde, pues se apartó de la casa de David contra la voluntad de Dios.

Por esta razón la misma historia dice que Roboam menospreció orgullosamente la petición del pueblo, que pedía ser aliviado de sus cargas (1 Rey. 12) y que todo esto fue hecho por Dios, para confirmar la palabra que había pronunciado por su siervo Ahías. De esta manera la unión que Dios había establecido fue deshecha contra su voluntad, y sin embargo, Él mismo quiso que las diez tribus se apartasen del hijo de Salomón.

Añadamos otro ejemplo semejante. Cuando por consentimiento del pueblo, e incluso con su ayuda, los hijos del rey Acab fueron degollados y su linaje exterminado (2 Rey. 10:7) a propósito de esto con toda verdad dice Jehú que no ha caído en tierra nada de las palabras de Dios, sino que se había cumplido todo lo que había dicho por medio de su siervo Ellas. Y sin embargo, muy justamente reprende a los habitantes de Samaria, porque habían contribuido en ello. ¿Sois, por ventura, justos?, dice. Si yo he conjurado contra mi señor, ¿quién ha dado muerte a todos éstos?

Me parece que he demostrado con suficiente claridad cómo en un mismo acto aparece la maldad de los hombres y brilla la justicia de Dios; y las personas sencillas se sentirán siempre satisfechas con la respuesta de san Agustín: «Siendo así», dice, “que el Padre celestial ha entregado a la muerte a su Hijo, y que Cristo se ha entregado a sí mismo, y Judas ha vendido a su maestro, ¿cómo es que en este acto de entrega Dios es justo y el hombre culpable, sino porque siendo uno mismo el hecho, fue distinta la causa por la que se hizo?”. Y si alguno se siente perplejo por lo que acabamos de decir, que no hay consentimiento alguno por parte de Dios con los impíos, cuando por justo juicio de Dios son impulsados a hacer lo que no deben, acordémonos de lo que en otro lugar dice el mismo san Agustín: «¿Quién no temblará con estos juicios, cuando Dios obra aun en los corazones de los malos todo cuanto quiere, dando a cada uno según sus obras?».

Ciertamente en la traición de Judas no hay más razón para imputar a Dios la culpa de haber querido entregar a la muerte a su Hijo y de haberlo realizado efectivamente, que para atribuir a Judas la gloria de nuestra redención por haber sido ministro e instrumento de ella. Por lo cual el mismo doctor dice muy bien en otro lugar, que en este examen Dios no busca qué es lo que los hombres han podido hacer o qué es lo que han hecho, sino lo que han querido; de tal manera que la voluntad es lo que se tiene en cuenta.

Aquellos a los que pareciere esto muy duro, consideren un poco si es tolerable su desdén y mala condición, pues ellos desechan lo que es evidente por claros testimonios de la Escritura, porque supera su capacidad, y llevan a mal que se hable y se publique aquello que Dios, si no supiese que es necesario conocerlo, nunca habría mandado que lo enseñasen sus profetas y apóstoles. Pues nuestro saber no debe consistir más que en recibir con mansedumbre y docilidad, y sin excepción alguna, todo cuanto se contiene en la Sagrada Escritura. Pero los que se toman mayor libertad para calumniar, está de sobra claro que, como ellos sin reparo ni pudor alguno hablan contra Dios, no merecen más amplia refutación.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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