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La experiencia inicial del cristiano es una de gran gozo. La persona que estaba perdida en la oscuridad del pecado y en la ignorancia, ahora ha llegado a la luz de Dios. Antes estaba alejado de Dios, ahora Él le ha encontrado. Pero entonces, a medida que transcurre el tiempo, con mucha frecuencia el nuevo cristiano comienza a preguntarse si en realidad ha cambiado algo efectivamente. La persona creía que era una nueva criatura en Cristo; pero, para ser francos, sigue siendo muy igual a lo que era antes. Las mismas tentaciones están presentes; y hasta pueden ser peores. Su carácter sigue teniendo los mismos defectos que tenía con anterioridad. Hasta el gozo que llegó a sentir parece estar evaporándose. Es en ese instante que el cristiano se pregunta cómo es posible saber que Dios lo ha salvado. Puede preguntarse: «¿Cómo puedo tener la certeza que soy justificado?»

Este problema también puede afectar a los cristianos más maduros. Puede surgir como una etapa perfectamente normal en su crecimiento como creyente, o como resultado de alguna dificultad muy grande que tengan que afrontar en su vida —una enfermedad, la pérdida de su trabajo, la pérdida de un ser querido que muere o bien que recae en el pecado—. Desde el fondo de una depresión nacida de estas circunstancias, los cristianos bien pueden preguntarse si verdaderamente son hijos de Dios o si estuvieron equivocados en creer eso.

Estas preguntas son más que una fuente de preocupación. Pueden afectar la vida de un cristiano, y mucho. Como cristianos hemos sido llamados para servir a otros tanto como a Dios. ¿Cuán efectivos podemos ser en nuestro servicio a otros si nosotros no estamos seguros de nuestra propia salvación?

Antes de la Reforma, cuando Martín Lutero estaba luchando con estas preguntas, era un monje encerrado en un monasterio. Luego, una vez que supo que había sido salvado por la muerte de Cristo y que Dios lo había justificado, dejó atrás el monasterio para comenzar la Reforma. ¿Cómo podemos avanzar en algo que proviene de Dios mientras permanezcamos encerrados en el monasterio de las dudas?

Toda la primera epístola de Juan fue escrita para contestar esta pregunta. Las iglesias a las que Juan les estaba escribiendo habían recibido las enseñanzas apostólicas, pero en alguna oportunidad, antes de la composición de 1ª Juan, algunos miembros de las congregaciones se habían retirado para formar nuevas comunidades (1 Jn. 2:19), sin duda afirmando que sus creencias representaban algo mejor que lo que habían creído hasta ese momento. No se sabe mucho sobre esta situación, nada más que lo que Juan nos da a entender en su epístola. Pero posiblemente se trataba de lo que más tarde se conoció con el nombre de gnosticismo.

Los gnósticos se presentaban como «los que saben», el significado principal de la palabra gnóstico, e insistían, al mismo tiempo, en que la salvación provenía fundamentalmente por el conocimiento; o sea, por la iniciación en un conocimiento místico y supuestamente superior que ellos poseían. En las formas más comunes de gnosticismo esto implicaba que se negaba la importancia de la conducta moral. Los gnósticos eran capaces de decir que no tenían pecado, que lo que hacían no era pecado, o que podían tener comunión con Dios, aunque continuaran pecando.

Los gnósticos también creían que la materia era inherentemente mala, solamente el espíritu era bueno, y que no había forma de unir ambas cosas. Por este motivo es que negaban la importancia de la vida moral, ya que según ellos la salvación estaba en el reino del espíritu o de la mente, que era lo único bueno. También produjo una religión filosófica desligada de la historia concreta. Según los gnósticos, una Encarnación real del Hijo de Dios resultaba imposible. Si la materia es el mal, Dios nunca podría asumir un cuerpo humano sobre sí mismo. La Encarnación debería haber sido simplemente una aparición.

Aparentemente, muchos cristianos estaban confundidos con esta enseñanza. Los nuevos maestros parecían ser brillantes. ¿Estaban los gnósticos en lo cierto? ¿Había que abandonar las viejas enseñanzas? ¿Los creyentes siempre habían sido cristianos, o sus creencias eran meramente una preparación para esta forma de cristianismo más elevada y más auténtica?

Juan responde a estas preguntas; en primer lugar, con una afirmación categórica que los
cristianos pueden y deben saber que tienen vida eterna y, en segundo lugar, con la
presentación de tres pruebas prácticas para dilucidar este tema.

En su carta, Juan dice con claridad que su propósito es escribirles a los cristianos para
mostrarles cómo pueden estar seguros de que han sido regenerados. «Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna» (5:13).

Y en otros lugares dice que «por esto sabemos que estamos en él» (2:5); «Os escribo a
vosotros, hijitos, porque habéis conocido al Padre» (2:13); «Pero vosotros tenéis la unción del Espíritu Santo, y conocéis todas las cosas» (2:20); «No os he escrito como si ignoraseis la verdad, sino porque la conocéis» (2:21); «Amados, ahora somos hijos de Dios» (3:2); «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida» (3:14); «Y en esto conocemos que somos de la verdad» (3:19); «Y en esto sabemos que él permanece en nosotros» (3:24); «Hijitos, vosotros sois de Dios» (4:4); «En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros» (4:13); «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios» (5:2); «Sabemos… sabemos… sabemos…» (5:18-20).


Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice

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