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“Y dije: No me acordaré más de Él, ni hablaré más en su Nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude.” Jer. 20:9.

Aunque los milagros realizados para Israel y en medio de él crearon un glorioso centro de vida en medio del mundo pagano, no constituyeron una Sagrada Escritura; porque esta no puede ser creada si Dios no habla al hombre, incluso a Su pueblo, Israel. “Dios, que en varios momentos y en diversas formas habló en tiempos pasados a los padres mediante los profetas, nos ha hablado en estos últimos días por medio de Su Hijo” (Heb. 1:1).

Este hablar divino no está limitado a la profecía. Dios habló a otros aparte de los profetas, por ejemplo, a Eva, Caín, Agar, etc. Recibir una revelación o una visión no hace de uno un profeta, a no ser que sea acompañada de una orden para comunicar la revelación a otros. La palabra “nabi,” el término bíblico para profeta, no señala a una persona que recibe algo de Dios, sino alguien que trae algo al pueblo. Por consiguiente, es un error confinar la revelación divina al oficio profético. De hecho, se extiende a toda la raza en general; la profecía es sólo uno de sus rasgos especiales. En relación a la revelación divina en su alcance más amplio, es evidente en la Escritura que Dios habló a los hombres desde Adán hasta el último de los apóstoles. Desde el Paraíso hasta Patmos, la revelación fluye como un hilo dorado a través de cada parte de la Historia Sagrada.

Por lo general, la Escritura no trata este hablar divino metafóricamente. Hay excepciones, como por ejemplo, “Dios habló a los peces” (Jonás 2:10); “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y un día emite palabra a otro día…” (Salmo 19:2-3). Sin embargo, puede ser demostrado, en mil pasajes contra uno, que el hablar habitual del Señor no puede ser tomado en otro sentido que no sea el literal. Esto es evidente en el llamado de Dios a Samuel, que el niño confundió con el de Elí. Es evidente también de los nombres, números, y localidades que son mencionadas en este divino hablar; especialmente en los diálogos entre Dios y el hombre, como en la historia de Abraham en el conflicto de su fe en relación a la simiente prometida, y en su intercesión por Sodoma.  Y por lo tanto no podemos concordar con aquellos que tratarían de persuadirnos de que el Señor en realidad no habló; de que si se lee de tal manera, no debe ser entendido de esa manera; y que una percepción más clara muestra que “una cierta influencia de Dios afectó la vida interior de la persona mencionada. En relación con el particular carácter de la persona y las influencias de su pasado y presente, este suceso dio especial claridad a su conciencia, y forjó en él una convicción tal que, sin vacilación, declaró: ‘Como haré lo que Dios quiere, sé que el Señor me ha hablado.’”

Esta representación la rechazamos como excesivamente perniciosa y dañina para la vida de la Iglesia. La llamamos falsa, porque deshonra la verdad de Dios; y rehusamos tolerar una teología que comienza desde tales premisas. Aniquila la autoridad de la Escritura. A pesar de ser elogiada por el ala ética, es excesivamente antiética, en la medida en que se opone directamente a la, claramente expresada, verdad de la Palabra de Dios. Más aun, este hablar divino, cuyo registro ofrece la Escritura, debe ser entendido como verdadero hablar. ¿Y qué es hablar? Hablar presupone que una persona tiene un pensamiento que desea transmitir directamente a la conciencia de otro sin la intervención de una tercera persona o de escritura o de gesto. Por consiguiente, cuando Dios habla al hombre hay tres implicaciones:

Primero, que Dios tiene un pensamiento que desea comunicar al hombre.

Segundo, que Él ejecuta Su plan de forma directa.

Tercero, que la persona receptora del mensaje ahora posee el pensamiento divino con este resultado, que es consciente de la misma idea que un momento atrás sólo existía en Dios.

Toda explicación que haga total justicia a estos tres puntos, estaremos de acuerdo; todas las demás las rechazamos. Con respecto a la pregunta de si el hablar es posible sin sonido, respondemos: “No, no entre los hombres.”

Ciertamente el Señor puede hablar y ha hablado en ocasiones por medio de vibraciones de aire; pero Él puede hablar al hombre sin el empleo de sonido u oído. Como hombres, tenemos acceso a nuestras mutuas conciencias sólo por medio de los órganos sensoriales. No podemos comunicarnos con nuestro prójimo si él no escucha, ve o siente nuestro tacto. El desafortunado que carece de estos sentidos no puede recibir la más mínima información desde el exterior. Pero el Señor nuestro Dios no está limitado en este aspecto. Tiene acceso al corazón y a la conciencia del hombre desde dentro. Puede impartir a nuestras conciencias lo que desee de forma directa, sin el uso de tímpano, nervio auditivo ni vibración del aire. Aunque un hombre sea totalmente sordo, Dios lo puede hacer oír, hablando internamente a su alma.

Sin embargo, para lograr esto Dios debe condescender a nuestras limitaciones. Porque la conciencia está sujeta a las condiciones mentales del mundo en que vive. Un negro, por ejemplo, no puede tener otra conciencia que aquella desarrollada por su entorno y adquirida por su lenguaje. Hablando con un forastero no familiarizado con nuestra lengua, debemos adaptarnos a sus limitaciones y dirigirnos a él en su propio idioma. Por consiguiente, para hacerse inteligible al hombre, Dios debe vestir Sus pensamientos en lenguaje humano y de esta forma transmitirlos a la conciencia humana.

A la persona referida le debe parecer, por lo tanto, como si se le hubiera hablado de forma normal. Recibió la impresión que escuchó palabras del idioma humano transmitiéndole pensamientos divinos. Por consiguiente, el hablar divino siempre se adapta a las capacidades de la persona a quien se dirige. Dado que en condescendencia el Señor Se adapta a la conciencia de todo hombre, Su hablar asume la forma peculiar a la condición de cada hombre. ¡Qué diferencia, por ejemplo, entre la palabra de Dios a Caín y aquella a Ezequiel! Esto explica cómo Dios pudo mencionar nombres, fechas, y diversos otros detalles; cómo podía hacer uso del dialecto de cierto período; de la derivación de palabras, como en el cambio de nombre, como en el caso de Abraham y Sara.

Esto muestra también que el hablar de Dios no está limitado a personas devotas y susceptibles preparadas para recibir una revelación. Adán estaba totalmente no preparado, escondiéndose de la presencia de Dios. Y también lo estuvieron Caín y Balaam. Incluso Jeremías dijo: “No hablaré más en Su nombre. Pero Su palabra estaba en mi corazón como un fuego ardiente, encerrado en mis huesos: traté de sufrirlo, pero no pude” (cap. 20:9). Por consiguiente, la omnipotencia divina es ilimitada. El Señor puede impartir la sabiduría de Su voluntad a quien le plazca. La pregunta de por qué no ha hablado durante XVIII Siglos no debe ser respondida argumentando “Porque ha perdido el poder”; sino, “Porque no le pareció bien.” Habiendo ya hablado y habiendo traído en la Escritura Su palabra a nuestras almas, Él está silencioso ahora para que podamos honrar la Escritura.  Sin embargo, se debe notar que en este divino hablar desde el Paraíso hasta Patmos hay un cierto orden, unidad, y regularidad; por eso añadimos:

Primero, el hablar divino no estaba confinado a individuos, sino que teniendo un mensaje para todos los pueblos, Dios habló a través de Sus profetas elegidos. Que Dios puede hablar a una nación completa a la vez queda demostrado por los eventos de Sinaí. Pero no siempre le complació hacer esto. Por el contrario, Él nunca les habló de esa forma después, pero introdujo la profecía en su lugar. Por consiguiente, la misión particular del profeta es recibir las palabras de Dios e inmediatamente comunicarlas al pueblo. Dios habla a Abraham lo que es sólo para Abraham; pero a Joel, Amos, etc., les habla no un mensaje para ellos mismos, sino para otros a quienes debía ser transmitido. En relación a esto notamos el hecho de que el profeta no está solo; está en relación con una clase de hombres entre quienes su mente fue gradualmente preparada para hablar al pueblo, y recibir el Oráculo divino. Porque la particular característica de la profecía era la condición de éxtasis, que difería enormemente de la forma en que Dios habló a Moisés.

Segundo, estas revelaciones divinas están mutuamente relacionadas y, tomadas en su conjunto, constituyen un todo. Primeramente está la fundación, luego la superestructura, hasta que finalmente el ilustre palacio de la divina verdad y sabiduría es completado. La revelación como un todo muestra, por tanto, un glorioso plan dentro del cual se introducen perfectamente las revelaciones especiales para individuos.

Tercero, el hablar del Señor, especialmente la palabra interior, es particularmente la obra del Espíritu Santo, que, como hemos descubierto antes, aparece más sorprendentemente cuando Dios entra en contacto más cercano con la criatura. Y la conciencia es la parte más íntima del ser del hombre. Por lo tanto, tan a menudo como el Señor nuestro Dios entra a la conciencia humana para comunicar Sus pensamientos, vestidos como pensamientos y hablar humano, la Escritura y el creyente honran y adoran, en ese sentido, la reconfortante operación del Espíritu Santo.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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