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“El oído que oye, y el ojo que ve, ambas cosas igualmente ha hecho Dios.”—Proverbios 20:12 Este testimonio del Espíritu Santo contiene todo el misterio de la Regeneración.

Una persona no regenerada es sorda y ciega; no sólo como el tronco o el bloque de piedra sino peor. Porque ni el tronco ni el bloque es corrupto o ruin, pero una persona no regenerada está completamente muerta y presa de la más temible disolución.

Esta confesión, rígida, inflexible y absoluta, debe ser el punto de partida en nuestra discusión, o bien fallaremos en entender los alcances de la regeneración. Esta es la razón por la cual toda herejía que ha permitido de una u otra forma que el hombre tenga parte—generalmente la parte más grande—en la obra de la redención, siempre se ha comenzado cuestionando la naturaleza del pecado. “Indudablemente,” dicen ellos “el pecado es muy malo”—un mal horrible y abominable, pero seguramente hay algún remanente de bien en el hombre. Ese hombre noble, virtuoso y simpático no puede estar muerto en transgresiones y en pecado. Eso puede ser cierto en algunos villanos o bribones detrás de las rejas, o en ladrones o asesinos, pero en realidad no puede aplicarse a nuestras honorables mujeres y caballeros, a nuestras bellas niñas, lozanos niños y atractivos hijos. Estos no son proclives a odiar a Dios y a sus vecinos, sino que están dispuestos con todo su corazón a amar a todos los hombres y a rendir a Dios la reverencia que le es debida.

Por consiguiente, ¡adiós a toda ambigüedad en esta materia! Este método de suavizar las verdades amargas, ahora tan en boga entre la gente afable, no lo podemos avalar. Nuestra confesión es y siempre será que por su naturaleza el hombre está muerto por trasgresiones y pecado, que yace bajo la maldición, maduro para el justo juicio de Dios y todavía en maduración para una eterna condenación. Seguramente su ser como hombre está intacto por lo cual protestamos contra esa representación que dice que el pecador está en este aspecto como el tronco o el bloque. ¡No! Como hombre él es incomparable; su ser está intacto, pero su naturaleza es corrupta y en esa naturaleza corrupta él esta muerto.

Lo comparamos con el cuerpo de una persona que ha muerto de una enfermedad ordinaria. Tal cuerpo retiene intactas todas las partes del cuerpo humano. Está el ojo con sus músculos y el oído con sus órganos de audición. En el examen post-mortem, su corazón, el bazo, el hígado y los riñones, todos parecen perfectamente normales. Un cuerpo muerto puede aparecer a veces tan natural que uno se ve tentado a decir: “no está muerto, sino durmiendo,” y sin embargo, a pesar de lo perfecto y natural, su naturaleza está corrompida con la corrupción de la muerte. Lo mismo es verdad con el pecador. Su ser permanece intacto y completo conteniendo todo lo que constituye un hombre, pero su naturaleza está corrompida, tan corrompida que está muerto, no sólo aparentemente, sino completamente muerto, muerto en todas las variantes que pueden ser establecidas con el termino “muerto.”

Por tanto, sin la regeneración, el pecador es completamente inútil. ¿Qué sentido tiene una oreja sino es para oír, un ojo sino para ver? Por eso el Espíritu Santo testifica “El oído que oye, y el ojo que ve, ambas cosas igualmente ha hecho Dios.” Y como en el mundo de las cosas espirituales las orejas sordas y los ojos ciegos no avalan nada, la Iglesia de Cristo confiesa que toda operación de la gracia salvadora debe ser precedida con el avivamiento del pecador, abriendo sus ojos ciegos y desbloqueando sus oídos sordos; en resumen, por la implantación de la facultad de fe. Y como aquel hombre que, sentado en la oscuridad, puede ver tan pronto como se le abren sus ojos, así nosotros, sin hacer nada, respiramos y somos trasladados del reino de la oscuridad al Reino de la luz. “Trasladados” no denota aquí un ir exactamente, ni “ser trasladado” significa un cambio de lugar, sino simplemente que la vida entra a la muerte, de igual modo que aquel que estaba ciego ahora puede ver.

Este extraordinario acto de regeneración puede ser examinado en dos clases de personas: en el infante y en el adulto.

La manera más segura de examinarlo es en el infante: no porque la obra de la gracia sea diferente en un infante de lo que es en un adulto, puesto que es de igual forma en todas las personas favorecidas de este modo; pero para la observación consciente en un adulto, las obras de regeneración están tan mezcladas con aquellas de la conversión, que se hace difícil distinguir entre las dos.

Pero esta dificultad no existe en el caso del niño inconsciente, como por ejemplo en Juan, el hijo de Zacarías y Elizabeth. Dicho infante no tiene conciencia, como para crear confusión. El tema se da de una forma pura y sin mezcla. Con ello estamos capacitados para distinguir entre la regeneración y conversión en un adulto. Es evidente que en caso de un infante como Juan, que todavía no ha nacido, no puede haber más que mera pasividad—es decir, el niño sobrellevó algo, pero él mismo no hizo nada. Algo se le hizo a él y en él, pero no por él; y toda idea de cooperación queda absolutamente excluida.

Por tanto, en la regeneración el hombre no es ni el trabajador ni co- trabajador, sino meramente el objeto a forjar; el único trabajador en esta materia es Dios. Por esta misma razón, ya que Dios es el único Trabajador de la regeneración, debe entenderse completamente que su trabajo no comienza sólo con esta regeneración.

¡No! Mientras que el pecador esta todavía muerto en trasgresiones y pecados, antes de que la obra de Dios haya comenzado, él ya es un elegido, justificado y santificado, adoptado como hijo de Dios y glorificado. Esto es lo que llenó a San Pablo de éxtasis y alegría cuando dijo: “A los que antes conoció, también los predestinó para que fueran hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a estos también llamó, y a los que llamó, a estos también justificó, y a los que justificó, a estos también glorificó.” (Romanos 8:29-30) Y esto no es recitar lo que ocurrió en el regenerado, sino la feliz suma de todas las cosas que Dios efectuó por nosotros antes de que existiéramos. Por tanto, nuestra elección, preordenación, justificación y glorificación preceden al nuevo nacimiento. Es cierto que cuando la regeneración debió efectuarse en nosotros, las cosas llevadas a cabo fuera de nuestra consciencia, debieron ser reveladas a nuestra conciencia de la fe; pero en lo concerniente a Dios, todas las cosas estaban listas y preparadas. El pecador muerto, a quien Dios regenera, es ya para la divina conciencia un niño amado, elegido, justificado y adoptado. Dios sólo aviva a Sus amados hijos.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham

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