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“Oh Jehová. . . más fuerte fuiste que yo, y me venciste.” Jer. 20:7

La comprensión de la Obra del Espíritu Santo en la Escritura requiere que distingamos la preparación y la formación que fue el resultado de la preparación. Trataremos estas dos cosas separadamente.

El Espíritu Santo se preparó para la Escritura por las operaciones que, desde el Paraíso hasta Patmos, sobrenaturalmente, aprehendieron la vida pecaminosa de este mundo, y de esta forma levantó a hombres creyentes que formaron la Iglesia en desarrollo.

Esto parece muy necio si consideramos a la Escritura un mero libro de papel, un objeto inerte, si escuchamos hablar a Dios desde allí directo al alma. Cortada de la vida divina, la Escritura es infructuosa, una letra que mata. Pero cuando nos damos cuenta que irradia el amor y misericordia de Dios en una forma tal que transforma nuestra vida y se dirige a nuestra conciencia, vemos que la revelación sobrenatural de la vida de Dios debe preceder a la radiación.

La revelación de las tiernas misericordias de Dios debe preceder a su centelleo en la conciencia humana. Primero, la revelación del misterio de Santidad; luego, su radiación en la Sagrada Escritura, y de ahí al corazón de la Iglesia de Dios, es la forma natural y ordenada. Para este propósito, el Espíritu Santo primero eligió personas, luego unas pocas familias, y finalmente una nación entera, para ser la esfera de Sus actividades; y en cada etapa Él empezaba Su obra con el Verbo, siempre con la Palabra de Salvación seguida por los Hechos de Salvación.

Comenzó Su obra en el Paraíso. Después de la caída, la muerte y la condenación reinaron sobre la primera pareja, y en ella sepultaron la raza. Si el Espíritu los hubiera dejado solos, con el germen de la muerte siempre desarrollándose en ellos, ninguna esperanza hubiera surgido para la raza humana.

Pero el Espíritu Santo introduce Su obra al comienzo del desarrollo de la raza. El primer germen del misterio de la Santidad ya estaba implantado en Adán, y la primera palabra madre, de la cual nacería la Sagrada Escritura, fue suspirada a su oído.

La palabra fue seguida por el acto. La palabra de Dios no vuelve vacía; no es un sonido, sino un poder. Es una reja de arado labrando el alma. Detrás de la palabra está el poder impulsor del Espíritu Santo, y así se vuelve efectivo, y cambia completamente las condiciones. Lo vemos en Adán y Eva; especialmente en Enoc; y “Por fe Abel alcanzó testimonio de que era justo.” Después de estas operaciones en las personas comienza el trabajo del Espíritu en las familias, en parte en Noé, mayormente en Abraham.

El juicio del diluvio había cambiado completamente las relaciones anteriores, había causado el surgimiento de una nueva generación, y quizás había cambiado las relaciones físicas entre la tierra y su atmósfera. Y entonces, por primera vez, el Espíritu Santo comienza a trabajar en la familia. Nuestro ritual de Bautismo apunta enfáticamente a Noé y a los ocho salvados, que a menudo ha sido una piedra de tropiezo a una no-espiritualidad irreflexiva. Y sin embargo lo hace innecesariamente, porque al apuntar hacia Noé nuestros padres quisieron indicar, en esa plegaria sacramental, que no es el bautismo de individuos, sino del pueblo de Dios, es decir, de la Iglesia y su semilla. Y dado que la salvación de familias emerge primero en la historia de Noé y su familia después del diluvio, era perfectamente correcto apuntar a la salvación de Noé y su familia como la primera revelación de Dios respecto a la salvación para nosotros y nuestra semilla.

Pero el trabajo del Espíritu Santo en la familia de Noé es sólo preliminar. Noé y sus hijos aún pertenecen al viejo mundo. Formaron una transición. Después de Noé la línea sagrada desaparece, y desde Sem a Taré el trabajo del Espíritu Santo permanece invisible. Pero con Taré aparece en la más clara luz; porque ahora Abraham sale, no con sus hijos, sino solo. El hijo prometido aún descansaba en la mano de Dios. Y no lo pudo engendrar excepto por la fe; de manera que Dios pudiera auténticamente decir, “Soy el Dios Todopoderoso,” es decir, un Dios “que levanta los muertos y llama a las cosas que no son como si fueran.” Por consiguiente, la familia de Abraham, en un sentido literal, es casi el producto del trabajo del Espíritu Santo en lo referente a que no hay nada en su vida sin fe.

El producto del arte en la historia de Abraham no es la imagen de un pío pastor-rey o patriarca virtuoso, sino el maravilloso trabajo del Espíritu Santo operando en un anciano—que repetidamente “da coces contra los aguijones,” que produce su propio corazón donde vemos sólo incredulidad—construyendo en él una fe constante e inamovible, llevando esa fe en conexión directa con su vida familiar. Abraham es llamado “el Padre de los creyentes,” no en un sentido superficial de una conexión espiritual entre nuestra fe y la historia de Abraham, sino porque la fe de Abraham estaba entrelazada con el hecho del nacimiento de Isaac, a quien obtuvo por fe, y de quien le fue dada una simiente como las estrellas en el cielo y como la arena del mar. Desde la persona, la obra del Espíritu Santo pasa a la familia, y de ahí a la nación. De esa forma Israel recibió su ser.

Fue Israel, es decir, no una de las naciones, sino un pueblo recién creado, añadido a las naciones, recibidos entre ellas, perpetuamente diferente de todas las otras naciones en origen y significado. Y este pueblo es también nacido de la fe. Con este fin Dios lo arroja a la muerte: en Moriah; en la huida de Jacob; en las angustias de José, y en los temores de Moisés; junto a los fieros hornos de Pitón y Ramsés; cuando los lactantes de los hebreos flotaron en el Nilo. Y de esta muerte es la fe que salva y libera una y otra vez, y por lo tanto, el Espíritu Santo que continúa Su gloriosa obra en la generación y regeneración de este pueblo venidero. Después que nace este pueblo es nuevamente arrojado a la muerte: primero, en el desierto; luego, durante el tiempo de los jueces; finalmente, en el Exilio. Sin embargo, no puede morir, porque lleva en su vientre la esperanza de la promesa. No importa cuán mutilado, plagado, y diezmado, se multiplica una y otra vez; porque la promesa del Señor no falla, y a pesar de vergonzosos retrocesos y apostasía, Israel manifiesta la gloria de un pueblo nacido, que vive y muere por fe.

Por lo tanto, la obra del Espíritu Santo pasa por estas tres etapas: Abel, Abraham, Moisés; el individuo, la familia, la nación. En cada una de estas tres el trabajo del Espíritu Santo es visible, en la medida que todo es forjado por la fe. ¿No es la fe forjada por el Espíritu Santo? Muy bien; por fe Abel obtuvo buen testimonio; por fe Abraham recibió al hijo de la promesa; y por fe Israel pasó a través del Mar Rojo.

¿Y cuál es la relación entre vida y la palabra de vida durante estas tres etapas? ¿Es, de acuerdo a las representaciones vigentes, primero vida, y luego, la palabra fluyendo como una muestra de la vida consciente?

Evidentemente la historia demuestra completamente lo contrario. En el Paraíso la palabra precede y la vida viene después. A Abraham en Ur de los Caldeos, primero la palabra; “Salid de vuestra tierra, y os bendeciré, y en ti serán bendecidas todas las familias de la tierra.” En el caso de Moisés es primero la palabra en la zarza ardiente y luego la travesía por el Mar Rojo. Esta es la forma determinada por el Señor. Primero habla, luego obra. O mejor dicho, Él habla, y al hablar aviva. Estos dos están en la más cercana conexión. No es como si la palabra causara la vida; porque el Eterno y Trino Dios es la única Causa, Fuente, y Manantial de vida. Pero la palabra es el instrumento mediante el cual Él desea completar Su obra en nuestros corazones.

No podemos detenernos aquí para considerar la obra del Padre y del Hijo, ya sea que precedió o que vino después de aquella del Espíritu Santo, y con la cual está entrelazada. De los milagros hablamos sólo porque descubrimos en ellos un doble trabajo del Espíritu Santo. La ejecución del milagro es del Padre y del Hijo, y no tanto del Espíritu Santo. Pero tan a menudo como complacía a Dios usar a hombres como instrumentos en la ejecución de milagros, es la obra especial del Espíritu el prepararlos poniendo fe en sus corazones. Moisés golpeando la roca no creía, pero imaginó que al golpear él mismo podría producir agua de la roca; lo cual sólo Dios puede hacer. Para el que cree, da lo mismo si habla o golpea la roca. Palo o lengua no pueden afectarlo en lo más mínimo. El poder procede sólo de Dios. De ahí la grandeza del pecado de Moisés. Pensó que él iba a ser el obrero, y no Dios. Y esta es obra del pecado en el pueblo de Dios.

Por consiguiente vemos que cuando Moisés arrojó su vara, cuando maldijo el Nilo, cuando Elías y otros hombres de Dios forjaron milagros, no hicieron nada, sólo creyeron. Y en virtud de su fe se transformaron para los observadores en los intérpretes del testimonio de Dios, mostrándoles las obras de Dios y no las suyas propias. Esto es lo que exclamó San Pedro: “¿Por qué nos miráis a nosotros como si con nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a este hombre?” (Hechos 3:12).

Forjar esta fe en los corazones de los hombres que habrían de ejecutar estos milagros fue la primera labor del Espíritu Santo. Su segunda labor fue avivar la fe en los corazones de aquellos sobre quienes debía ejecutarse el milagro. De Cristo está escrito que en Capernaúm no pudo efectuar muchas obras poderosas debido a la incredulidad de ellos; y leemos repetidamente: “Vuestra fe os ha salvado” (Mat. 9:22; Marcos 5:34; Marcos 10:52; Lucas 8:48; Lucas 17:19).

Pero el milagro por sí solo no tiene ningún poder para convencer. El no creyente comienza por negarlo. Lo explica por causas naturales. No quiere ni puede ver la mano de Dios en él. Y cuando es tan convincente que no puede negarlo, dice: “Es del diablo.” Pero no reconocerá el poder de Dios. Por lo tanto, para hacer efectivo el milagro, el Espíritu Santo debe también abrir los ojos de aquellos que son testigos de él para ver el poder de Dios allí contenido. Toda la lectura de los milagros en nuestra Biblia es infructuosa a no ser que el Espíritu Santo abra nuestros ojos, y entonces los veamos vivir, escuchemos su testimonio, experimentemos su poder, y glorifiquemos a Dios por Sus poderosas obras.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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