En BOLETÍN SEMANAL

Dejando a un lado la controversia sobre meras palabras, comenzaré a tratar el meollo mismo de la cuestión. Así pues, por «persona» entiendo una subsistencia en la esencia de Dios, la cual, comparada a con las otras, se distingue por una propiedad incomunicable. Por «subsistencia» entiendo algo distinto de «esencia». Porque si el Verbo fuese simplemente Dios, san Juan se hubiese expresado mal al decir que estuvo siempre con Dios (Jn. 1:1). Cuando luego dice que Él mismo es Dios, entiende esto de la esencia única. Pero como quiera que el Verbo no pudo estar en Dios sin que residiese en el Padre, de aquí se deduce la subsistencia de que hablamos, la cual, aunque esté ligada indisolublemente con la esencia y de ninguna manera se pueda separar de ella, sin embargo tiene una nota especial por la que se diferencia de la misma.

Y digo también que cada una de estas tres subsistencias, comparada con las otras, se diferencia de ellas con una distinción de propiedad. Ahora bien, aquí hay que subrayar expresamente la palabra «relacionar» o «comparar», porque al hacer simple mención de Dios, y sin determinar nada especial, lo mismo conviene al Hijo, y al Espíritu Santo que al Padre; pero cuando se compara al Padre con el Hijo, cada uno se diferencia del otro por su propiedad.

En tercer lugar, todo lo que es propio de cada uno de ellos es algo que no se puede comunicar a los demás; pues nada de lo que se atribuye al Padre como nota específica suya puede pertenecer al Hijo, ni serle atribuido. Y no me desagrada la definición de Tertuliano con tal de que se entienda bien: que la Trinidad de Personas es una disposición en Dios o un orden que no cambia nada en la unidad de la esencial.

  Divinidad del Verbo

Pero antes de pasar adelante, probemos la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo; después veremos cómo se diferencian entre sí. Cuando la Escritura hace mención del Verbo de Dios, sería absurdo imaginarse una voz que solamente se articulase y desapareciese, o que se echa al aire fuera del mismo Dios, como fueron todas las profecías y revelaciones que los patriarcas antiguos tuvieron. Más bien este vocablo «Verbo» significa la sabiduría que perpetuamente reside en Dios, de la cual todas las revelaciones y profecías procedieron. Porque los profetas del Antiguo Testamento no hablaron menos por el Espíritu Santo, como lo atestigua san Pedro (1 Ped. 1:11), que los apóstoles y los que después de ellos enseñaron la doctrina de la salvación. Pero como Cristo aún no se había manifestado, es necesario entender que este Verbo fue engendrado del Padre antes de todos los siglos. Y si aquel Espíritu, cuyos instrumentos fueron los profetas, es el Espíritu del Verbo, de aquí concluimos infaliblemente que el Verbo de Dios es verdadero Dios. Y esto lo atestigua bien claramente Moisés, en la creación del mundo, poniendo siempre por delante el Verbo. Porque, ¿con qué fin habla expresamente que Dios al crear cada cosa decía: Hágase esto o lo otro, sino para que la gloria de Dios, que es algo insondable, resplandeciese en su imagen?

A los burladores y habladores les sería fácil una escapatoria, diciendo que esta palabra en este lugar no quiere decir sino mandamiento o precepto. Pero los apóstoles exponen mucho mejor este pasaje; dicen ellos, en efecto, que el mundo fué creado por el Hijo (Heb. 1:2) y que sostiene todas las cosas con su poderosa Palabra, en lo cual vemos que la Palabra o Verbo significa la voluntad y el mandato del Hijo, el cual es eterno y esencial Verbo de Dios. Asimismo, lo que dice Salomón no encierra oscuridad alguna para cualquier hombre desapasionado y modesto, al presentarnos a la sabiduría engendrada de Dios antes de los siglos (Prov.8:22) y que presidía en la creación de todas las cosas y en todo cuanto ha hecho Dios. Porque imaginarse un mandato de Dios temporal sería cosa desatinada y frívola, ya que Dios quiso entonces manifestar su eterno y firme consejo, e incluso algo más oculto. Lo cual se confirma también por lo que dice Jesucristo: «Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo» (Jn. 5,17). Porque al afirmar que desde el principio del mundo Él ha obrado juntamente con su Padre, declara más por extenso lo que Moisés había expuesto, brevemente. Así pues, vemos que Dios ha hablado de tal manera en la creación de las cosas, que el Verbo no estuvo nunca ocioso, sino que también obró, y que de esta manera la obra es común a ambos.

Pero con mucha mayor claridad que todos habló san Juan, cuando atestigua que aquel Verbo, el cual desde el principio estaba con Dios, era juntamente con el Padre la causa de todas las cosas (Jn. 1:3). Porque él atribuye al Verbo una esencia sólida y permanente, y aun le señala cierta particularidad y bien claramente muestra cómo Dios hablando ha sido el creador del mundo. Y así como todas las revelaciones que proceden de Dios se dice con toda razón que son su Palabra, de la misma manera es necesario que su Palabra sustancial, que es la fuente de todas las revelaciones, sea puesta en el supremo lugar; y sostener que jamás está sujeta a ninguna mutación, sino que perpetuamente permanece en Dios en un mismo ser, y ella misma es Dios.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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