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Y señales abajo en la tierra” —Hch. 2:19.
Veamos ahora las señales que acompañaron al derramamiento del Espíritu Santo —el sonido de un viento apresurado y poderoso; lenguas de fuego; y el hablar en otras lenguas— las que constituyen la cuarta dificultad con que nos encontramos en la investigación de los sucesos de Pentecostés .

Estas señales no son meramente simbólicas. Al menos el hablar en otras lenguas aparece como parte del relato. Un símbolo pretende representar o indicar algo, o llamar la atención hacia ese algo, por lo que puede ser omitido sin afectar al asunto en sí. Un símbolo es como una señal vial en el camino: se puede retirar sin afectar el camino. Si las señales de Pentecostés fueron puramente simbólicas, el evento habría sido el mismo sin ellas; sin embargo, la ausencia de la señal de otras lenguas habría modificado completamente el carácter de la historia posterior.

Esto justifica la teoría de que las dos señales precedentes fueron además partes componentes del milagro. Fortalece la teoría el hecho de que ninguna de ellas es una señal apropiada; pues un símbolo debe hablar. La señal vial que deja al viajero en la duda sobre la dirección que debe tomar, no constituye ninguna señal vial. Teniendo en cuenta el hecho de que durante dieciocho siglos los teólogos han sido incapaces de determinar, con algún grado de certeza, el significado de los llamados símbolos; debe reconocerse que es difícil creer que los apóstoles o la multitud captaran su significado de forma simultánea y en un mismo sentido. El punto demuestra lo contrario. Ellos no entendieron las señales. Las personas dentro de la multitud, confundidas y perplejas, se dijeron unas a otras: “¿Qué quiere decir esto?” Y cuando Pedro se levantó como apóstol para interpretar el milagro, aclarado su entendimiento por el Espíritu Santo, no hizo ningún esfuerzo para vincular significado simbólico alguno a las señales, sino que simplemente declaró que había ocurrido un acontecimiento mediante el cual la profecía de Joel se había cumplido.

¿Entonces el acontecimiento de Pentecostés extrajo todo lo que contenía la profecía de Joel? De ninguna manera, pues el sol no se convirtió en tinieblas, ni la luna en sangre, y no se dice nada respecto de los sueños de los ancianos. Tampoco podría; el sorprendente día que se agoten esta y tantas otras profecías, llegar hasta el regreso del Señor. Lo que el santo apóstol quiso decir en realidad fue que, a través de este acontecimiento, el día del regreso del Señor se había acercado de manera importante. El derramamiento del Espíritu Santo es uno de los grandes hechos que promete la llegada de ese día grande y notable. Sin él, ese día no puede llegar. Cuando nos encontremos mirando hacia atrás desde el cielo, el día de Pentecostés se nos aparecerá como el último gran milagro que ocurrió en forma inmediatamente anterior al día del Señor. Y como aquel día será acompañado de señales terribles, tal como lo fue el día de preparación de Pentecostés, el apóstol los une y los hace aparecer como uno, mostrando que en la profecía de Joel, Dios apunta a ambos acontecimientos. Si fuera cierto que las señales que acompañarán el regreso del Señor—sangre, fuego y vapor de humo—no serán simbólicas, sino más bien, elementos constitutivos de la última parte de la historia del mundo, es decir, su último holocausto; entonces es seguro que Pedro no entendió las señales de Pentecostés como simbólicas.

Tampoco puede ser contemplada la explicación aún más insatisfactoria, respecto de que estas señales estuvieron destinadas sólo a atraer y mantener la atención de la multitud.

Los sentidos de la vista y el oído son los medios más eficaces mediante los cuales el mundo exterior puede actuar sobre nuestra conciencia. Con el fin de lograr repentinamente estimular y emocionar a una persona, sólo se necesita asustarla por medio de una explosión o mediante el destello de una luz deslumbrante. Actuando de acuerdo a esto, algunos de los primeros metodistas solían disparar pistolas en sus reuniones de avivamiento, con la esperanza de que la detonación y el fogonazo crearan el estado mental que se deseaba producir. La emoción posterior de la gente la haría más susceptible a la operación del Espíritu Santo. Los experimentos del Ejército de Salvación son similares. Según este concepto, las señales de Pentecostés tuvieron un carácter similar. Algunos suponen que los discípulos, aún hombres inconversos, se encontraban en el día de Pentecostés sentados todos juntos en la cámara alta. A fin de hacerlos sensibles al fluir del Espíritu Santo, ellos debían ser estimulados por un ruido y un disparo. Debía parecer como si una violenta tormenta hubiera estallado sobre la ciudad, entonces destellos de relámpagos y truenos serían vistos y oídos. Y cuando la multitud estuviera ya sobresaltada y aterrorizada, entonces reinaría la condición deseada para recibir al Espíritu Santo, y el derramamiento podría llevarse a cabo. Pero tales extravagancias sólo dañaban los delicados sentidos de los hijos de Dios, siendo además casi un sacrilegio comparar las señales de Pentecostés al fogonazo de una pistola.
Por lo tanto, sólo queda una explicación posible, es decir, considerar las señales de Pentecostés como elementos verdaderos y reales del evento; enlaces indispensables en la cadena de acontecimientos.

Cuando un buque entra en el puerto, se puede ver la espuma debajo de la proa y escuchar las aguas al estrellarse contra los costados de ella. Cuando un caballo corre por la calle, se oye el ruido de sus cascos contra el pavimento y se ven las nubes de polvo que se levantan. Pero, ¿quién diría que estas cosas que se han visto y oído son simbólicas? Ellas, necesariamente, pertenecen a aquellas acciones y son parte de ellas, y a la vez, es imposible que ocurran sin ellas. Por lo tanto, no creemos que las señales de Pentecostés hayan sido simbólicas, o destinadas a crear una sensación, sino que pertenecían inseparablemente al derramamiento del Espíritu Santo, y fueron causadas por él. El derramamiento no podía ocurrir sin generar estas señales. Cuando el torrente montañoso se precipita por las laderas empinadas de las rocas, debemos oír el sonido de las aguas, debemos ver el rocío que vuela; de la misma manera, cuando el Espíritu Santo desciende de las montañas de la santidad de Dios, debe oírse el sonido de un apresurado y poderoso viento, y verse un brillo glorioso, y el hablar en lenguas extrañas debe seguirle.

Esto bastará para explicar el significado que le hemos dado. No es que neguemos que estas señales también tuvieran un significado para la multitud. El ruido de los cascos del caballo advierte a los viajeros en el camino. Y aceptamos que el propósito de las señales fue comprendido en la perplejidad y el desconcierto que ellas causaron en los corazones de aquellos que se encontraban presentes. Pero aun así, mantenemos que incluso en ausencia de la multitud y su desconcierto, el sonido de un impetuoso y fuerte viento se habría oído y las lenguas de fuego se habrían visto. Tal como los cascos del caballo provocan que el suelo vibre aun cuando no haya ningún viajero a la vista, así el Espíritu Santo no podría descender sin ese sonido y ese resplandor, aun cuando ni un solo judío pudiera encontrarse en toda Jerusalén.

Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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