En BOLETÍN SEMANAL

Debemos advertir que el Nombre de Cristo se extiende a tres oficios: Profeta, Sacerdote y Rey. Porque es bien sabido que tanto los profetas, como los sacerdotes y los reyes, bajo la Ley eran ungidos con aceite sagrado, dedicado para esto. De aquí que al Mediador prometido se le haya dado el Nombre de Mesías, que quiere decir «ungido». Y aunque admito que fue así llamado especialmente por razón de su Reino, sin embargo también la unción profética y sacerdotal conservan su valor y no se deben menospreciar.

La profecía de Jesucristo pertenece a todo su cuerpo. De la unción profética se hace expresa mención en Isaías con estas palabras: «El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de cárcel” (Is. 61, l). Vemos, pues, que fue ungido por el Espíritu Santo para ser mensajero y testigo de la gracia del Padre; y no como quiera y de la manera ordinaria y común que los otros, pues se le diferenció de todos los demás maestros, que tenían el mismo oficio y encargo.

Conviene notar aquí otra vez que no recibió la unción para sí, a fin de que enseñara, sino para todo su cuerpo, a fin de que resplandeciese a través de la predicación del Evangelio la virtud del Espíritu Santo.

Cristo ha puesto fin a todas las profecías. Queda, pues, por cierto que con la perfección de su doctrina ha puesto fin a todas las profecías; de tal manera que todo el que no satisfecho con el Evangelio pretende añadir algo, anula su autoridad. Porque la voz que desde el cielo dijo: «Este es mi Hijo amado; a él oíd» (M0, 17; 17,5), lo elevó con un privilegio singular por encima de todos los demás. De la Cabeza se derramó esta unción sobre sus miembros, como lo había profetizado Joel: «y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas» (JI. 2,28).

Respecto a la afirmación de san Pablo, que Jesucristo nos ha sido dado «por sabiduría» (1 Cor. 1:30), y en otro lugar, que en Él «están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y conocimiento» (Col. 2:3), su sentido es un poco diverso del argumento que al presente tratamos; a saber, que fuera de Él no hay nada que valga la pena conocer, y que cuantos comprenden mediante la fe cómo es Él, tienen el conocimiento de la inmensidad de los bienes celestiales. Por ello el Apóstol escribe en otro lugar acerca de sí mismo: “me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado» (1 Cor. 2:2): porque no es lícito ir más allá de la simplicidad del Evangelio. Y la misma dignidad profética que hay en Cristo tiende a que sepamos que todos los elementos de la perfecta sabiduría se encierran en la suma de doctrina que nos ha enseñado.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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