​​​Era el 31 de Octubre del año de nuestro Señor de 1517, cuando un monje agustino llamado Martín Lutero, clavó en la puerta de la Iglesia del Castillo de Wittenberg, Alemania, sus 95 tesis,  donde ponía en evidencia las corrupciones de la Iglesia de Roma respecto a las enseñanzas de las Sagradas Escrituras y la falsedad que estaba predicándose, ya que se apartaba al pueblo del único camino, que es Cristo, a cambio de supersticiones, falsas doctrinas, engaños interesados  y tradiciones humanas.
Era la víspera del día de todos los santificados [en inglés All Hallows Day, de ahí el término Halloween]. La Iglesia de Wittenberg tenía una colección de más de 19.000 reliquias, incluidos 13 trozos del pesebre, 2 briznas de heno, y 3 cabellos de María. En el Día de todos los santos, la gente solía reunirse para contemplar y venerar esas reliquias con el fin de disminuir el tiempo que deberían pasar en el Purgatorio en 100 días por cada una de ellas.

​La maquinaria de la Iglesia de Roma utilizaba los medios de propaganda a su alcance para amedrentar a los católicos a fin de que hicieran sus donaciones en un cofre preparado a tal efecto y obtuvieran sus indulgencias.

Con esta cruel artimaña, se engañaba a la gente que se veía mas que obligada a depositar su dinero para que el alma de su ser querido saliera de ese lugar de tormento. El propósito de tal desatino era la construcción de la Basílica de San Pedro en la Ciudad del Vaticano, una ingeniosa obra de arte que resultaba muy costosa y que precisaba de recursos extraordinarios para ser acabada.  Este método resultó sumamente oportuno.   El enviado papal, un monje llamado Tetzel vendió indulgencias para reunir el dinero con el que pagar ese proyecto, con el sello de aprobación del Papa León X.

Las Noventa y cinco tesis de Lutero eran una protesta contra esta práctica.   Durante cientos de años, la Palabra de Dios había sido apartada por completo y alejada del pueblo llano.   El escrito de las “Noventa y cinco tesis de Lutero” fue la chispa que Dios utilizó para encender un fuego que llegó a conocerse como la Reforma Protestante.

A causa del valor que demostró Lutero para enfrentarse a toda la maquinaria de su época, teniendo mucho que perder y poco que ganar, millones de personas oirían, y muchos creerían, las verdaderas buenas nuevas de la Palabra de Dios: que Dios perdona a pecadores solo por su gracia y no por las obras que ellos puedan hacer, y que el único camino para entrar en el reino de los cielos es Cristo, quien justifica al impío.

Este paso de enfrentamiento de la verdad frente a la falsedad,  tuvo tales repercusiones que el mundo occidental en el que vivimos hoy, con avances en las artes, en las ciencias y en las letras,  es fruto de aquella chispa que inició Lutero, consolidó y sacó a la luz Calvino, y proclamaron el resto de los reformadores, dando inicio al gran desarrollo que conocemos en los países protestantes y del cual se ha beneficiado el resto del mundo.  Para observar bien su impacto, solo tenemos que comparar los países de tradición católica o pagana, con los países de tradición protestante, y veremos la enorme diferencia que existe en todas las áreas.

Nos cuenta el pastor Sugel Michelen en sus exposiciones sobre historia de la reforma:

A pesar de que varios factores se conjugaron para dar inicio a la Reforma Protestante, el factor detonante fue la venta de indulgencias, que en la época de Lutero había alcanzado proporciones alarmantes.

Según la teología de la Iglesia Católica Romana, por medio del bautismo la persona experimenta la regeneración espiritual, con el perdón total de los pecados y de toda la pena merecida por ellos. Pero una vez la persona es bautizada, los pecados que comete a partir de ese momento adquieren una malicia especial pues, como señala el ex – sacerdote Francisco Lacueva, “ya no es un enemigo el que peca, sino un amigo y un hijo, redimido por la sangre de Jesús, lo cual equivale a pisotear la Cruz de Cristo y caer en el estado anterior a la salvación”.

Así que, a pesar de que en el sacramento de la penitencia se perdona la culpa y la pena eterna debida a los pecados “mortales”, aún permanece, dice Roma, la pena temporal por los pecados ya perdonados. Y ¿cómo puede ser expiada esa pena temporal? Uno de los medios, dice Roma, es a través de las indulgencias.

En The Catholic Encyclopedia se define indulgencia como “la remisión del castigo temporal a causa del pecado, la culpa del cual ha sido perdonada”. Esa remisión es posible en virtud del llamado “tesoro de méritos y satisfacciones de Cristo, de María y de los santos”, del cual el Papa es el administrador soberano. De acuerdo con esta doctrina, los santos tienen un superávit de méritos, suficientes para ellos y para otros; haciendo uso de ese superávit se puede cancelar algunos o todos los castigos que el pecado merece.

Aunque Tomás de Aquino enfatizó el hecho de que las indulgencias no constituían en sí mismas el perdón de los pecados, sino que implicaban únicamente la remisión de las penas eclesiásticas y los tormentos del purgatorio, los predicadores de indulgencias no siempre daban tantas explicaciones. En 1477 el Papa Sixto IV confirmó que las indulgencias podían aplicarse también a los difuntos.

Como la guerra contra los turcos y la construcción de la Basílica de San Pedro requerían de una enorme cantidad de dinero, en los días del Papa León X la Iglesia recurrió a una gran venta de indulgencias, concediendo exclusividad en el Imperio Germánico a los dominicos.

Y es así como en Octubre de 1517 llegan estos vendedores a Wittemberg, concediendo indulgencias hasta por pecados que no habían sido aún cometidos. De estos vendedores, uno de los más destacados fue Juan Tetzel. El perdón de los pecados no es un tema incidental en el evangelio de Cristo. La esencia de este mensaje es que Dios ofrece a los pecadores de pura gracia el perdón de todos sus pecados por medio de la fe en nuestro Señor Jesucristo en base a Su vida perfecta, Su muerte expiatoria y Su resurrección. El evangelio es un mensaje de perdón y reconciliación. Cualquier distorsión en ese aspecto del mensaje corrompe el corazón del evangelio. Y eso fue precisamente lo que ocurrió en el siglo XVI con la escandalosa venta de indulgencias.

En palabras simples, la indulgencia pretende ser una especie de cheque certificado, emitido por el Papa, por el que cancela algunos o todos los castigos temporales que merecen los pecados, al adjudicar al beneficiario una cantidad de méritos del superávit acumulado por los santos.

Según Roma, el Papa es el administrador soberano de este depósito sagrado, autoridad de la que se valió el Papa León X para proclamar una gran venta de indulgencias en los años 1514 y 1516 tomando como pretexto inicialmente la guerra contra los turcos y luego la terminación de la basílica de San Pedro.

Para esos fines comisionó en Alemania al príncipe elector Alberto de Maguncia, Arzobispo de Magdeburgo, quien fue autorizado para recibir la mitad de la recaudación de la venta de indulgencias, mientras enviaba la otra mitad a las arcas pontificias. Éste había pedido prestado 30.000 florines a los Fúcar, banqueros de Augsburgo, para poder comprar el nombramiento de arzobispo, por lo que estaba sumamente endeudado.

El instrumento principal usado por Alberto para ese singular negocio fue Johan Tetzel, fraile de la orden de los dominicos, hombre astuto y muy persuasivo.

“Las indulgencias – decía él – son la dádiva más preciosa y más sublime de Dios… Venid, oyentes, y yo os daré bulas por las cuales se os perdonarán hasta los mismos pecados que tuvieseis intención de cometer en el futuro… Pero hay más; las indulgencias no sólo salvan a los vivos, sino también a los muertos… Escuchad a vuestros parientes y amigos difuntos que os gritan del fondo del abismo: ‘¡Estamos sufriendo un horrible martirio! Una limosna nos libraría de él; vosotros podéis y no queréis darla’. En el mismo instante en que la pieza de moneda resuena en el fondo de la caja, el alma sale del purgatorio”.

Fue este escandaloso tráfico de perdón lo que movió a Lutero a escribir sus 95 tesis…  Tan pronto Lutero clavó sus famosas “95 Tesis” en la puerta de la Iglesia del Castillo en Wittemberg, criticando la venta de indulgencias, éstas causaron un gran revuelo; en quince días se propagaron por toda Alemania, y en menos de un mes fueron conocidas por una gran parte de la cristiandad en Europa, donde muchos las recibieron con gozo.

El conocido humanista Erasmo de Rotterdam envió una carta a Lutero en la que le decía, entre otras cosas: “No puedo describir la emoción, la verdadera y dramática sensación que provocan”. Y cuando, un poco más tarde el elector de Sajonia le preguntó su opinión sobre Lutero, le respondió con una sonrisa: “No me extraña que haya causado tanto ruido, porque ha cometido dos faltas imperdonables: haber atacado la tiara del papa y el vientre de los frailes”.

Aún en la misma Roma las tesis no fueron recibidas tan mal como pudiera pensarse. Cuando el censor del vaticano, Silvestre Prierias, aconsejó al papa León X que lo declarase un hereje, el papa replicó: “Este hermano, Martín Lutero, tiene un gran ingenio, y todo lo que se dice contra él no es más que envidia de frailes”. Un historiador señala el hecho de que en un principio León X evaluó las tesis como literato más que como papa.

Por supuesto, no todos reaccionaron bien. Tetzel, cuya venta de indulgencias había disminuido considerablemente, escribió una carta llena de acusaciones contra Lutero. Lo mismo hicieron otros, aconsejando incluso que fuese condenado y quemado como un hereje. Así las cosas, el papa envió una carta a Gabriel de la Volta, general de los Agustinos en Alemania, pidiéndole que pusiese fin a esta controversia y que reprendiese a Lutero. Se propuso entonces una reunión que se llevó a cabo del 21 al 26 de abril de 1518 en Heidelberg.

Allí se le dio la oportunidad de presentar una defensa de sus tesis, para cuyo fin Lutero preparó 28 propuestas que llamó “Paradojas”, apoyándose en la Biblia y en las enseñanzas de Agustín de Hipona. En vez de condenar a Lutero, la impresión que causó en Heidelberg fue muy favorable. Martin Bucero, representante de la orden de los Dominicos, escribió: “Lutero posee una gracia muy especial para responder a las preguntas que se le hacen, y también una inalterable paciencia para escuchar… y como ya dijo Erasmo, habla con libertad y sin pretensiones”. Poco a poco Lutero fue ganando simpatizantes que vieron en él un estudioso de las Escrituras y no simplemente un revoltoso.

Entre 1519 y 1521 tres sucesos relevantes prepararon el escenario para la separación final entre Lutero y la Iglesia Católica Romana: su debate con Juan Eck en la ciudad de Leipzig en julio de 1519; la publicación de sus obras “Carta abierta a la nobleza cristiana” y “La Cautividad Babilónica”, ambos en 1520; y la respuesta de Roma en dos bulas papales que le condenaban como hereje y le excomulgaban de la Iglesia.

Eso implicaba que todos los fieles católicos debían evitarlo y que los poderes seculares debían desterrarlo de sus dominios o enviarlo preso a Roma para enfrentar la temida Inquisición. Pero por extraño que parezca, nada de eso ocurrió. Lutero continuó enseñando en Wittemberg y atendiendo al resto de sus obligaciones bajo la protección de Federico el Sabio, quien estaba convencido de que no era un hereje.

Así las cosas, el recién elegido emperador Carlos V propuso celebrar una Dieta en la ciudad alemana de Worms en enero de 1521. A instancias del Papa el caso Lutero fue incluido en la agenda, quien tuvo que comparecer ante el emperador y ante 6 electores, 28 duques, 11 marqueses, 30 obispos, 200 príncipes y unas 5.000 personas más para ser juzgado.

Lutero pensó que tendría la oportunidad de defenderse, pero para sorpresa suya sólo se le permitió responder dos preguntas: si los escritos que estaban sobre una mesa eran suyos y si se retractaba de todos ellos. A la primera respondió que sí, pero pidió tiempo para responder la segunda.

Al comparecer de nuevo ante la Dieta al día siguiente, Lutero manifestó su disposición a retractarse de sus escritos si le mostraban con la Escritura dónde había errado; pero se le dijo que no estaban allí para refutar nada, sino para saber si se retractaba o no.

Lutero entonces respondió: “Puesto que su Majestad imperial y sus altezas piden de mí una respuesta sencilla, clara y precisa, voy a darla tal que no tenga ni dientes ni cuernos, de este modo: El Papa y los Concilios han caído muchas veces en el error y en muchas contradicciones consigo mismos. Por lo tanto, si no me convencen con testimonios sacados de la Sagrada Escritura, o con razones evidentes y claras, de manera que quede convencido y mi conciencia sujeta a esta Palabra de Dios, yo no quiero ni puedo retractarme de nada, por no ser bueno ni digno de un cristiano obrar contra lo que dicta su conciencia. Heme aquí; no puedo hacer otra cosa; que Dios me ayude. Amén.”

Así selló Lutero su separación final de Roma.

© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo.

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