En BOLETÍN SEMANAL

¡Con qué seguridad debemos recibir una doctrina sellada y confirmada con la sangre de tantas personas santas! Ellos, después de admitirla, no dudaron en morir por ella sin temor alguno y aun con gran alegría; y nosotros, habiéndonos sido dada con tales garantías, ¿podremos no recibirla con una convicción cierta y firme? No es, pues, una aprobación cualquiera la que tiene la Escritura, puesto que ha sido sellada y confirmada con la sangre de tantos mártires, principalmente si consideramos que no sufrieron la muerte para dar testimonio de su fe por una especie de furia y frenesí (como suelen hacer algunas veces ciertos espíritus fanáticos), sino por celo de Dios, no desatinado sino sobrio, firme y constante.

Hay también muchas otras razones, y de no pocos quilates, por las cuales, no solamente se puede comprobar la dignidad y majestad de la Escritura en el corazón de las personas piadosas, sino también defenderla valientemente contra la astucia de los calumniadores. Ellas, sin embargo, no son por sí solas suficientes para que se les dé el crédito debido, hasta que el Padre Celestial, manifestando su divinidad las redima de toda duda y haga que se les dé crédito. Así pues, la Escritura nos satisfará y servirá de conocimiento para conseguir la salvación, sólo cuando su certeza se funde en la persuasión del Espíritu Santo, los testimonios humanos que sirven para confirmarla, dejarán de ser vanos cuando sigan a este supremo y admirable testimonio, como ayuda y causas segundas que corroboren nuestra debilidad. Pero obran imprudentemente los que quieren probar a los infieles, con argumentos, que la Escritura es Palabra de Dios, porque esto no se puede entender sino por fe. Por eso san Agustín, con mucha razón dice que el temor de Dios y la paz de la conciencia deben preceder, para que el hombre entienda algo de misterios tan elevados.

Contra los que exaltan al Espíritu en detrimento de la Palabra

Ahora bien, los que desechando la Escritura se imaginan no sé qué camino para llegar a Dios, no deben ser tenidos por hombres equivocados, sino más bien por gente llena de furor y desatino. De ellos ha surgido hace poco cierta gente de mal carácter que, con gran orgullo, jactándose de enseñar en nombre del Espíritu, desprecian la Escritura y se burlan de la sencillez de los que aún siguen la letra muerta y homicida, como ellos dicen. Mas yo querría que me dijeran quién es ese espíritu, cuya inspiración les arrebata tan alto, que se atreven a menospreciar la Escritura como cosa de niños y demasiado vulgar. Porque si responden que es el Espíritu de Cristo el fundamento de su seguridad, es bien ridículo, porque supongo que estarán de acuerdo en que los apóstoles de Jesucristo y, los otros fieles de la Iglesia primitiva estuvieron inspirados precisamente por el Espíritu de Cristo.

Ahora bien, ninguno de ellos aprendió de Él a menospreciar la Palabra de Dios, sino, al contrario, la tuvieron en gran veneración, como sus escritos dan testimonio inequívoco de ello. De hecho, así lo había profetizado Isaías, pues cuando dice (Is. 59:21) «El Espíritu mío, que está sobre tí, y mis palabras que puse en tu boca, no faltarán de tu boca, ni de la boca de tu simiente, ni de la boca de la simiente de tu simiente, dijo Jehová, desde ahora y para siempre”, no se dirige con esto al pueblo antiguo para enseñarle como a los niños el A B C, sino más bien dice que el bien y la felicidad mayores que podemos desear en el Reino de Cristo es ser regidos por la Palabra de Dios y por su Espíritu. De donde deducimos que estos falsarios, con su detestable sacrilegio separan estas dos cosas, que el profeta unió con un lazo inviolable. Añádase a esto el ejemplo de san Pablo, el cual, a pesar de haber sido arrebatado hasta el tercer cielo, no descuida el sacar provecho de la Ley y de los Profetas; e igualmente exhorta a Timoteo, aunque era excelente y admirable doctor, a que se entregue a la lectura de la Escritura (1 Tim.4:13). Y es digna de perpetua memoria la alabanza con la que ensalza la Escritura, diciendo que es útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia» (2 Tim. 3:16). ¿No es, pues, un furor diabólico decir que el uso de la Escritura es temporal y caduco viendo que, según el testimonio mismo del Espíritu Santo, ella guía a los hijos de Dios a la cumbre de la perfección?

También querría que me respondiesen a otra cosa, a saber: si ellos han recibido un Espíritu distinto del que el Señor prometió a sus discípulos. Por muy exasperados que estén no creo que llegue a tanto su desvarío que se atrevan a jactarse de esto. Ahora bien, cuando Él lo prometió, ¿cómo dijo que había de ser su Espíritu? Tal, que no hablaría por sí mismo, sino que sugeriría e inspiraría en el ánimo de los apóstoles lo que Él con su palabra les había enseñado (Jn. 16:13). Por tanto no es cometido del Espíritu Santo que Cristo prometió inventar revelaciones nuevas y nunca oídas ni formar un nuevo género de doctrina, con la cual apartarnos de la enseñanza del Evangelio, después de haberla ya admitido; sino que le compete al Espíritu de Cristo sellar y fortalecer en nuestros corazones aquella misma doctrina que el Evangelio nos enseña.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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