​Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.

La Biblia nos enseña que el amor de Dios es infinito. Esto no es lo mismo que decir que el amor de Dios es un gran amor; la diferencia está en que nunca se puede agotar. No es posible gastarlo, ni comprenderlo completamente. Pablo expresa esta idea cuando ora por aquellos a quienes les escribe para que «seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios» (Ef 3:18-19). Desde un punto de vista lógico, estas palabras parecen una contradicción; la oración de Pablo es que los cristianos puedan conocer lo que no puede ser conocido. Es la manera que Pablo utiliza para resaltar el hecho que él desea que entren más profundamente en el conocimiento del infinito amor de Dios.

¿Cómo podemos comprender el infinito amor de Dios? Podemos conocerlo, pero sólo en parte. Hemos sido tocados por ese amor, pero su plenitud nos trasciende —del mismo modo que el universo infinito escapa al ojo humano inquisidor.

Hay un himno que ha expresado este aspecto del amor de Dios en un lenguaje memorable. Fue escrito por F M. Lehman, pero la última estrofa, y quizá la mejor, fue agregada después que se encontró escrita en las paredes de un asilo. Posiblemente por un hombre que aunque estaba demente había llegado a conocer el amor de Dios.

¡Oh amor de Dios! Su inmensidad
, el hombre no podría contar,

Ni comprender la gran verdad
Que Dios al hombre pudo amar.

Cuando el pecado entró al hogar  De Adán y Eva en Edén,

Dios les sacó, mas prometió 
Un salvador también.

¡Oh amor de Dios! Brotando está, ¡Inmensurable, eternal

Por las edades durará,
Inagotable raudal.

Si fuera tinta todo el mar,
Y todo el cielo un gran papel, 
Y cada hombre un escritor,  Y cada hoja un pincel,

para escribir, de su existir no bastarían jamas
Él me salvó y me lavó y me da el cielo además

Y cuando el mundo pasará, con cada trama y plan carnal
y todo reino caerá, con cada trono mundanal
El gran amor del Redentor, por siempre durará
La gran canción de salvación su pueblo entonará 


Este es el Himno de todo aquel que ha llegado a conocer el infinito amor de Dios en Jesucristo.

 
Dios también nos dice que su amor es un amor entrega. Esto es el corazón de Juan 3:16. «Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito». La naturaleza del amor de Dios es la entrega, y cuando nos entrega algo no es una baratija sino lo mejor. En su libro The Four Loves («Los cuatro amores»), C. S. Lewis diferencia dos clases de amor, el amor-regalo y el amor-necesidad, y señala que el amor-regalo es lo que caracteriza a Dios el Padre. «El amor divino es amor-regalo. El Padre le da todo lo que tiene al Hijo. El Hijo se entrega al Padre, y se entrega al mundo, y por el mundo al Padre, y de ese modo (en él) el mundo vuelve al Padre también». Esto se puede apreciar claramente en el regalo de Jesús para nuestra salvación.

Hay dos sentidos en los que podemos ver el amor-regalo del Padre en la muerte de Jesús. Primero, Jesús es lo mejor que Dios tenía para dar, no hay nada que pueda compararse al Hijo de Dios. Segundo, al dar a Jesús, Dios se estaba dando a sí mismo, y no hay nada que uno pueda dar que sea mayor que eso.

Un ministro cierta vez estaba hablando con una pareja que estaba atravesando algunas dificultades en su matrimonio. Había mucha amargura y pesar, unidas a una falta de comprensión. En determinado momento el esposo, exasperado, le dijo a su mujer: «Te he dado todo», le dijo. «Te he dado una casa nueva. Te he dado un automóvil nuevo y toda la ropa que puedes ponerte. Te he dado…». Y la lista continuaba. Cuando había terminado, su mujer dijo con tristeza: «Todo lo que dices es cierto, Juan. Me has dado todo, menos a ti».

El regalo más grande que alguien puede hacer es darse a sí mismo; fuera de ese regalo todos los demás regalos resultan relativamente insignificantes. Dios se dio a sí mismo en Jesús.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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