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Vamos a considerar tres doctrinas cruciales relacionadas con el término “redención”.

La primera doctrina es la del estado original del hombre, que era sin pecado. En ese estado el primer hombre y la primera mujer eran libres, con la libertad propia de unos seres creados. Estaban en comunión con Dios. La redención implica que uno debe ser comprado nuevamente para disfrutar ese estado que había disfrutado con anterioridad. En este punto, por supuesto, el cristianismo va en contra de la corriente de pensamiento sobre el hombre en la actualidad: que el hombre paulatinamente se está perfeccionando. Según la creencia contemporánea popular, la culpa no existe. Por el contrario, la raza humana debería ser alabada y es en realidad su propia salvadora. Por eso es que esta creencia es tan popular. Según la perspectiva bíblica, que gira en torno a la palabra redención y otras similares, en realidad somos seres caídos, hemos caído de nuestro estado original y por lo tanto somos culpables y necesitamos un Salvador. En realidad, nuestra culpa es tan enorme y tan profunda ha sido nuestra caída que sólo Dios puede salvarnos.

La segunda doctrina relacionada con la redención es la propia caída, como ya hemos mencionado. Existe un paralelismo entre la manera en que una persona podía convertirse en esclavo en la antigüedad y la forma en la que la Biblia nos dice que una persona queda sujeta al pecado. En el mundo de la antigüedad, una persona podía convertirse en esclavo de tres maneras:

– Primero, podía haber nacido en esclavitud. Es decir, si su padre o su madre eran esclavos, esa persona también era un esclavo.
– Segundo, la persona podía ser hecho un esclavo a causa de una conquista. Si en una guerra una ciudad o un Estado conquistaban a otra ciudad u otro Estado, los habitantes derrotados eran llevados cautivos.
– Tercero, una persona podía convertirse en esclava por causa de una deuda. Si esa persona debía más de lo que podía pagar, cabía la posibilidad que esa persona fuese vendida como esclava para poder saldar la deuda.

Estas maneras de caer en la esclavitud se corresponden con las distintas maneras en que la Biblia habla sobre el pecado como teniendo control sobre una persona. En la antigüedad, uno podía haber nacido esclavo. David escribió: «He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre» (Sal. 51:5). David no quiere decir que su madre estuviera viviendo en pecado cuando lo concibió o que hubiera algo pecaminoso o malo con el acto mismo de la concepción. Lo que significa es que nunca hubo en su existencia un momento cuando estuviera libre del pecado y que había heredado la naturaleza pecaminosa de sus padres, del mismo modo que ellos la habían heredado antes de los suyos.

Ya vimos como alguien podía convertirse en esclavo mediante una conquista, y la Biblia nos habla del pecado que gobierna a las personas. David escribió acerca de «las soberbias» y oró pidiendo que no se «enseñoreen» de él (Sal. 19:13).

La otra posibilidad, que era la de convertirse en esclavo por causa de una deuda, está sugerida en Romanos 6:23, que dice que «la paga del pecado» es la muerte. Esta expresión no significa que el pecado es premiado, excepto en un sentido irónico. Significa que el pecado es una deuda y que sólo la muerte del pecador puede saldar la cuenta.

Estas ideas de un estado perfecto y original y la consecuente Caída son importantes para el concepto de la redención, pero no constituyen todavía la idea central. Esta la hallamos en la tercera doctrina clave relacionada con la redención. Si bien hemos caído en una esclavitud desesperada por causa del pecado y estamos bajo el dominio de un cruel tirano, Cristo, sin embargo, muriendo en el lugar de el culpable, ha comprado nuestra libertad del pecado. Ha pagado el precio para que podamos ser dejados en libertad.

Quizá la más grande ilustración bíblica sobre la salvación (y lo que significa la redención en particular) sea la historia de Oseas. Oseas fue un profeta menor —menor con respecto a la extensión de sus profecías, pero no con respecto a su importancia— cuyos escritos se basan en la historia de su matrimonio.

Desde el punto de vista humano, su matrimonio fue desgraciado, porque su esposa le fue infiel. Pero desde el punto de vista de Dios fue un matrimonio especial. Dios le dijo a Oseas que eso iba a pasar en su matrimonio pero que sin embargo tenía que seguir adelante porque Dios quería proveer una ilustración de su amor. Dios amaba al pueblo que había tomado para sí mismo aunque este pueblo le fuera infiel y cometiera adulterio espiritual con el mundo y sus valores. El matrimonio debía ser como un espectáculo en un teatro. Oseas estaba desempeñando el papel de Dios. Su esposa estaba haciendo el papel de Israel que era infiel. Ella sería infiel, pero cuanto más infiel fuera, más la amaría Oseas. Esta es la manera como Dios nos ama aun cuando hemos huido de Él y lo deshonramos. Oseas describe su comisión diciendo: «El principio de la palabra de Jehová por medio de Oseas. Dijo Jehová a Oseas: Ve, tómate una mujer fornicaria, e hijos de fornicación; porque la tierra fornica apartándose de Jehová. Fue, pues, y tomó a Gomer hija de Dibaim, la cual concibió y le dio a luz un hijo» (Os 1:2-3).

Hay lecciones significativas en las primeras etapas de este drama —en el nombre de los hijos que nacieron de Oseas y Gomer y en el cuidado de Oseas hacia su mujer después que ella lo había dejado— pero el climax se da cuando Gomer es hecha esclava, posiblemente por causa de las deudas. Oseas debe librarla, como una demostración de la manera en que el Dios fiel ama y salva a su pueblo. Los esclavos eran vendidos desnudos en la antigüedad y esto debe haber sido también cierto en el caso de Gomer cuando fue expuesta en la subasta de esa ciudad. Aparentemente había sido una mujer hermosa. Todavía era hermosa a pesar de su estado caído. Cuando comenzaron las ofertas, estas eran altas, mientras los hombres de la ciudad ofrecían comprar el cuerpo de la esclava. «Doce piezas de plata», dijo uno. «Trece», dijo Oseas. «Catorce». «Quince», dijo Oseas. Los postores que ofrecían menos se habían retirado. Pero alguien agregó: «Quince piezas de plata y un homer de cebada». «Quince piezas de plata y un homer y medio de cebada», dijo Oseas. El rematador debe haber recorrido con su mirada el público y no recibiendo otra oferta dijo: «Vendida a Oseas por quince piezas de plata y un homer y medio de cebada». Ahora Oseas era dueño de su esposa. Podría haberla matado si hubiere querido. La podría haber humillado delante de todos de la manera que él hubiere elegido. Pero en lugar de hacer eso, la vistió, y la condujo dentro de la multitud, y le demandó su amor prometiéndole al mismo tiempo que él la amaría.

Así es como lo narra: «Me dijo otra vez Jehová: Ve, ama a una mujer amada de su compañero, aunque adúltera, como el amor de Jehová para con los hijos de Israel, los cuales miran a dioses ajenos, y aman tortas de pasas. La compré entonces para mí por quince siclos de plata y un homer y medio de cebada. Y le dije: Tú serás mía durante muchos días; no fornicarás, ni tomarás otro varón lo mismo haré yo contigo» (Os 3:1-3).

Oseas estaba en todo su derecho de demandarle lo que antes ella no le había dado, pero junto con la demanda él también promete amarla. La enseñanza de esta historia es que Dios ama a todo; los que son verdaderamente sus hijos espirituales. Esto es lo que significa la redención: comprar la libertad de la esclavitud. Si entendemos la historia de Oseas, entendemos que nosotros somos los esclavos en la subasta pública del pecado.

Fuimos creados para tener una comunión íntima con Dios y para la libertad, pero nuestra infidelidad nos ha deshonrado. Primero, hemos flirteado y luego hemos cometido adulterio con el mundo pecador y sus valores. El mundo también ha ofertado por nuestra alma, ofreciendo sexo, dinero, fama, poder y tantas otras cosas en las que trafica. Pero Jesús nuestro esposo fiel y amante, participó de este remate y nos compró. Ofreció su propia sangre. No hay oferta mayor que esa. Y fuimos hechos suyos. Nos volvió a vestir, no con los harapos sucios de nuestra vieja injusticia, sino con vestidos nuevos de justicia.

Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice

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