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Ahora presentamos el segundo argumento del apóstol para subrayar su exhortación, el cual proviene de la gloriosa victoria que sobrevuela al creyente en la lucha y que seguramente lo coronará al final. La frase es breve pero contundente: “Y habiendo acabado todo, estad firmes”.

El Cielo no se gana con buenas palabras ni valiente profesión, sino “habiéndolo hecho todo”. El sacrificio sin obediencia es un sacrilegio. Es vana la religión de aquel cuya profesión no conlleva testimonios de una vida santa. El cristiano que lo hace se mantendrá firme, mientras que el que alardea caerá. Los jactanciosos roban a Dios aquello que Él más aprecia.

Un magnífico capitán golpeó en cierta ocasión a uno de sus soldados por denostar al enemigo, diciéndole que sus órdenes no eran de gritar e insultar, sino de luchar contra dicho enemigo y matarlo. No basta con denostar al diablo en oración y conversación: hay que actuar y mortificarlo para agradar a Dios.

¿Es tan poca cosa reclamar ser hijo del Rey del Cielo que crees poder obtenerlo sin una prueba real de tu celo por Dios y tu odio al pecado? “No siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace” (Stg. 1:25). Observa que no dice por lo que hace, sino en lo que hace. Encontrará la bendición al andar en obediencia. El hipócrita desilusiona a los que, viendo las hojas de su árbol, esperan frutos sin encontrarlos. Al final se desilusionará él mismo. Espera llegar al Cielo, pero lo perderá.

Observa también que la misericordia de Dios para con sus hijos es tan grande que él acepta de buen grado los pobres esfuerzos de ellos por agradarle, siempre que estos se unan a la sincera perseverancia. Cuando el corazón está bien, Dios acepta las obras como si se hicieran en plena obediencia. Por eso se dice que los cristianos lo han “hecho todo”. ¿Quién no serviría a un Dios así? A veces los siervos se quejan de que sus amos son tan irrazonables que nunca se les puede complacer, ni con los mejores esfuerzos. Esta crítica nunca se levantará contra Dios. Haz lo mejor que puedas y Dios te perdonará lo peor. David conocía la indulgencia del Señor, cuando dijo: “Entonces no sería yo avergonzado, cuando atendiese a todos tus mandamientos” (Sal. 119:6). El corazón que trabaja siempre para acercarse más a la plena obediencia de la voluntad de Dios nunca será avergonzado.

En esta corta frase de “habiéndolo hecho todo, estad firmes”, se hallan cuatro doctrinas distintas, pertenecientes a los siguientes temas: la necesidad de perseverar, la necesidad de la armadura divina para hacerlo, la certeza de perseverar y vencer estando armado, y el resultado prometido de la perseverancia.

  1. La necesidad de perseverar

La perseverancia es la marca del verdadero soldado de Cristo. “Habiéndolo hecho todo” incluye el conflicto con la muerte. No lo hemos hecho todo hasta terminar esta batalla campal. La palabra perseverar significa “zanjar un asunto, llevarlo a su justo término”. No seas un cristiano a medias, sino íntegro. Merece el nombre de santo no el que se entretiene en el campo de batalla sino el que lo defiende; no el que empieza sino el que resiste. No existe la retirada con honor; no hay ninguna orden en la disciplina militar de Cristo que diga: “Retírate y suelta las armas”. La orden, desde el día en que empuñas las armas hasta que la muerte te llama es: “¡Adelante, marchando!”.

a) Nuestro pacto exige la perseverancia. Antes los soldados juraban no alejarse de su bandera sino seguir fielmente a sus jefes. Existe la obligación de prestar tal juramento para todo creyente. Es tan esencial para ser cristianos que con él se los identifica: “Juntadme mis santos, los que hicieron conmigo pacto con sacrificio” (Sal. 50:5). No somos cristianos hasta llegar a suscribir este pacto sin reservas. Cuando profesamos creer en Cristo, nos alistamos en su regimiento y prometemos vivir y morir con Él oponiéndonos a todos sus enemigos. Cristo nos dice cuáles son los términos para enrolarnos entre sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mt. 16:24). No nos aceptará hasta que nos resignemos libremente a su disposición, para que no haya discusión de sus órdenes después.

b) La persistencia del enemigo exige nuestra perseverancia. El diablo nunca se retira ni declara tregua. Si un enemigo asalta una y otra vez una ciudad, y los residentes dejan de resistir, ya sabes quién ganará. El profeta enviado a Betel cumplió con su encargo y soportó la tentación de Jeroboam. Pero de vuelta a casa el viejo profeta lo apartó del camino y finalmente un león lo mató [cf. 1 R. 13). Así muchos huyen de una tentación para ser vencidos por otra. Numerosos siervos valiosos de Dios, por no haber resistido en sus últimos días con el mismo vigor que al principio, han caído miserablemente, tal como lo vemos en el caso de Salomón, Asa y otros semejantes.

c) Ya sabes que es difícil sostener algo en la mano por largo tiempo sin que se te entumezcan los dedos. Esto también es verdad en lo espiritual; por tanto, se nos advierte frecuentemente que debemos aferrarnos a nuestra profesión de fe. Seguramente, el ver que nuestro enemigo siempre está al acecho para atraparnos cuando caemos nos alentará a apretar la mano, en vez de aflojarla.

d) Nuestro galardón eterno depende de la perseverancia. La corona del cristiano se obtiene en la meta: el que llega al final de la carrera la gana. Cristo dice: “Al que venciere, le daré…” (Ap. 3:21). En su carta a Timoteo, Pablo expresó: “He peleado la buena batalla […]. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia” (2 Ti. 4:7,8). ¿Por qué “por lo demás”? ¿Acaso no estaba reservada antes? Sí, pero habiendo perseverado y llegado a avistar el hogar, listo para morir, ahora se aferra con mayor seguridad a la promesa. En este sentido, un alma en estado de gracia se halla más cerca de su salvación después de cada victoria, porque se aproxima más al final de la carrera, cuando recibirá la salvación prometida (Ro. 8:10). Solo entonces se le pondrá en la cabeza la corona.

  1. Nuestra necesidad de la armadura divina para perseverar. No puede haber perseverancia sin verdadera gracia en el corazón. Un alma sin armadura divina no puede perseverar. La gracia santificadora del Espíritu de Dios es dicha armadura; el que carece de ella nunca podrá librar todas las batallas necesarias para obtener la victoria.

Los dones del Espíritu más comunes, tales como la iluminación, la convicción y el afecto, pueden ayudarnos durante algún tiempo a parecer celosos por el Señor, pero la fuerza de ellos pronto se gasta. Los oyentes de Juan Bautista recibieron algo de luz y calor bajo su ferviente ministerio, ¿pero cuánto duraron? “Vosotros quisisteis regocijaros por un tiempo en su luz” (Jn. 5:35). Sus palabras tiñeron la conciencia de ellos con bellos colores, pero al no fijarse estos con óleo pronto se borraron. Las lámparas de las vírgenes insensatas alumbraban tanto como las de las sabias, pero se apagaron antes de la llegada del Esposo. La tierra pedregosa respondió antes que las otras. La semilla brotó rápidamente, como si la cosecha fuera a llegar pronto, pero una helada lo cambió todo, y el día de la cosecha fue de gran tristeza.

Todos estos ejemplos de la Palabra y muchos más demuestran que nada menos que una gracia consistente y un principio de vida divina en el alma, perseverarán. Los librepensadores y los profesantes superficiales de la fe se prometen esperanzas de alcanzar el Cielo, pero este será un paso demasiado largo para sus almas faltas de aliento.

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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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