​Una de las grandes secuelas que nos deja la sociedad en la que vivimos con su moda de pensamiento y su falta de responsabilidad, es la forma en la que se impregnan también las mentes de algunos creyentes quienes se dedican a una  critica despiadada para los que  trabajan en el ministerio con integridad,  dandolo todo a cambio de nada. (mejor aún, a cambio de traición y desprecio).   Si la iglesia es mediocre en su doctrina y se deja llevar por la corriente de este mundo, no tendrá ninguno de los problemas que enumeramos.   Pero si la iglesia es rigurosa con la doctrina, dando el honor que le corresponde a Dios, y aplicando fielmente la enseñanza, pronto apareceran individuos discordantes con lo que se predica, provocando desunión en el cuerpo de Cristo, eliminando la paz y promoviendo la murmuración.   Curiosamente, quienes más actúan en este sentido son los que habitualmente piden, piden, y nunca dan.  Estan dispuestos a reclamar sus derechos, y olvidan todos sus deberes. Se creen buenos ante su propia opinión, cuando más bien parece que no han comprendido el evangelio a pesar de que llevan años y años en la Iglesia.    Se sientan a criticar al pastor que con esfuerzo y sacrificio les lleva el alimento, y no son capaces de responder a las necesidades del ministro ni tan siquiera trabajar y orar por el ministerio de la Iglesia que les alimenta.

 LA IGLESIA ES LA LABRANZA DE DIOS. El Señor ha establecido, por Su elección soberana, que la iglesia sea Suya mediante una compra, habiendo pagado por ella un precio inmenso. «Porque la porción de Jehová es su pueblo; Jacob la heredad que le tocó.» Debido a que la porción del Señor estaba hipotecada, el unigénito Hijo entregó Su vida como precio de compra, y redimió a Su pueblo para que fuera la porción del Señor por siempre y para siempre. A partir de ese momento se dice a todos los creyentes: «No sois vuestros, porque habéis si comprados por precio.» Cada hectarea de la labranza de Dios costó al Salvador sudor sangriento, sí, la sangre de Su corazón. Él nos amó, y se entregó por nosotros: ese es el precio que pagó. ¡Qué rescate! La muerte de Cristo casi ha parecido a veces un precio demasiado alto para la pobre tierra que somos; pero nuestro Señor, habiendo puesto Su mirada y Su corazón en Su pueblo, no retrocedió, sino que completó la redención de la posesión comprada. De ahora en adelante, la iglesia es el dominio absoluto de Dios, quien tiene la escritura de propiedad de esa tierra, sí, de ustedes y mía, pues le pertenecemos a Él, y nos complace reconocer ese hecho: «Yo soy de mi amado, y mi amado es mío.» La iglesia es la labranza de Dios por elección y compra.

Pienso que algunas iglesias olvidan que se espera un crecimiento en toda área de la labranza del Señor, pues no tienen nunca una cosecha y ni siquiera buscan una. La gente se reúne y toman sus asientos el domingo, y escuchan los sermones, es decir, cuando no se duermen. Las ordenanzas son celebradas, se contribuye con un poco de dinero, unos cuantos pobres son socorridos, y los asuntos se arrastran al paso de una babosa. No creo que a algunas iglesias se les haya ocurrido intentar influenciar a una aldea entera, o esforzarse por traer a Cristo a la población vecina; y cuando ciertos espíritus más cálidos buscan traer pecadores a Jesús, los individuos mayores y más prudentes agarran toallas mojadas, y las utilizan con sorprendente efectividad, de tal forma que cada señal de entusiasmo es sofocada.

EL GRANDIOSO LABRADOR EMPLEA COLABORADORES. Dios obra ordinariamente Sus designios mediante una agencia humana. Él podría, si así le agradara, ir directo a los corazones de los hombres, pero esa es Su decisión, no la nuestra; nosotros tenemos que ver con palabras como estas: «Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación». La comisión del Señor no es, «quédense quietos, y vean al Espíritu de Dios convertir a las naciones»; sino «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura».

Cuando oigo que una persona dice: «no puedo oír a mi ministro,» le sugiero que compre un sonotone. «Oh,» responde, «no quise decir eso. Quiero decir que no gozo su predicación.» Entonces yo le digo: «predica tú mismo.» «No puedo hacer eso.» «Entonces no le estés buscando faltas a quien está haciendo su mejor esfuerzo.» En vez de culpar al agricultor, intenta arar un surco tú mismo. ¿Por qué refunfuñar por las malezas? Toma un azadón, y quita las malezas como un hombre. ¿Piensas que los vallados están desarreglados? Ponte los guantes de cuero, y ayúdanos a podarlos.

Vamos, muchos de los miembros de nuestras iglesias viven como si el único negocio de la labranza fuera arrancar zarzamoras o recoger flores silvestres. Son grandiosos para encontrar faltas a lo que las demás personas han arado o podado, pero no harán ningún movimiento
con su mano.

Uno siembra y otro cosecha, y por tanto, en vez de quejarte del labrador honesto porque no trajo consigo una hoz, deberías haber orado por él, para que tuviera la fortaleza de arar profundo y quebrantar los corazones endurecidos. Hagamos todo lo que podamos, y tratemos de hacer más, pues entre más cosas hagamos, mejor. «No debe poner demasiados hierros en el fuego,» dirá alguien. Pero yo digo: pon todos los hierros en el fuego, y si no tienes suficiente fuego, clama a Dios hasta que lo tengas; pega fuego a tu alma entera, y mantén calientes todos tus hierros. Sin embargo, puedes descubrir que es sabio encaminar tu fuerza en un línea de cosas que entiendas, de tal forma que mediante la práctica te vuelvas experto en eso. Cada persona debe descubrir su propio trabajo y hacerlo con todas sus fuerzas.
¿Cómo puedo plantar con éxito si mi asistente no riega lo que yo he plantado; o, ¿de qué sirve que yo riegue si no hay nada plantado? La agricultura se echa a perder cuando personas insensatas se ocupan de ella, y disputan al respecto, pues desde la siembra hasta la cosecha la obra es una, y todo debe hacerse con un fin. ¡Oh, que tuviéramos unidad!

Sin embargo, aunque la inspiración llama a los siervos inútiles, los considera importantes, pues dice: «Cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor.» No son nada, y sin embargo serán recompensados como si fuesen algo. Dios obra nuestras buenas obras en nosotros, y luego nos recompensa por ellas. Aquí tenemos una mención de un servicio personal y una recompensa personal: «Cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor.» La recompensa es proporcional, no al éxito, sino a la labor. Muchos obreros descorazonados pueden ser consolados por esa expresión. No se les pagará por resultados, sino por los esfuerzos. Puede ser que tengan que arar sobre un pedazo endurecido de arcilla, o sembrar en un pedazo de tierra fatigada, donde las piedras, y los pájaros, y las espinas, y los viajeros y un sol ardiente estén coaligados contra la semilla, pero ustedes no son responsables por estas cosas; su recompensa será conforme a su labor. Algunos ponen mucho esfuerzo en un pequeño campo, y logran mucho. Otros dedican mucha labor a través de una larga vida, y sin embargo ven un pequeño resultado, pues está escrito: «Uno es el que siembra, y otro es el que siega;» pero el que siega no recibirá toda la recompensa, y el que siembra recibirá su porción del gozo. Los obreros no son nada, pero entrarán en el gozo de su Señor.

EL PROPIO DIOS ES EL GRANDIOSO LABRADOR. Él puede usar a cuantos colaboradores quiera, pero el crecimiento proviene únicamente de Él. Hermanos, ustedes saben que es así en las cosas naturales: el más hábil labriego no puede hacer que el trigo germine, y crezca y madure. Ni siquiera puede preservar un solo campo hasta el tiempo de la cosecha, pues los enemigos del granjero son muchos y poderosos. En la agricultura el líquido se derrama con frecuencia entre la copa y la boca; y cuando el granjero piensa -buen hombre tranquilo- que cosechará su grano, hay muchas plagas y hongos que permanecen por allí para robarle sus ganancias.

Dios debe dar el crecimiento. Si hay alguien que depende de Dios, es el agricultor, y a través de él, todos nosotros somos dependientes de Dios, cada año, para el alimento por el cual vivimos. Incluso el rey debe vivir por el crecimiento del campo. Dios da el crecimiento en el granero y en el almiar; y en la labranza espiritual es más relevante todavía, pues, ¿qué puede hacer el hombre referente a esto? Si alguno de ustedes piensa que es algo fácil ganar una alma, me gustaría que lo intente. Supongan que sin la ayuda divina intentaran salvar un alma: igual podrían intentar hacer un mundo. Vamos, no podemos crear una mosca, ¿cómo podrías crear un nuevo corazón y un espíritu recto? La regeneración es un gran misterio, está fuera de nuestro alcance. «El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu.» ¿Qué podríamos hacer ustedes y yo referente a esto? Está fuera de nuestro palio, y más allá de nuestra línea. Podemos expresar la verdad de Dios, pero aplicar esa verdad al corazón y a la conciencia es una cosa muy diferente. He estado hablando aquí, y he predicado a Jesucristo, lo he hecho entregando mi corazón, y sin embargo, yo sé que nunca he producido ningún efecto salvador en ningún hombre no regenerado, a menos que el Espíritu de Dios tome la verdad y abra el corazón, y coloque la semilla viva dentro de él.

Oh, hermanos obreros, vengan al propiciatorio, y verán la labranza de Dios regada de lo alto, y arada con habilidad divina, y los segadores pronto retornarán de los campos cargando las gavillas, aunque, tal vez, cuando salieron a sembrar, iban llorando. A nuestro Padre, que es el Labrador, sea toda la gloria, por siempre y para siempre. Amén.

Estracto del sermón predicado la mañana del Domingo 5 de Junio, 1881 por Charles Haddon Spurgeon en el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.

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