En BOLETÍN SEMANAL

Nuestra vida es frágil y presa de mil peligros:

En esto se ve la inestimable tranquilidad de los fieles. Innumerables son las miserias que por todas partes tienen cercada esta vida presente, cada una de ellas nos amenaza con un género de muerte. Sin ir más lejos, siendo nuestro cuerpo un receptáculo de mil especies de enfermedades, e incluso llevando él mismo en sí las causas de las mismas, doquiera que vaya el hombre no podrá prescindir de su compañía, y llevará en cierta manera su vida mezclada con la muerte. Asimismo, a cualquier parte que nos volvamos, todo cuanto nos rodea, no solamente es sospechoso, sino que casi abiertamente nos está amenazando y no parece sino que está intentando darnos muerte.

Si entramos en un barco; entre nosotros y la muerte no hay, por decirlo así, más que un paso. Si subimos a un caballo; basta que tropiece, para poner en peligro nuestra vida. Si vamos por la calle, cuantas son las tejas de los tejados que se suman a otros tantos peligros que nos amenazan. Si tenemos en la mano una espada o la tiene otro que está a nuestro lado, basta cualquier descuido para herirnos. Todas las fieras que vemos, están armadas contra nosotros. Y si nos encerramos en un jardín bien cercado donde no hay más que hermosura y placer, es posible que allí haya escondida una serpiente. Las casas en que habitamos, por estar expuestas a quemarse, durante el día nos amenazan con la pobreza, y por la noche con caer sobre nosotros. Nuestras posesiones, sometidas al granizo, las heladas, la sequía y las tormentas de toda clase, nos anuncian esterilidad y, por consiguiente, hambre. Y omito los venenos, las asechanzas, los latrocinios y las violencias, de las cuales algunas, aun estando en casa, andan tras nosotros, y otras nos siguen a dondequiera que vamos. Entre tales angustias, ¿no ha de sentirse el hombre miserable?; pues aun en vida, apenas vive, porque anda como si llevase de continuo un cuchillo en la garganta.

Quizás alguno me diga que estas cosas acontecen de vez en cuando y muy raramente, y no a todos, y que cuando acontecen no vienen todas juntas. Confieso que es verdad; mas como el ejemplo de los demás nos amonesta de que también nos pueden acontecer a nosotros y que nuestra vida no está más exenta ni tiene más privilegios que la de los demás, nos lleva a que no podemos permanecer despreocupados, como si nunca nos hubiesen de acontecer. ¿Qué miseria mayor se podría imaginar que estar siempre con tal congoja? Y ¿no sería gran afrenta a la gloria de Dios decir que el hombre, la más excelente criatura de cuantas hay, está expuesto a cualquier golpe de la ciega y temeraria fortuna? Pero mi intención aquí es hablar de la miseria en que el hombre estaría, si viviese a la ventura, sujeto a la fortuna.

La fe en la providencia nos libra de todo temor:

Por el contrario, tan pronto como la luz de la providencia de Dios se refleja en el alma fiel, no solamente se ve ésta libre y exenta de aquel temor que antes la atormentaba, sino incluso de todo cuidado. Porque si con razón temíamos a la fortuna, igualmente debemos sentir seguridad y valor al ponernos en las manos de Dios. Nuestro consuelo, pues, es comprender que el Padre celestial tiene todas las cosas sometidas a su poder de tal manera que las dirige como quiere y que las gobierna con su sabiduría de tal forma, que nada de cuanto existe sucede de otra manera sino como Él lo ordena. E igualmente, comprender que Dios nos ha acogido bajo su amparo, que nos ha encomendado a los ángeles, para que cuiden de nosotros; y, por ello, que ni el agua, ni el fuego, ni la espada nos podrán dañar más que lo que el Señor, que gobierna todas las cosas, tuviere a bien. Porque así está escrito en el salmo: «Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro; escudo y adarga es su verdad. No temerás el terror nocturno, ni saeta que vuele de día», etc. (Sal.91: 3-6). De aquí nace en los santos la confianza con que se glorian: “Jehová está conmigo; no temeré lo que me pueda hacer el hombre” (Sal. 118:6). «Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme? Aunque un ejército acampe contra mi, no temerá mi corazón» (Sal. 27:13); y otros lugares. ¿De dónde les viene a los fieles tal seguridad, que nunca se les podrá quitar, sino de que cuando parece que el mundo temerariamente es trastornado de arriba abajo, ellos están ciertos de que Dios es quien hace todas las cosas y obra en todas partes, y confían en que todo lo que Él hiciere les será provechoso? Si cuando se ven asaltados o perseguidos por el Diablo o por hombres perversos, no cobrasen ánimo acordándose de la providencia de Dios y meditando en ella, no tendrían más remedio que desesperarse.

Mas cuando recuerdan que el Diablo y todos los hombres malvados, de tal manera son retenidos por la mano de Dios como por un freno, que no pueden concebir mal alguno contra ellos, ni, si lo conciben, intentarlo; ni por mucho que lo intenten, ni siquiera pueden mover un dedo para poner por obra lo que han intentado, sino en cuanto Él se lo permitiere, más aún, en cuanto Él se lo ha mandado; y que no solamente los tiene apresados en sus cadenas, sino que se ven obligados a servirle como Él quiere; en todo esto encuentran suficientemente el modo de consolarse. Porque como al Señor pertenece armar su furor, ordenarlo y dirigirlo a lo que a Él le plazca, así también a Él sólo corresponde ponerles límites y término, para que no se desmanden atrevidamente conforme a sus malos apetitos y deseos.

Persuadido de esto san Pablo, después de haber dicho en cierto lugar que Satanás había obstaculizado su camino, en otro lo atribuye al poder y permiso de Dios (I Tes. 2:18; 1 Cor. 16:7). Si solamente dijera que Satanás lo había impedido, hubiera parecido que le atribuía demasiada autoridad, como si estuviese en su mano obrar contra los designios de Dios; mas al poner a Dios por juez, confesando que todos los caminos dependen de su voluntad, demuestra a la vez que Satanás no puede cosa alguna por más que lo intente si Dios no le da permiso.

Por esta misma razón David, a causa de las revueltas que comúnmente agitan la vida de los hombres, busca su refugio en esta doctrina: «En tus manos están mis tiempos» (Sal. 31:15). Podía haber dicho el curso o el tiempo de su vida, en singular; pero con la palabra «tiempos» quiso declarar que por más inconstante que sea la condición y el estado del hombre, sin embargo todos sus cambios son gobernados por Dios. Por esta causa Rezín y el rey de Israel, habiendo juntado sus fuerzas para destruir a Judá, aunque parecían antorchas encendidas para destruir y consumir la tierra, son llamados por Isaías “tizones humeantes», incapaces de otra cosa que de despedir humo (Is. 7:1-9). Así también el faraón, por sus riquezas, y por la fuerza y multitud de sus huestes de guerra, temido de todo el mundo, es comparado a una ballena, y sus huestes a los peces. Pero Dios dice que pescará con su anzuelo y llevará a donde quisiere al capitán y a su ejército (Ez. 29:4). En fin, para no detenerme más en esta materia, fácilmente veremos, si ponemos atención, que la mayor de las miserias es ignorar la providencia de Dios; y que, al contrario, la suma felicidad es conocerla.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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