En BOLETÍN SEMANAL

Siendo la verdadera piedad muy extraña para la mayoría de los hombres y, por ende, conocida por pocos, en primer lugar y antes de entrar de lleno en el tema, trataré de describirla. Muchos yerran grandemente al entenderla como moralidad; otros la confunden con falsa piedad y, otros, ya sea por ignorancia o malicia, la pregonan desvergonzadamente llamándola singularidad, terquedad, orgullo o rebelión. Estos últimos declaran que ésta no merece existir por ser una perturbadora sediciosa de la paz y el orden dondequiera que aparece. Sí, una compañera tan contenciosa y querellosa que es la causa de todas esas desdichadas diferencias, divisiones, problemas y desgracias que abundan en el mundo. Por lo tanto, he llegado a la conclusión que no hay nada más necesario que quitar esa máscara que sus enemigos implacables le han puesto y exonerarla de todas las calumnias y los reproches de los hijos de Belial. Cuando aparece en su propia inocencia original e inmaculada, nadie necesita tenerle miedo, ni negarse a aceptarla o estar avergonzado de hacerla suya y de convertirla en la compañera de su corazón.

Sepamos, entonces, en primer lugar, que la piedad consiste en el conocimiento correcto de las verdades divinas o los principios fundamentales del evangelio, los cuales todos los hombres deben conocer y dominar. “Indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria” (1 Tim. 3:16). Vemos por este texto que las grandes verdades de la fe cristiana son llamadas piedad.

Ahora bien, si alguno quiere saber más en detalle qué son esos principios de la verdad divina o los fundamentos de la fe cristiana, los cuales son lo esencial de la verdadera piedad, respondo:

  1. Que hay un Dios eterno, infinito, santísimo, omnisapiente, absolutamente justo, bueno y lleno de gracia, o la Deidad gloriosa que existe en tres Personas —el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo— y estos son uno, a saber, uno en su esencia.
  • 2. Que este Dios, por su gran amor y bondad, nos ha dado una regla de fe y práctica segura e infalible que son las Santas Escrituras. Por ellas, podemos conocer, no sólo que hay un Dios y Creador, sino también la manera como fue creado el mundo, con los designios o la razón por la cual hizo todas las cosas. También nos es dado saber cómo entró el pecado en el mundo y cuál es la justicia que Dios requiere para nuestra justificación  (o la liberación de la culpabilidad del pecado), a saber, por un Redentor: Su propio Hijo, a quien envió al mundo. No existe ninguna otra regla o camino para saber estas cosas, a fin de que los hombres sean salvos aparte de la revelación o los registros de las Sagradas Escrituras, siendo el misterio de la salvación muy por encima del razonamiento humano y, por lo tanto, imposible conocer por medio de la iluminación natural en los hombres.
  • 3. Que nuestro Redentor, el Señor Jesucristo, quien es la Garantía del Nuevo Pacto y el único Mediador entre Dios y los hombres, es realmente Dios (de la esencia del Padre) y realmente hombre (de la sustancia de la virgen María), teniendo estas dos naturalezas en una Persona, y que la redención, paz y reconciliación son únicamente por medio del Señor Jesucristo.
  • 4. Que la justificación y el perdón del pecado son exclusivamente por esa satisfacción plena que Cristo hizo de la justicia de Dios y se logra sólo por fe, a través del Espíritu Santo.
  • 5. Que todos los hombres que son o pueden ser salvos tienen que ser renovados, regenerados y santificados por el Espíritu Santo.
  • 6. Que en el Día Final habrá una resurrección de los cuerpos de todos los hombres.
  • 7. Que habrá un juicio eterno, a saber, todos comparecerán ante el tribunal de Jesucristo en el gran Día y darán cuenta de todas las cosas hechas en el cuerpo, y que habrá un estado futuro de gloria y felicidad eterna para todos los creyentes verdaderos, y de tormento y sufrimiento eterno para todos los no creyentes y pecadores, quienes viven y mueren en sus pecados.

Ahora bien, en el verdadero conocimiento y creencia de estos principios (que son el fundamento de la verdadera fe cristiana) radica la verdadera piedad en lo que respecta a su parte esencial.

En segundo lugar, piedad, en lo más profundo, es una conformidad santa con estos principios sagrados y divinos, que el hombre natural no comprende. La verdadera piedad consiste de la luz de las verdades y la vida de gracia sobrenaturales, Dios manifestándose a la luz de esos gloriosos principios y obrando la vida de gracia sobrenatural en el alma por medio del Espíritu Santo. Consiste  en el conocimiento salvador y personal de Dios y Jesucristo, y de habérsele quitado las cualidades pecaminosas del alma y habérsele infundido hábitos celestiales en su lugar o en una conformidad e inclinación hacia el corazón de Dios, aferrándose a todas las verdades que nos han sido dadas a conocer y encontrando las poderosas influencias del evangelio y del Espíritu de Cristo sobre nosotros, de manera que nuestras almas son a imagen y semejanza de su muerte y resurrección. Esto es verdadera piedad. No es meramente atenerse a los principios naturales de moralidad ni a un conocimiento dogmático o teórico de los evangelios sagrados y sus preceptos; sino una conformidad fiel a los principios del evangelio, cumpliendo nuestros deberes con la mejor predisposición hacia Dios, al igual que hacia los hombres, para que nuestra conciencia se mantenga libre de ofensas hacia ambos (Hch. 24:16).

Consiste en abandonar el pecado y aborrecerlo como la peor maldad y aferrarse a Dios de corazón, valorándolo a Él por encima de todas las cosas, estando dispuestos a sujetarnos al principio del amor divino, a todas sus leyes y mandatos. La piedad lleva al hombre a decir con el salmista: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti?” (Sal. 73:25). San Agustín dice: “Aquel que no ama a Cristo sobre todas las cosas, no lo ama en absoluto”. El que tiene verdadera piedad es celoso de la obra de la fe, al igual que de la paga de la fe. Hay algunos que sirven a Dios para poder servirse de Dios. En cambio, el cristiano auténtico anhela gracia, no sólo que Dios lo glorifique en el cielo, sino también que él pueda glorificar a Dios en la tierra. Exclama: “Señor, dame un corazón bueno en lugar de muchos bienes”. Aunque ama muchas cosas además de amar a Dios, no ama esas cosas más de lo que ama a Dios. Este hombre teme al pecado más que a los sufrimientos y, por lo tanto, prefiere sufrir que pecar.

En tercer lugar, para poder tener un conocimiento completo y perfecto de ella, quizá no esté de más describir su forma (2 Tim. 1:13; 3:5) junto con las vestimentas que usa continuamente. Las partes externas de la verdadera piedad son muy hermosas. No sorprende que lo sean, ya que fueron diseñadas por la sabiduría del único y sabio Dios, nuestro Salvador, cuyas manos son totalmente gloriosas. Pero esto, la formación de la piedad, siendo uno de los más elevados y más admirables actos de su sabiduría eterna, por supuesto excede toda gloria y belleza. Su forma y hermosura externa son tales que no necesitan artificios humanos para adornarla o para demostrar o destacar la beldad de su semblante porque no hay nada defectuoso en lo que respecta a su forma evangélica y apostólica, debido a que surgió de las manos de su gran Creador. Como de pies a cabeza no hay nada superfluo, igualmente sus líneas y figura, venas, nervios y tendones: Todos están en un orden tan exacto y admirable, que nada se le puede agregar a su belleza. Por lo tanto, cualquiera que añade o altera cualquier cosa relacionada con la forma de la verdadera piedad, la mancha y profana, en lugar de embellecerla. Además, Dios ha prohibido estrictamente que se haga esto. “No añadas a sus palabras, para que no te reprenda, y seas hallado mentiroso” (Pr. 30:6), adjudicando a Dios algo que no es suyo. ¿Acaso no llaman los papistas adoración a Dios a esas ceremonias supersticiosas y vanas usadas en su iglesia? ¿Y qué es esto más que mentirle? Además, tratar de cambiar o alterar algo a la forma de la piedad es cuestionar a Dios, como si Dios no supiera cuál es la mejor manera de adorarle y tuviera que recurrir al hombre para obtener su ayuda, sabiduría e ingenio, agregando muchas cosas que éste considera decentes y necesarias. ¿Acaso no es cuestionar el cuidado y la fidelidad de Dios, suponer que no tendría cuidado Él de incluir en su bendita Palabra las cosas que son imprescindibles para la piedad, sin tener que depender del cuidado y sabiduría del hombre débil para que agregue lo que él omite?

Todos, entonces, pueden percibir que la verdadera piedad nunca cambia su semblante. Su aspecto no ha cambiado ni en lo más mínimo del que tenía en la antigüedad. No, ciertamente nada le resulta más insólito que esas vestimentas pomposas, esas vestiduras, supersticiones, imágenes, cruces, sales, óleo, agua bendita y otras ceremonias que para muchos son necesarias para su existencia. Por lo tanto, hay que tener cuidado de no confundir la forma falsa de la piedad con la verdadera. Sólo falta destacar una cosa más, a saber, tenemos que estar seguros de recibir el poder de la piedad junto con su forma, pues su forma sin su vida interior y su poder de nada sirve: Es como el cuerpo sin el alma, la mazorca sin el grano o el joyero sin las joyas. Tampoco debe nadie descuidar su forma porque recordemos lo que el Apóstol dice de “forma de doctrina” (Rom. 6:17) y de “la forma de las sanas palabras” (2 Tim. 1:13) porque, así como hemos de aferrarnos a la fe auténtica, hemos también de profesarla.

Tomado de The Travels of True Godliness (Peregrinajes de la verdadera piedad), Solid Ground

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Benjamin Keach (1640-1704): Predicador y autor bautista particular inglés y defensor ardiente de los principios bautistas, aún contra Richard Baxter. Estuvo a menudo en prisión y en peligro por predicar el evangelio, fue el primero en incluir el canto de himnos en el culto de las congregaciones inglesas. Nació en Stokeham, Buckinghamshire, Inglaterra.

Por lo general, los hombres son diligentes en cumplir sus responsabilidades, pero negligentes en lo que se refiere a sus sentimientos. Por ello, su autoridad se degenera en tiranía.

                                                                                        —George Swinnock

Entreguémonos a Dios para ser gobernados por él y enseñados por él a fin de que, satisfechos con su Palabra únicamente, no anhelemos conocer más de lo que allí encontramos. ¡No! ¡Ni siquiera si nos fuera dado el poder de hacerlo! Esta disposición a ser enseñados, en la cual todo hombre piadoso mantiene todos los poderes de su mente bajo la autoridad de la Palabra de Dios, es la verdadera y única regla de la sabiduría.  —Juan Calvino

Mis hermanos, les exhorto a que sean como Cristo en todo momento, imítenlo en público. La mayoría vivimos como si fuéramos un medio de publicidad; muchos somos llamados a trabajar en presencia de otros todos los días. Somos observados, nuestras palabras son captadas, nuestras vidas son examinadas a fondo. El mundo con ojos de águila, con ojos que buscan argumentos para discutir, observa todo lo que hacemos, y los críticos cortantes nos atacan. Vivamos la vida de Cristo en público. Seamos cuidadosos de mostrar a nuestro Señor y no a nosotros mismos, a fin de poder decir: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”. Ustedes que son miembros de la Iglesia, lleven esto también a la Iglesia. Sean como Cristo en la Iglesia. Cuantos hay como Diótrefes, quien buscaba ser el más prominente (3 Jn. 9). Cuántos hay que están tratando de parecer más de lo que son y tener poder sobre sus hermanos cristianos, en lugar de recordar que la regla fundamental de todas nuestras iglesias es que todos los hermanos son iguales y que deben ser recibidos como tales. Manifiesten pues, el espíritu de Cristo en sus iglesias y donde quiera que estén. Que sus hermanos en la Iglesia digan de ustedes: “Ha estado con Jesús”… Pero por sobre todas las cosas, sean ustedes cuidadosos en practicar la piedad en sus hogares. Un hogar piadoso es la mejor prueba de verdadera fe cristiana. No mi capilla, sino mi hogar; no mi pastor, sino mi familia quien mejor me puede juzgar. Es el sirviente, el hijo, la esposa, el amigo los que pueden discernir mejor mi verdadero carácter. Un hombre bueno mejora su hogar. Rowland Hill dijo en cierta ocasión que él no creería que un hombre fuera un verdadero cristiano si su esposa, sus hijos, sus sirvientes y, aun su perro y su gato, no fueran mejores por ello… Si su hogar no es mejor por ser ustedes cristianos, si los hombres no pueden decir: “Esta casa es mejor que otras”, no se engañen, no tienen ustedes nada de la gracia de Dios… Practiquen su piedad en familia. Que todos digan que ustedes tienen una fe práctica. Que sea conocida y practicada en la casa, al igual que en el mundo. Cuiden su carácter allí porque realmente somos como allí nos comportamos.

                                                                —Charles Spurgeon–


 

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