En BOLETÍN SEMANAL

Pero, ¿qué me importan a mí estos puercos? Quédense en sus pocilgas. Yo hablo con los que, en su vana curiosidad, forzadamente aplican el dicho de Aristóteles, para destruir la inmortalidad del alma, y para quitar a Dios su autoridad. Porque a título de que las facultades del alma son instrumentos, la ligan al cuerpo como si no pudiera subsistir sin él; engrandeciendo la Naturaleza derriban cuanto les es posible la gloria de Dios. Pero está muy lejos de la realidad que las facultades del alma, que sirven al cuerpo, estén encerradas en él. ¿Qué tiene que ver con el cuerpo saber medir el cielo, saber cuántas estrellas hay, cuán grande es cada una de ellas, qué distancia hay de una a otra, cuántos grados tienen de declinación hacia un lado u otro? No niego que la astrología sea útil y provechosa; solamente quiero mostrar que, en esa maravillosa investigación de las cosas celestes, las potencias del alma no están ligadas al cuerpo, de suerte que puedan ser llamadas instrumentos, sino que son distintas y están separadas del mismo. He propuesto un ejemplo del cual será fácil a los lectores deducir lo demás. Ciertamente, una agilidad tal y tan diversa como la que vemos en el alma para dar la vuelta al cielo y, a la tierra, para unir el pasado con el futuro, para acordarse de lo que antes ha oído, y hasta para figurarse lo que le place, y la destreza para inventar cosas increíbles, la cual es la madre y descubridora de todas las artes y ciencias admirables que existan, todo ello es testimonio ciertísimo de la divinidad que hay en el hombre. Y lo que es más de notar: aun durmiendo, no solamente se vuelve de un lado al otro, sino que también concibe muchas cosas buenas y provechosas, cae en la cuenta de otras , y adivina lo que ha de suceder. ¿Qué es posible decir, sino que las señales de inmortalidad que Dios ha impreso en el hombre no se pueden de ningún modo borrar? Ahora bien, ¿en qué mente cabe que el hombre sea divino y no reconozca a su Creador? ¿Será posible que nosotros. que no somos sino polvo y ceniza, distingamos con el juicio que nos ha sido dado entre lo bueno y lo malo, y se asuma que no hay en el cielo un juez que juzgue? ¿Nosotros, aun durmiendo tendremos algo de entendimiento, y no habrá Dios que vele y se cuide de regir el mundo? ¿Seremos tenidos por inventores de tantas artes y de tantas cosas útiles, y Dios, que es el que nos lo ha inspirado todo, quedará privado de la alabanza que se le debe? Pues a simple vista vemos que todo cuanto tenemos nos viene de otra parte y que uno recibe más y otro menos.

Se niega la idea filosófica de un espíritu universal que sostendría al mundo:

En cuanto a lo que algunos dicen, que existe una secreta inspiración que conserva en su ser a todo lo creado, esto no sólo es vano, sino del todo profano. Les agrada el dicho del poeta Virgilio, el cual presenta a Anquises hablando con su hijo Eneas de esta manera:

«Tú, hijo, has de saber primeramente que al cielo, y tierra, y campo cristalino,

a estrellas, y a la luna refulgente, sustenta un interior espíritu divino;

una inmortal y sempiterna mente mueve la máquina del mundo de continuo;

toda en todos sus miembros infundida, y al gran cuerpo mezclada le da vida.

Esta infusión da vida al bando humano, y a cuantas aves vemos y animales,

y a cuantos monstruos cría el mar insano bajo de sus clarísimos cristales;

cuyas simientes tienen soberano origen, y vigores celestiales, etc.»

Todo esto es para venir a parar a esta conclusión diabólica; a saber: que el mundo creado para ser una muestra y un dechado de la gloria de Dios, es creador de sí mismo. Porque he aquí  cómo el mismo autor se expresa en otro lugar, siguiendo la opinión común de los griegos y los latinos:

“Tienen las abejas de espíritu divino una parte en sí, bebida celestial beben (que llaman Dios)

el cual universal por todas partes va, extendido de continuo.

Por tierra y mar y por cielo estrellado esparcido está, de aquí vienen a ver,

hombres, bestias fieras y las mansas, su ser todo partícipe del ser que es Dios llamado.

Lo cual tornándose, en su primer estado viene a restituir, la vida sin morir

volando al cielo va, todo a más subir que con las estrellas, se quede ahí colocado»‘.

He aquí, de qué vale para engendrar y mantener la piedad en el corazón de los hombres, aquella fría y vana especulación del alma universal que da el ser al mundo y lo mantiene. Lo cual se ve más claro por lo que dice el poeta Lucrecio, deduciéndolo de ese principio filosófico; todo conduce a no hacer caso del Dios verdadero, que debe ser adorado y servido, e imaginarnos un fantasma por Dios. Confieso que se puede decir muy bien (con tal de que quien lo diga tenga temor de Dios) que Dios es Naturaleza. Pero porque esta manera de hablar es dura e impropia, pues la Naturaleza es más bien un orden que Dios ha establecido, es cosa malvada y perniciosa en asuntos de tanta importancia, que se deben tratar con toda sobriedad, mezclar a Dios confusamente con el curso inferior de las obras de sus manos.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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