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Comenzamos con la distinción general: Que en todas las obras realizadas en común por el Padre, Hijo y Espíritu Santo, el poder de dar efecto procede del Padre: el poder de organizar, procede del Hijo; y el poder de perfeccionar, procede del Espíritu Santo.

En 1 Cor. 8:6, Pablo enseña que: “…sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para Él; y un Señor, Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas». Aquí tenemos dos preposiciones: de quién y por quién. Sin embargo, en Rom. 11:36 añade una más: “Porque de Él, y por Él, y para él, son todas las cosas”.

Esta operación mencionada es triple: en primer lugar, Aquél por el que se originan todas las cosas (de Él); en segundo lugar, Aquél mediante el cual todas las cosas existen (a través de Él); en tercer lugar, Aquél por el que todas las cosas alcanzan su destino final (para Él). En relación con esta clara distinción apostólica, después del Siglo V, los grandes maestros de la Iglesia solían distinguir las acciones de las Personas de la Trinidad, diciendo que la acción por la cual se originaron todas las cosas procede del Padre; la acción por la cual recibieron coherencia procede del Hijo; y la acción por la cual fueron conducidas a su destino procede del Espíritu Santo.

Estos lúcidos pensadores enseñaron que esta distinción estaba en consonancia con la de las 3 Personas. Por lo tanto, el Padre es padre. Él genera al Hijo. Y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. De ahí que la peculiar característica de la Primera Persona es, evidentemente, que Él no sólo es el Nacimiento y la Fuente de la creación material, sino de Su propia concepción; de todo lo que fue, es y siempre será. La peculiaridad de la Segunda Persona, evidentemente no se encuentra en generar, sino en ser generada. Se es hijo por el hecho de ser generado. Por lo tanto, ya que todas las cosas proceden del Padre, nada puede proceder del Hijo. La fuente de todas las cosas no se encuentra en el Hijo. Sin embargo, Él le añade una obra de creación a aquello que viene a la existencia, dado que el Espíritu Santo procede también de Él, pero no de Él solamente, sino del Padre y del Hijo; de tal manera, que la emanación desde el Hijo se debe a la igualdad de su esencia con la del Padre.

Las Escrituras concuerdan con esto en enseñar que el Padre creó todas las cosas a través del Hijo, y que sin Él, nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. Debido a la diferencia entre “creado por” y “creado a partir de”, nos referimos a Col. 1:17: “… y todas las cosas en él subsisten”, esto es, por Él se mantienen unidas. Heb. 1:3 es aún más claro, diciendo que el Hijo sustenta todas las cosas por la Palabra de Su poder. Esto demuestra que, como los elementos esenciales de la existencia de la criatura, proceden del Padre como Fuente de todo, así la formación, reunión y organización de sus componentes son, respectivamente, la obra del Hijo.

Si nos dispusiéramos a comparar reverentemente la obra de Dios con la del hombre, diríamos: Un rey se propone construir un palacio. Esto requiere no sólo de material, mano de obra y planos, sino también la reunión y organización de los materiales de acuerdo a esos planos. El rey proporciona los materiales y los planos; el constructor construye el palacio. Entonces, ¿quién lo construyó? Ni el rey ni el constructor por sí solos, sino que el constructor lo erige a partir del tesoro real.

Esto expresa la relación entre el Padre y el Hijo a este respecto, tan perfectamente como las relaciones humanas puedan ilustrar las divinas. Aparecen dos acciones en la construcción del universo: en primer lugar, la causativa, que produce los materiales, las fuerzas y los planos; en segundo lugar, la constructiva, con la que estas fuerzas forman y ordenan los materiales de acuerdo al plan. Y tal como la primera proviene del Padre, así también la segunda proviene del Hijo. El Padre es la Fuente Real de los materiales y poderes necesarios; y el Hijo, como Constructor, construye con ellos todas las cosas de acuerdo con el consejo de Dios. Si el Padre y el Hijo existieran independientemente, esa cooperación sería imposible. Sin embargo, como el Padre genera al Hijo, y en virtud de esa generación, el Hijo contiene todo el Ser del Padre, no puede haber división del Ser, y sólo permanece la distinción de las Personas. Pues toda la sabiduría y el poder a través de los cuales el Hijo da coherencia a todo, es generado en Él por el Padre; mientras que el consejo que lo ha diseñado todo, es una determinación del Padre de acuerdo a esa sabiduría divina que Él como Padre genera en el Hijo. Pues el Hijo será para siempre el resplandor de la gloria del Padre, y la imagen misma de Su Persona – Heb. 1:3. Esto no completa la Obra de la Creación. La criatura no se hace sólo para existir, ni para adornar algún nicho en el Universo como si se tratara de una estatua. Más bien, todo fue creado con un propósito y un destino, y nuestra creación se completará sólo cuando nos hayamos convertido en lo que Dios diseñó. Así pues, Gen. 2:3 dice: “Descansó Dios de toda Su obra que Él había creado para hacerla perfecta” (traducción del holandés). Por lo tanto, la obra que le corresponde al Espíritu Santo, es guiar a la criatura a su destino, hacer que se desarrolle de acuerdo a su naturaleza y hacerla perfecta.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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