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“El espíritu de Dios me hizo, Y el soplo del Omnipotente me dio vida”.- Job 33: 4
El Dios Eterno y siempre Bendito entra en contacto vital con la criatura, a través de un acto que no procede del Padre ni del Hijo, sino del Espíritu Santo.  Traspasados de la muerte hacia la vida, por la gracia soberana, los hijos de Dios son conscientes de esta comunión divina; ellos saben que no consiste en una predisposición o inclinación, sino en el contacto misterioso de Dios sobre su ser espiritual. Pero también saben que ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu Santo, es Quien ha hecho de sus corazones Su templo. Es cierto que Cristo viene a nosotros a través del Espíritu Santo, y que a través del Hijo tenemos comunión con el Padre, de acuerdo a Su Palabra, “

Jua 14:23 Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él.

Todo estudiante inteligente de la Biblia, sabe que es especialmente el Espíritu Santo quien entra y toca su más íntimo ser.  El hecho que el Hijo encarnado haya entrado en más estrecho contacto con nosotros, no prueba nada en contra de esto. Cristo nunca ha entrado en una persona. Él tomó sobre Sí mismo nuestra naturaleza humana, con la que se unió mucho más estrechamente de lo que lo hace el Espíritu Santo; pero no tocó el hombre íntimo y su personalidad oculta. Por el contrario, dijo que era conveniente para los discípulos que Él se fuera; “…porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Jn. 16:7). Más aun, la Encarnación no fue llevada a cabo sin el Espíritu Santo, quien vino sobre María; y las bendiciones que Cristo impartió a todos alrededor de Él, fueron en gran parte debido al don del Espíritu Santo que le fue dado sin medida.

Por lo tanto, la idea principal permanece indemne: Cuando Dios entra en contacto directo con la criatura, es la obra del Espíritu Santo la que efectúa dicho contacto. En el mundo visible, esta acción consiste en encender y avivar la chispa de la vida; por lo tanto, es muy natural y está en plena armonía con el tenor general de la enseñanza de las Escrituras, que el Espíritu de Dios se mueva sobre la superficie de las aguas, y que traiga a la existencia las huestes de los cielos y de la tierra, ordenadas, con aliento, y resplandecientes.

Además de esta creación visible, existe también una invisible, la cual, en lo que a nuestro mundo se refiere, se concentra a sí misma en el corazón del hombre; por lo tanto, en segundo lugar, debemos ver en qué medida la obra del Espíritu Santo puede ser rastreada en la creación del hombre.

No hablamos del mundo animal. No porque el Espíritu Santo no tenga nada que ver con su creación. A través del Salmo 94:30, hemos demostrado lo contrario. Más aun, nadie puede negar los admirables rasgos de astucia, amor, fidelidad y gratitud que se encuentran en muchos animales. Aunque no seríamos tan necios como para basarnos en ello para decir que el perro es mitad humano; pues evidentemente, estas propiedades de animal superior no son sino preformaciones instintivas, bocetos del Espíritu Santo, llevados a su destino correcto únicamente en el hombre. Y aun así, aunque estos rasgos puedan resultar impactantes, en el animal no encontramos a una persona. El animal procede del mundo de la materia, y regresa a él; sólo en el hombre aparece lo que es nuevo, invisible y espiritual, dándonos la justificación para que busquemos una obra especial del Espíritu Santo en su creación.

De sí mismo, esto es, de un hombre, Job declara: “El espíritu de Dios me hizo, Y el soplo del Omnipotente me dio vida” (Job 33:4). El Espíritu de Dios me ha hecho. Aquello que soy como personalidad humana, es la obra del Espíritu Santo. A Él le debo lo humano y lo personal que me constituyen como el ser que soy. Y añade: “Y el soplo del Omnipotente me dio vida”, lo que, evidentemente, hace eco de las palabras: “Entonces Jehová Dios…sopló en su nariz aliento de vida” (Gn. 2:7).

Al igual que Job, tu y yo deberíamos sentir y reconocer que somos creados en Adán; cuando Dios creó a Adán, Él nos creó a nosotros; en la naturaleza de Adán, Él llamó a la existencia la naturaleza en la que ahora vivimos. Gn. 1 y 2 no es el registro de gente extranjera, sino de nosotros mismos- en cuanto a la carne y la sangre que llevamos con nosotros- la naturaleza humana en la que nos sentamos a leer la Palabra de Dios.

Aquél que lee su Biblia sin esta aplicación personal, lee fuera de propósito. Le deja frío e indiferente. Puede encantarle durante su infancia, cuando uno es aficionado a cuentos e historias, pero no tiene ningún control sobre él en los días de conflicto, cuando se encuentra con los hechos y realidades más duros de la vida. Pero, si nos acostumbramos a ver en este registro, la historia de nuestra propia carne y sangre, de nuestra propia naturaleza y vida humanas, y reconocemos que por generación humana brotamos de Adán y, por lo tanto, estábamos en Adán cuando él fue creado, entonces sabremos que cuando Dios formó a Adán del polvo, también nos formó a nosotros; que también estábamos en el Paraíso; que la caída de Adán fue también la nuestra. En una palabra, la primera página de Génesis no se relaciona con la historia de un extraño, sino con la de nuestro auténtico yo. El aliento del Todopoderoso nos dio vida, cuando el Señor formó al hombre del polvo, y sopló en su nariz y lo hizo un alma viviente. La raíz de nuestra vida se encuentra en nuestros padres, pero a través y más allá de ellos, la tierna fibra de esa raíz se remonta a través de la larga línea de generaciones, y recibió sus primeros comienzos cuando Adán respiró por primera vez el aire puro de Dios, en el Paraíso.

Y, sin embargo, aunque en el paraíso recibimos el primer inicio de nuestro ser, también existe un segundo inicio de nuestra vida, es decir, cuando cada uno de nosotros fue llamado individualmente a existir, a través de la raza, por la concepción y el nacimiento. Y sobre esto, Job también testifica: “El Espíritu de Dios… me dio vida”. (Job 33:4) Y nuevamente, en la vida del hombre pecador, existe un tercer inicio, cuando a Dios le agrada convertir a los malvados; y de esto también testifica el alma dentro de nosotros: “El Espíritu de Dios… me dio vida”.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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