En BOLETÍN SEMANAL

La Ley moral retiene a los que no se dejan vencer por las promesas.

El segundo cometido de la Ley es que aquellos que nada sienten de lo que es bueno y justo, sino a la fuerza, al oír las terribles amenazas que en ella se contienen, se repriman al menos por temor de la pena. Y se reprimen, no porque su corazón se sienta interiormente tocado, sino como si se hubiera puesto un freno a sus manos para que no ejecuten la obra externa y contengan dentro su maldad, que de otra manera dejarían desbordarse. Pero esto no les hace mejores ni más justos delante de Dios; porque, sea por temor o por vergüenza por lo que no se atreven a poner por obra lo que concibieron, no tienen en modo alguno su corazón sometido al temor y a la obediencia de Dios, sino que cuanto más se contienen, más vivamente se encienden, hierven y se abrasan interiormente en sus concupiscencias, estando siempre dispuestos a cometer cualquier maldad, si ese terror a la Ley no les detuviese. Y no solamente eso, sino que además aborrecen a muerte a la misma Ley, y detestan a Dios por ser su Autor, de tal manera que si pudiesen, le echarían de su Trono y le privarían de su autoridad, ya que no le pueden soportar porque manda cosas santas y justas, y porque se venga de los que menosprecian su Majestad.

Este sentimiento se muestra más claramente en unos que en otros; sin embargo, existe en todos los que no están regenerados; no se sujetan a la Ley voluntariamente, sino únicamente a la fuerza por el gran temor que le tienen. Sin embargo, esta justicia forzada es necesaria para la común utilidad de los hombres, por cuya tranquilidad se vela, al cuidar de que no ande todo revuelto y confuso, como acontecería, si a cada uno le fuese lícito hacer lo que se le antojare.

Para los futuros creyentes, la Ley es una gracia preparatoria. Y a una los mismos hijos de Dios no les es inútil que se ejerciten en esta pedagogía, cuando no tienen aún el Espíritu de santificación, y se ven agitados por la intemperancia de la carne. Porque mientras en virtud del temor al castigo divino se reprimen y no se dejan arrastrar por sus desvaríos, aunque no les sirva de mucho por no tener aún dominado su corazón, no obstante, en cierta manera se acostumbran a llevar el yugo del Señor, sometiéndose a su justicia, para que cuando sean llamados no se sientan del todo incapaces de sujetarse a sus mandamientos, como si fuera cosa nueva y nunca oída.

Es verosímil que el Apóstol quisiera referirse a esta función de la Ley cuando dice que «la ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes, para los impíos y los pecadores, para los irreverentes y profanos, para los parricidas y los matricidas, para los homicidas, para los sodomitas, para los secuestradores, para los mentirosos y perjuros, y para cuanto se oponga a la sana doctrina» (1Tim. 1:9). Porque con estas palabras prueba que la Ley es un freno para la concupiscencia de la carne, la cual de no ser así refrenada, se desmandaría sin medida alguna.

El testimonio de la experiencia

A ambos propósitos se puede aplicar lo que dice el Apóstol en otro lugar, que la Ley ha sido para los judíos un pedagogo que los encaminara a Cristo (Gál. 3,24). Porque hay dos clases de hombres a los que ella dirige hacia Cristo con sus enseñanzas.

Los primeros son aquellos de quienes hemos hablado, que por confiar excesivamente en su propia virtud y justicia, no son aptos para recibir la gracia de Dios, si no desechan primero esta opinión. Y así la Ley, al ponerles delante de los ojos su miseria, hace que se humillen, preparándolos de esta manera a desear lo que ellos creían que no les faltaba.

Los segundos son los que tienen necesidad de freno para ser retenidos, a fin de que no suelten las riendas al ímpetu de su carne y se olviden por completo de vivir según la justicia. Porque donde quiera que no domina aún el Espíritu de Dios, son tan enormes y exorbitantes a veces las concupiscencias, que hay peligro de que el alma, enredada en ellas, caiga en olvido y menosprecio de Dios. Y evidentemente así sucedería, si no proveyera el Señor con este remedio de retener con el freno de su Ley a aquellos en los que aún domina la carne. Por eso, cuando no regenera inmediatamente a los que ha escogido para la vida eterna, los mantiene hasta el tiempo de su visitación por medio de la Ley en el temor, que no es puro ni perfecto, cual conviene a los hijos de Dios; pero sí útil durante aquel tiempo, para que conforme a su capacidad sean como guiados de la mano a la verdadera piedad.

De esto tenemos tantas experiencias, que no es necesario alegar ningún ejemplo. Porque todos aquellos que durante algún tiempo vivieron en la ignorancia de Dios convendrán en que mediante el freno de la Ley se mantuvieron en un cierto temor y respeto a Dios, hasta que regenerados por el Espíritu de Dios, comenzaron a amarle de verdad y de corazón.

   —

Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

Al continuar utilizando nuestro sitio web, usted acepta el uso de cookies. Más información

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra POLÍTICA DE COOKIES, pinche el enlace para mayor información. Además puede consultar nuestro AVISO LEGAL y nuestra página de POLÍTICA DE PRIVACIDAD.

Cerrar