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Las buenas obras que los cristianos están llamados a hacer (y que deben hacer) son el resultado de la obra que Dios efectuó de antemano en ellos.

Por este motivo es por lo que Pablo en Efesios 2:10 escribe un prefacio antes de exigir buenas obras. «Porque somos hechura suya». Es por el mismo motivo que, siguiendo esta línea de pensamiento, en la siguiente epístola, dice: «Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil. 2:12-13).

Es porque Dios está obrando en nosotros por lo que haremos y hacemos estas obras que le agradan.

En Efesios 2:10, Pablo llama a esta obra de Dios una nueva creación, diciendo que «somos… creados en Cristo Jesús para buenas obras».

No cabe duda de que Pablo presenta un contraste entre nuestra nueva creación en Cristo y nuestra vieja creación en Adán, del mismo modo que en Romanos 5:12-21. Cuando Dios hizo al primer hombre, lo hizo perfecto para toda buena obra. Pero Adán cayó, como ya sabemos. Desde ese entonces, según la perspectiva de Dios, la mejor de las buenas obras de Adán y su descendencia han sido «buenas obras» malas. Están contaminadas por el pecado, porque no brotan de un amor puro a Dios sino que surgen de un deseo de enriquecer nuestra reputación o nuestra posición en la sociedad.

Pero ahora, Dios vuelve a crear a esos hombres y los une al Señor Jesucristo. Hace nacer algo que hasta ese momento no existía y por lo tanto ahora existen nuevas posibilidades. Antes, la persona que estaba sin Cristo era, para usar la frase de San Agustín, non posse non peccare («incapaz de no pecar»). Ahora, esta persona es posse non peccare («capaz de no pecar») y tiene la posibilidad de hacer buenas obras.

En esta recreación espiritual Dios nos da un nuevo conjunto de sentidos. Antes, veíamos con nuestros ojos físicos, pero éramos espiritualmente ciegos. Ahora, vemos con ojos espirituales, y todo parece nuevo. Antes, éramos espiritualmente sordos. La Palabra de Dios nos hablaba, pero no tenía ningún sentido para nosotros. Y si lo tenía, rechazábamos esa Palabra y la resistíamos. Ahora nos han sido dados oídos para escuchar lo que el Espíritu de Dios dice, y podemos oír y responder a las enseñanzas bíblicas.

Antes, nuestro pensamiento estaba ciego. A lo que era bueno, lo llamábamos malo; a lo que era malo, lo llamábamos bueno. En realidad, nos gozábamos en lo malo, y no podíamos comprender qué era lo que estaba mal cuando «la buena racha» se convertía de pronto en malos momentos y nos sentíamos miserables. Las cosas del Espíritu de Dios eran «locura» para nosotros (2 Co. 2:14). Pero ahora nuestro pensamiento ha sido transformado; evaluamos las cosas de distinta manera, y nuestras mentes son renovadas día a día (Rom. 12:1-2).

Antes, nuestro corazón estaba endurecido. Odiábamos a Dios, y no nos importaban tampoco las demás personas. Ahora, nuestros corazones han sido afectados por el amor de Dios, y lo que Él ama, nosotros también lo amamos. «Amamos porque él nos amó primero» (1 Jn. 4:19).

Como nuestros corazones han sido rehechos, ahora le damos pan al hambriento, agua a los que están sedientos, cobijo a los extraños, abrigo a los desnudos, cuidado a los enfermos y consuelo a los que están en las cárceles, tal y como Jesús dijo que debíamos hacer si queremos sentarnos con Él en gloria.


Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice

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