​Los cambios que trae la santificación a nuestras vidas obran desde dentro hacia fuera. Nuestras conductas externas manifiestan la disposición interna de nuestro corazón y el pensamiento de nuestras mentes. La evidencia fundamental de la nueva obra que el Espíritu Santo ha llevado a cabo en el hombre para hacerlo una nueva criatura actúan en su mente, en su corazón y en su voluntad. Sin estas evidencias, cualquiera puede tener serias dudas de que es salvo.

Hay tres cambios importantes que el Espíritu Santo obra en nosotros al trabajar sobre nuestras mentes y nuestros corazones. Hay un cambio en nuestra conciencia. El Espíritu despierta dentro de nosotros una nueva conciencia. Al escuchar atentamente la Palabra de Dios, llegamos a estar conscientes de las cosas de Dios en una nueva manera. Al nacer de nuevo, he aquí, todas las cosas son hechas nuevas. Obtenemos discernimiento espiritual:

1Co 2:12  Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido,
1Co 2:13  lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual.
1Co 2:14  Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.
1Co 2:15  En cambio el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie.
1Co 2:16  Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo.

    Tener la mente de Cristo es pensar como Él lo hace. Es afirmar lo que Él afirma y negar lo que Él niega. Es amar lo que Él ama y aborrecer lo que Él aborrece.
    Nuestra santificación comienza a tomar posesión de nosotros cuando nuestro pensamiento cambia. Llegamos a ser conscientes de una nueva perspectiva, un nuevo y completo sistema de valores.
    Sin embargo, no basta con que estemos meramente conscientes de la verdad. Para que actuemos según la verdad, esa conciencia debe involucrar un nivel de intensidad que llamamos convicción.
    El Espíritu Santo obra no solamente para darnos una conciencia de la verdad; Él obra para convencernos de la verdad. Nos declara culpables de pecado y de injusticia. Yo puedo pensar o comprender, por ejemplo, que robar es incorrecto. Sin embargo, si esa comprensión es vaga y débil, es improbable que mi conducta cambie.
    Para cada verdad que Dios revela hay una mentira correspondiente que la ataca. Podemos comprender que la fornicación es un pecado. No obstante, las voces de nuestra cultura proclaman tan fuerte y persistentemente que es normal y está bien, que nuestra resolución a favor de la castidad se debilita. Si hemos de evitar las seducciones de nuestra cultura, debemos estar firme y totalmente convencidos de la pecaminosidad del pecado.
    El cambio en la conducta llega a ser dramático cuando atravesamos las etapas que van de la conciencia a la convicción y alcanzan el punto en que nuestras conciencias cambian.
    La conciencia del hombre es un mecanismo poderoso pero cambiable. Ha sido llamada “la voz interna de Dios”, una especie de gobernador incorporado que nos acusa o nos excusa. La conciencia sirve como monitor de nuestra conducta. El problema con nuestra conciencia es que puede ser agudamente sensible a la Palabra de Dios o puede ser insensibilizada.
    Como pecadores, somos adeptos a cauterizar nuestras conciencias. Somos maestros de la racionalización a través de la cual apagamos el sonido acusador de la voz interior.
    Hay personas que arguyen furiosamente que el aborto es un mal monstruoso, mientras otras afirman que es moralmente justificable. La persona que copia en la escuela o engaña en el trabajo tiene para ello una justificación intrincadamente concebida. Seguramente Hitler proveyó una justificación moral para sus acciones en el Holocausto. Pocas personas dicen directamente “Lo que estoy haciendo es malo, pero de todas maneras lo hago porque lo disfruto”.
    Podemos admitir que ciertas acciones son pecaminosas, pero insistimos en que el pecado que hay en ellas es menor e intrascendente. Podemos incluso añadir la excusa abarca todo “Al menos soy honesto en cuanto a lo que hago”, como si admitir honestamente un crimen excusara el crimen.
    Es poco frecuente para nosotros siquiera reconocer o admitir la gravedad de nuestro pecado. Nuestras confesiones de pecado tienden a carecer de una convicción profunda.
    Dios habló a través del profeta Jeremías para reprender a la nación de Israel por ser autocomplaciente:

    Pero a pesar de todo esto, aún dices: “Soy inocente, ciertamente su ira se ha apartado de mí.” He aquí, entraré en juicio contigo porque dices: “No he pecado.” (Jeremías 2:35)

    Jeremías comparó a Israel con alguien que tiene “frente de ramera, no quisiste avergonzarte” (3:3). Como la ramera, Israel, a través de un pecado constante y repetido, perdió su capacidad de avergonzarse.

    El pecado de Israel revela el devastador resultado de una conciencia cauterizada. Israel llegó a estar cada vez más cómoda con su pecado hasta el punto en que podía pecar y ya no sentirse culpable. Había silenciado efectivamente la voz de la conciencia. Su conciencia comenzó a trabajar para excusar a Israel cuando debería haberle acusado.

    Una buena conciencia es aquella que ha sido entrenada por el Espíritu Santo a través de la Palabra de Dios. Cuando entendemos claramente la verdad de Dios y ésta nos convence firmemente, entonces el gobernador de la conciencia comienza a dirigirnos guiándonos a la justicia. La conciencia espiritualmente madura es escrupulosa. No admite lo que la carne admite.

    La conciencia cristiana debe estar viva a la Palabra de Dios. No es un tirano que nos paraliza mediante una culpa morbosa. Si es entrenada por la Palabra de Dios, será saludable. Nos sentiremos culpables cuando verdaderamente seamos culpables. Eso es tan esencial para la salud espiritual como lo es el dolor real para la salud física. El dolor señala una enfermedad. Si perdemos la capacidad de experimentar dolor, no tenemos un sistema de alerta frente a las enfermedades serias.

    Pepe Grillo le dijo a Pinocho “Siempre deja que tu conciencia sea tu guía”. Ese es un consejo fatal si la conciencia está cauterizada y en desarmonía con la Palabra de Dios. No obstante, es un consejo sano si, como sucedió con Lutero, nuestras conciencias son tomadas cautivas por la Palabra de Dios.

    De ser conscientes frente a la Palabra de Dios, el Espíritu nos mueve a experimentar una convicción acerca de ella. A partir de esa convicción, el Espíritu redime nuestras conciencias para que podamos ser conformados a la imagen de Cristo. Este es el objetivo de la santificación, el punto final que el Espíritu se esfuerza por desarrollar en nuestro interior.

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Extracto del libro: «El misterio del Espíritu Santo» de R. C. Sproul

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