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“El pecado es infracción de la ley.”—1 Juan 3:4

¿Qué es lo que el pecado provocó, corrompió y destruyó en Adán, el portador de la imagen de Dios?

Aunque sólo podemos tocar esta pregunta ligeramente, no podemos pasarla por alto. Es evidente que, para entender correctamente la obra del Espíritu en la regeneración y restauración del pecador, el conocimiento de esta condición es absolutamente imperativa. El remiendo debe ser acorde a la rotura. Debe reconstruirse el muro donde se ha hecho la brecha. El bálsamo debe ajustarse a la naturaleza de la herida. Sea cual sea la enfermedad, tal debe ser también su cura. O aún más, tal como es la muerte, así debe ser también la resurrección. La caída y el levantamiento son interdependientes.  

Las generalidades respecto a esto son inútiles. Los ministros que buscan descubrir y exponer al hombre al pecado a través de decir simplemente que los hombres están completamente perdidos, muertos en sus delitos y pecados, carecen la de la única fuerza cortante que puede abrir las úlceras putrefactas del corazón. Estos graves asuntos han sido tratados demasiado livianamente. Por tanto, al ignorar declaraciones generales y superficiales, regresamos simplemente a las formas probadas y demostradas de los padres.

Comenzaremos haciendo referencia a uno de los principales errores de nuestro tiempo, a saber, el del resucitado maniqueísmo.

Sería muy interesante presentar a la iglesia actual esta burbujeante y fascinante herejía de forma condensada. El efecto inmediato sería un descubrimiento del origen o de la semejanza familiar de mucha enseñanza perniciosa que se introduce en la Iglesia bajo un nombre cristiano y por hombres creyentes. Pero esto es imposible. Nos limitaremos a algunos pocos rasgos.

La misión de la verdad divina en este mundo no es mezclarse con la sabiduría de éste, sino exponerla como mentira. La sabiduría divina no comulga con las especulaciones o vanas ilusiones de la sabiduría mundana, sino que las llama locura y exige su sometimiento. En el Reino de la verdad, la luz y las tinieblas son declaradas como opuestos. Por consiguiente, la Iglesia, al entrar en contacto con el aprendizaje y la filosofía del mundo gentil, entró en conflicto directo y abierto con éste.

Comparado con Israel, el mundo pagano era maravillosamente sabio, docto y científico. Y desde su punto de vista científico, éste miraba en menos, con gran desprecio e infinita displicencia a la insensatez del cristianismo. Ese cristianismo insensato, ignorante e iletrado no sólo era falso, sino que también muy poco merecedor de su atención, indigno siquiera de ser debatido. En Atenas, las personas bondadosas les daban una sonrisa homérica a estos hombres irracionales y a su palabrería absurda, mientras que los perversos los ridiculizaban con una amarga sátira. Pero ninguno de los dos grupos consideró seriamente el asunto, debido a que no era científico.

Con todo, a pesar de esto, ese cristianismo estúpido iba a la vanguardia. Progresaba. Lograba influencia, incluso poder. Al fin las grandes mentes y los genios de esos días empezaban a sentirse atraídos hacia él. Había llegado la hora y después  de un conflicto de casi un siglo de duración, llegó la hora en la que el mundo pagano estuvo obligado a bajarse de su vanidad y a reconocer aquel cristianismo ignorante, iletrado y no científico. La predicación vívida de esos nazarenos había ahogado las disputas de esos filósofos desabridos. Muy pronto la corriente de la vida del mundo pasó por sus escuelas y fluyó por el cauce de ese Jesús maravilloso e inexplicable. Aun antes de que la Iglesia tuviera dos siglos de vida, el paganismo soberbio descubrió que, al estar mortalmente herido, su vida estaba en juego.

Luego, bajo la apariencia de estar dando honra al cristianismo, Satanás lo hirió gravemente con gran astucia, inyectándole veneno al corazón. En el siglo segundo hubo tres sistemas doctos y complicados, a saber, el Gnosticismo, el Maniqueísmo y el Neo-Platonismo, los cuales hicieron un gigantesco esfuerzo por suavizarlo con la mortal influencia de sus filosofías paganas.

Existían dos imperios en el paganismo cuando la cruz fue alzada en el Calvario: uno en el oeste con Roma y Grecia, y otro en el este con sus centros en Babilonia y Egipto. En cada uno de estos centros, Babilonia y Atenas, había hombres con excepcionales poderes mentales, con una erudición exhaustiva y con una profunda sabiduría. Ambos centros recibieron influencia de una filosofía mundana y pagana, aunque de naturaleza diferente en ambos lugares. Desde estos centros procedió el esfuerzo por ahogar al cristianismo en las aguas de su filosofía. El neoplatonismo trató de lograr esto en el Oeste. El maniqueísmo en el Este y el gnosticismo en el centro.

Manes fue el hombre que concibió aquel sistema magnífico, fascinante y seductor que lleva su nombre. Fue un profundo pensador y murió alrededor del año 270. Era un hombre de una mente genial, piadosa y seria. Confesaba creer en Cristo. Incluso su meta y el objeto de su fervor era extender el Reino de Dios. Pero había una cosa que le molestaba. El eterno conflicto entre el cristianismo y su propia ciencia y filosofía. Él creía que había puntos de acuerdo y contacto entre ambos, y que conciliarlos no era imposible. Salvar al abismo le parecía precioso. Uno puede caminar hacia el mundo pagano y darse cuenta de que sus brillantes filosofías descubren muchos elementos de origen divino; regresar al cristianismo guió a algunos importantes paganos a la cruz de Cristo. La profunda gloria de la fe cristiana le llenó de entusiasmo. Aun así, se quedó casi cegado por la falsedad inherente de la filosofía pagana. Estando ambos fundidos en su alma, su meta fue idear un sistema en que ambos pudieran estar entretejidos y transformados en un todo admirable.

Es imposible presentar aquí su sistema, el cual demuestra que Manes había meditado cada pregunta trascendente de vital importancia y había medido exhaustivamente todas las dimensiones de su cosmología. Todo lo que podemos hacer es demostrar cómo este sistema condujo a engendrar ideas falsas en cuanto al pecado.

Esto se produjo por su noción errada de que la palabra “carne” sólo se refiere al cuerpo, cuando la Escritura la usa haciendo referencia al pecado, esto es, toda la naturaleza humana, la que no ama las cosas de arriba, sino las cosas de la carne. La carne en este sentido se refiere más directamente al alma que al cuerpo. Las obras de la carne son de dos clases: una, en cuanto al cuerpo, son los pecados relativos a la fornicación y la lujuria. La otra, tocante al alma, consiste en pecados de orgullo, envidia y odio. En la esfera de las cosas visibles culmina su imagen con fornicación desvergonzada. En el reino de las cosas invisibles, termina con un orgullo obcecado.

La Escritura enseña que el pecado no se origina en la carne, sino en Satanás, un ser que no tiene cuerpo. Originándose en él, se introdujo lentamente en el alma del hombre primeramente, y luego se manifestó en su cuerpo. Por tanto, es antibíblico igualar “carne” y “espíritu” a “cuerpo” y “alma”. Esto es justamente lo que Manes hizo. Y este es el objeto de su sistema en todos sus rasgos. Él enseñó que el pecado es inherente a la materia, a la carne, a todo lo que es tangible y visible. “El alma”, dice, “es tu amiga, pero el cuerpo es tu enemigo. Resistir con éxito la excitación de la sangre y del paladar te librará del pecado.” En su propio contexto oriental, él veía muchos más pecados carnales que espirituales. Y siendo engañado por este concepto, cerró sus ojos a esto último, o lo explicó como algo provocado por la excitación proveniente de la materia maléfica.

Con todo, Manes era bastante consistente, lo que no podía ser de otro modo, siendo el gran pensador que era. Él concluyó de una manera muy singular, esencial a su sistema de invenciones, que Satanás no era un ángel caído, un ser espiritual e incorpóreo, sino que era la materia en sí. Escondido en la materia había un poder que tentaba al alma, y ese poder era Satanás. Esto explica cómo Manes pudo ofrecer a la Iglesia una doctrina tan única y antibíblica.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper 

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