En BOLETÍN SEMANAL
Para que la brillantez y el resplandor de la palabra "trono" no sea demasiado para la visión humana, nuestro texto ahora nos regala una palabra suave, amable y delei­tosa: Gracia.

 

EL TRONO DE LA GRACIA

 

Texto: «Al trono de la gracia.»

Hebreos 4:16

II. Para
que la brillantez y el resplandor de la palabra «trono» no sea
demasiado para la visión humana, nuestro texto ahora nos regala una palabra
suave, amable y delei­tosa: Gracia.

 

Somos llamados al trono de la gracia, no
al trono de ley. El rocoso Monte Sinaí era el trono de la ley, cuando Dios vino
a Paran con diez millares de sus santos. ¿Quién querría acercarse a ese trono?
Ni siquiera Israel. Se fijaron límites alrededor del monte, y sin aun una
bestia tocaba el monte era apedreada o atravesada con una lanza. Vosotros, los
que sois justos ante vuestros propios ojos y que esperáis poder obedecer la
ley, y pensáis que podéis ser salvos por ella, mirad las llamas que Moisés vio
y estremeceos y temblad, y desesperad. No es ese el trono al que ahora nos
acercamos, porque por medio de Jesús el caso  ha cambiado. 

 

Hoy no vamos a hablar del trono del juicio
final. Todos concurriremos ante él, y cuan­tos hayamos creído encontraremos que
es un trono de gracia, a la vez que trono de justicia. Porque Aquel que está
sentado sobre el trono no pronunciará sentencia de condenación contra la
persona que es justificada por la fe. Es un trono establecido con el propósito
de dispensar la gracia, un trono desde el cual cada expresión es una expresión
de gracia. El cetro que desde él se extiende es el cetro de plata de la gracia.
Los decretos que desde él se promulgan tienen el propósito de otorgar gracia.
Los dones que desde allí se distribuyen a los que están al pie de los escalones
de oro son dones de gracia. El que se sienta sobre el trono, el mismo es la
gracia. Cuando oramos nos acercamos al trono de la gracia.

 

Si vengo en oración ante el trono de la
gracia, entonces serán disimuladas las faltas de mi oración. Al comenzar
a orar, queridos amigos, vosotros sentís como si no estuvierais orando. Los
gemidos de vuestro espíritu, cuando os levantáis de vuestras rodillas son tales
que pensáis que no hay nada en ellos.  Vosotros
no habéis ido al trono de la justicia, de otro modo cuando Dios percibió la
falta en la oración la habría desdeñado. Tus palabras entrecortadas, tus jadeos
y tartamudeos están ante el trono de la gracia. Cuando alguno de nosotros ha
presentado sus mejores oracio­nes ante Dios, si la ve como Dios la ve, no hay
duda que
haría un gran lamento por
ella. Porque en la mejor de las oraciones que se haya orado hay suficiente
pecado como para que sea desechada por Dios. Pero digo nuevamente que no es un
trono de juicio, y hay esperanza para nuestras débiles y pocas convincentes
oraciones. Nuestro condescendiente Rey no mantiene una etiqueta rígida en su
corte como la que obser­van los príncipes entre los hombres, donde un pequeño
error o una imperfección resultarían en la desgracia del peticionario. Oh, no.
Los defectuosos clamores de sus hijos no son critica­dos severamente por Él. Nuestro
Señor Jesucristo, pone cuidado y altera y enmienda cada oración que se le
presenta y hace que la oración sea perfecta con su perfección, y que prevalezca
por Sus méritos. Dios considera la oración presentada por medio de Cristo, y
perdona todas sus faltas inherentes. ¡Cómo debiera esto estimularnos a los que
nos damos cuenta de que somos débiles, erráticos y poco hábiles en la oración!
Si no puedes suplicar a Dios, como la hacías en los años que ya se han ido, si
puedes sentir que de uno u otro modo has perdido la práctica en la tarea de la
súplica, no te des por vencido, regresa aún, y preséntate, sí, con más frecuencia,
porque no es un trono de críticas severas, es un trono de gracia al cual te ha
acercado. Entonces, puesto que es un trono de gracia, las faltas del
peticionario mismo no impedirán el éxito de su oración.
¡qué faltas hay en
nosotros! ¡Cuán inadecuados somos para ir ante un trono! ¡Estamos tan
contaminados por el pecado por dentro y por fuera! No podría decirnos
«Orad,» ni siquiera a vosotros los santos, si no hubiera un trono de
gracia, mucho menos podría hablar de oración a vosotros los pecadores. Pero
ahora diré esto a cada pecador que haya existido: clama al Señor y búscale mien­tras
pueda ser hallado. Un trono de gracia es un lugar adecuado para ti:
arrodíllate. Con fe sencilla acude a tu Salvador, porque Él, sí, Él es el trono
de la gracia. Es en Él que Dios puede dispensar gracia al más culpable de la
huma­nidad. Ni las faltas de la oración ni las del que suplica cerrarán las
puertas a nuestras peticiones del Dios que se deleita en los corazones
contritos y humillados.

 

Si es un trono de la gracia, entonces los
deseos del que suplica serán bien interpretados.
Si no puedo encontrar las
palabras para expresar mis deseos sin palabras, Dios en su gracia leerá mis
deseos sin palabras. El capta el sentido de sus santos, el significado de sus
gemidos. Un trono que no fuera de la gracia no se tomaría la molestia de
descifrar nuestras peticiones; pero Dios, el infinitamente misericordio­so,
buceará en el alma de nuestros deseos, y leerá allí lo que no podemos hablar
con la lengua. Habéis visto a un padre, cuando su hijito está tratando de
decirle algo, sabe muy bien lo que el pequeño está procurando hablar, le ayuda
a formar las palabras y las sílabas, y si el niño ha medio olvidado lo que iba
a decir, el padre sugiere la palabra. Así ocurre con el siempre bendito
Espíritu: desde el trono de la gracia nos ayudará, nos enseñará las palabras,
sí, y escribirá en nues­tros corazones nuestros deseos mismos. En las
Escrituras tenemos casos en que Dios pone palabras en boca de los pecadores. «Lleva
contigo palabras,» le dice, «Y dile: Recí­benos con misericordia y
ámanos libremente.» El pondrá los deseos, y dará además la expresión de
aquellos deseos en tu Espíritu por su gracia. El dirigirá tus deseos a las
cosas que deberías buscar. El te enseñará tu necesidad como si tú no la
conocieras. El sugeriría las promesas a las que puedes re­currir para orar. En
realidad, El será el Alfa y la Omega de tu oración, así como lo es en
salvación. Porque así como la salvación es por gracia, de principio a fin, el
acercamiento del pecador al trono de la gracia es pura gracia de principio a
fin. ¡Qué consolador es esto! Queridos amigos, ¿no nos acerca­remos con la
mayor de las confianzas a este trono mientras sorbemos el dulce significado de
esta preciosa frase «el trono de la gracia?»

 

Si es un trono de gracia, entonces todas
las necesidades de los que se acercan serán suplidas.
El rey de ese trono
no dirá «Debes traerme presentes, debes ofrecerme sacrificios.» No es
un trono para recibir tributos; es un trono que dispensa

dones. Entonces, venid vosotros que sois
pobres, venid vosotros que estáis reducidos a la bancarrota por la caída de
Adán y por vuestras propias transgresiones. Este no es el trono de la majestad
que se mantiene por los impuestos que recoge de entre sus súbditos, sino un
trono que se glorifica cuando derrama, como una fuente, corrientes de cosas
buenas. Venid ahora, y recibid el vino y la leche que se dan libremente; sí,
venid, comprad vino y leche, sin dinero y sin precio. Todas las necesidades del
peticionario serán suplidas, porque es un trono de gracia.

 

El trono de la gracia. La frase crece a medida
que retorna a mi mente, y para mí es una reflexión altamente placentera que si
acudo al trono de la gracia en oración, puedo sentir que tengo mil defectos,
pero, no obstante, hay esperanzas. Usualmente me siento menos satisfecho con
mis oraciones que con cualquier otra cosa que hago. No creo que es cosa fácil
orar en público, como lo es dirigir de forma correcta la adoración en una gran
congregación. A veces oímos que se elogia a personas porque predican bien, pero
si alguno es capacitado para orar bien, habrá un don igual y una gracia
superior en ello. Pero, hermanos, supongamos que en nues­tras oraciones haya
defectos de conocimientos; es un trono de gracia, y nuestro Padre sabe que
tenemos necesidad de estas cosas. Supongamos que haya defectos de fe; El ve
nuestra poca fe y todavía no nos rechaza, a pesar de ser poca. En cada
caso no mide su dádiva por el grado de nuestra fe, sino por la sinceridad y
veracidad de la fe. Y si hay defectos graves en nuestro espíritu y fracasos en
el fervor o en la humildad de la oración, aún, pese a que estas cosas no
debieran ocurrir y son muy deplorables, la gracia las pasa por alto, las perdona,
y sigue su mano misericordiosa extendida para enriquecernos conforme a nuestras
necesidades. Ciertamente esto debiera inducir a muchos a orar y que todavía no
han orado, y debiera hacer que lo que han estado por largo tiempo acostumbrados
al uso del consagrado arte de la oración se acerquen con mayor confianza que
nunca ante al trono de la gracia.

Al continuar utilizando nuestro sitio web, usted acepta el uso de cookies. Más información

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra POLÍTICA DE COOKIES, pinche el enlace para mayor información. Además puede consultar nuestro AVISO LEGAL y nuestra página de POLÍTICA DE PRIVACIDAD.

Cerrar