A juzgar por el lugar tan prominente que Dios le ha dado a la música, tanto en Su creación, la revelación general, como en Su Palabra, la revelación especial, tal parece que tenemos razones suficientes para suponer que Dios ama la música. Él no solo llenó Su creación de ella, sino que dio al hombre una capacidad sorprendente de producir música y de crear música. De hecho, la voz humana sigue siendo el instrumento musical más versátil que existe.

Alguien dijo al respecto “que Dios ha organizado maravillosamente la voz humana hasta el punto que, en la garganta y los pulmones hay catorce músculos directos que pueden emitir hasta dieciséis mil sonidos diferentes, y además hay otros treinta indirectos, los cuales se ha calculado que pueden emitir más de ciento setenta y tres millones de sonidos” (cit. por E. B. Gentile; Adora a Dios; pg. 211-212).

Dios te dio la capacidad de cantar, porque El quiere que le alabemos cantando. El se deleita cuando Su pueblo le canta. Pero no meramente por un deleite estético, sino porque en ese canto reflejamos Su imagen en nosotros, proclamamos Su gloria y nos relacionamos con El en una dimensión más plena de amor y comunión íntima. Voy a explicar esto más detenidamente.

Esa tendencia que el hombre tiene a expresar sus emociones a través del canto, no es más que un reflejo de la imagen y semejanza de Dios en nosotros. Nuestro Dios no solo creó la música, sino que El se revela a Sí mismo en Su Palabra como un Ser que expresa sus emociones, cantando.

Dice en Sof. 3:17: “Jehová está en medio de ti, poderoso, él salvará; se gozará sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cánticos”. Otra traducción puede ser: “… se regocijará por ti con cantos de júbilo”.

Nuestro Dios canta, y nosotros, como criaturas creadas a Su imagen y como hombres y mujeres redimidos para la alabanza de la gloria de Su gracia (Ef. 1:6, 12, 14), debemos dar expresión a nuestros sentimientos religiosos a través del canto.

Dios pide de nosotros que le amemos con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas; es decir, con todas nuestras facultades como hombres. Y el canto es un vehículo a través del cual podemos manifestar una dimensión de ese amor y confianza en Dios, que difícilmente puede ser expresado con la misma intensidad a través de la prosa.

John Piper dice al respecto: “La razón por la que nosotros cantamos es porque existen profundidades y alturas e intensidades y tipos de emoción que no podrían ser expresadas satisfactoriamente por la prosa, o aún por la lectura poética. Existen realidades que demandan movernos de la prosa a la poesía, y algunas demandan que la poesía sea llevada más lejos y convertida en canción” (J. Piper; Dic. 28, 1997).

Con esto en mente, volvamos una vez más al tema de la llenura del Espíritu. Hermanos, ¿cuál es la obra que hace el Espíritu de Dios en nuestros corazones para traernos eficazmente a Cristo en arrepentimiento y fe? Iluminar nuestro entendimiento para comprender en una forma salvadora las grandes verdades del evangelio y transformar nuestros corazones para responder apropiadamente. No se trata de un mero entendimiento intelectual del contenido de ciertas doctrinas, sino de una certeza inconmovible en la realidad de lo que esas doctrinas enseñan.

Nosotros sabemos que el Dios que hizo los cielos y la tierra, nos escogió desde antes de la fundación del mundo para hacernos partícipes de la salvación que es en Cristo Jesús. Nosotros sabemos que en El todos nuestros pecados fueron perdonados y que por Su pura gracia se nos ha concedido el don de la vida eterna. Nosotros sabemos que nuestro Dios es fiel, inmutable, todopoderoso, perfecto en justicia, en amor y en santidad, y que ha hecho un pacto con Su pueblo de no volverse atrás de hacernos bien.
Nosotros sabemos que fuimos librados de la condenación del infierno y que tenemos en Cristo una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para nosotros.
El Espíritu Santo no solo nos ha hecho entender estas verdades, sino que también las hace reales en nuestra mente, en nuestros afectos y en nuestra voluntad. Y eso es lo que hace que el creyente lleno del Espíritu cante. Ningún ser humano en este mundo tiene más razones objetivas para cantar que el hijo de Dios, porque nadie ha sido hecho partícipe de realidades más gloriosas, realidades que difícilmente podrán ser expresadas en toda su dimensión únicamente a través de nuestro hablar.

¿Saben por qué Dios se deleita cuando Sus hijos le alaban cantando? Porque ese canto es una manifestación tangible de esa obra del Espíritu en nuestro ser interior, implantando en nosotros aquellas verdades que El quiere que nosotros conozcamos y creamos. El canto del creyente es una respuesta de fe a la revelación divina. Es por eso que el cristiano puede cantar alabanzas a Dios, aún cuando se encuentra en medio de situaciones difíciles. Cuando Pablo y Silas fueron golpeados y encarcelados en Filipos, dice en Hch. 16:25 que “a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios”.

Por más terribles que sean nuestras circunstancias, Dios sigue sentado en Su trono; El sigue siendo sabio, bueno, misericordioso, amante y fiel. Y cuando un creyente eleva su voz en alabanza, independientemente de las dificultades que tenga a su alrededor, está proclamando su confianza inquebrantable en el Dios de su salvación. Entonces, ¿por qué cantamos? Porque Dios quiere que le cantemos, porque El se deleita en nuestro canto, a pesar de que El conoce nuestras debilidades, y sabe que muchas veces tenemos que luchar contra nosotros mismos para cantar de corazón y no como un mero ejercicio de labios.

Hay una diferencia abismal entre el hipócrita que se conforma con su adoración externa, y el creyente que está en el campo de batalla trayendo una y otra vez sus pensamientos cautivos a la obediencia a Cristo.

Algún día todos los creyentes tributaremos a Dios una alabanza perfecta, pero eso será cuando estemos en Su presencia, libres por completo de la actividad del pecado en nuestras vidas. Mientras tanto, podemos y debemos seguir trayendo nuestros sacrificios de alabanza, sabiendo que esos sacrificios espirituales son aceptables a Dios por medio de Jesucristo, como dice en 1P. 2:4. La sangre de Cristo que nos limpia de todo pecado, también purifica nuestras alabanzas para que suban como olor fragante delante de Dios y sean un deleite para Su corazón Paterno.

Recientemente estaba sentado en un culto de adoración, cuando me di cuenta que la persona que estaba sentada a mi lado no estaba cantando; así que le acerqué el himnario para que pudiera leer la letra, pero esta persona, que es creyente, se excusó diciéndome que la razón por la que no cantaba, era porque no sabía cantar. Como estábamos en medio del culto, no podía impartirle una extensa enseñanza al respecto, pero rápidamente le dije que el Señor recibía sus alabanzas por medio de Cristo, independientemente de su voz.

Pablo no dice en Ef. 5 que los creyentes llenos del Espíritu que tienen buena voz, son los que deben alabar al Señor con Salmos, con himnos y cánticos espirituales. Allí dice simplemente que una de las manifestaciones visibles del control del Espíritu en nuestras vidas, es que cantemos alabanzas.

Alguien puede preguntar: “¿Y qué de Col. 3:16? Porque allí dice que debemos cantar con gracia”. Si, pero eso no se refiere a la gracia que algunos tienen de cantar bien. De lo que Pablo está hablando allí es de la operación de la gracia de Dios en nuestros corazones. Todos los que han sido salvados por gracia, por esa misma gracia ahora pueden cantar alabanzas a Dios. Cantemos, entonces, porque no hay que tener la voz de Plácido Domingo para deleitar los oídos de Dios. Todo lo que se requiere es un corazón creyente y una garganta dispuesta para dar a Dios la gloria debida a Su nombre.

Pero hay otra dimensión del canto que no debemos pasar por alto, y es el beneficio que nosotros derivamos y producimos al cantar. Noten una vez más el texto de Ef. 5:19: “No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu, hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones”.

¿A quién debemos dirigirnos al cantar cuando participamos del culto de adoración, al Señor o a los demás miembros de la iglesia? A los dos. Pablo dice: “hablando entre vosotros… cantando y alabando al Señor”.

Nuestros cantos congregacionales poseen una dimensión vertical y una dimensión horizontal que actúan juntamente. Cuando nosotros cantamos al Señor, nos enseñamos y exhortamos unos a otros, a la vez que fortalecemos la unidad de la iglesia. Como bien ha dicho alguien: “Cantar juntos el evangelio como iglesia, forja una unidad alrededor de nuestras doctrinas y prácticas distintivamente cristianas. Nuestros cantos congregacionales funcionan como credos devocionales. Nos proveen un lenguaje y una oportunidad de alentarnos mutuamente en la Palabra y llamarnos unos a otros a alabar a nuestro común Salvador. Una de las funciones más importantes del canto congregacional es que éste resalta la naturaleza corporativa de la iglesia y el ministerio mutuo que nos edifica en unidad” (Mark Dever and Paul Alexander; The Deliberate Church; pg. 116).

Yo se que el tema del canto y la música en la iglesia se han convertido en un verdadero campo de batalla en las últimas décadas. Y nosotros debemos plantear claramente nuestra posición a la luz de las Escrituras. No podemos ni debemos obviar la controversia, porque hay muchas cosas trascendentales en juego. Pero cuidémonos, no sea que nos concentremos tanto en la controversia que cerremos nuestros labios y dejemos de dar a nuestro Dios la alabanza que le es debida. Nuestro Dios es digno de ser alabado y exaltado.

© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo.

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