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La Biblia también enfatiza la importancia de ser estudiada. En el primer salmo, David habla del estudio bíblico y observa que es la fuente esencial de bendición en la vida religiosa: «Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado; sino que en la
ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita de día y de noche. Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace prosperará» (Sal. 1:1-3).

En el Salmo 119, el autor habla sobre el estudio de las Escrituras como siendo el secreto de la vida en santidad: «¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra… En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti» (Sal. 119:9,11).

En el Nuevo Testamento, Pablo habla del estudio de las Escrituras señalando que es la clave para estar equipados para el servicio cristiano: «Toda Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2 Ti. 3:16-17).

Desgraciadamente los seres humanos tienen el don de abusar de los regalos de Dios. El Obispo John C. Ryle de Liverpool dice que el cristianismo como un todo ha descuidado y abusado de la Biblia. Observó que en su día nunca había habido tantas Biblias y nunca se había estado vendiendo y distribuyendo tantas Biblias, más que en ningún otro período previo de la historia del cristianismo. Sin embargo, muchos, si no todos los que poseían una Biblia, no la leían.

Esto no es algo singularmente característico de Inglaterra a fines del Siglo XIX. Es una característica también de nuestros días. Tenemos miles de millones de Biblias y diversas traducciones. Sin embargo, hay millones que apenas leen la Palabra de Dios. En cambio, permiten que otras actividades ocupen sus vidas y paralicen sus almas.

La Biblia también es mal utilizada de otras formas. Una manera en la que es mal utilizada es cuando se la considera como un fin en sí misma y así se le impide que logre su propósito principal —conducirnos a un conocimiento de Dios mediante la fe en Jesucristo—. A veces esto ocurre en la erudición bíblica. El movimiento del «Jesús histórico» en el Siglo XIX constituye un ejemplo. Este movimiento fue un intento de un siglo de duración por ir más allá del Jesús del Nuevo Testamento, a quien se lo consideraba el producto de la fe de la iglesia primitiva, hasta llegar al Jesús histórico real, despojado de todo elemento sobrenatural «no histórico». Este esfuerzo fue prodigioso, pero no produjo nada duradero. Al no dejarse conducir por la Biblia hasta llegar al Jesús del Nuevo Testamento, los académicos solo lograron producir un Jesús a su propia imagen. Los racionalistas descubrieron en Él un gran maestro de ética. Los socialistas lo vieron como un revolucionario. Los radicales, como Bruno Bauer, negaron hasta su misma existencia. Por último, Albert Schweitzer puso fin a la búsqueda con su devastadora crítica La Búsqueda del Jesús Histórico.

La erudición había convertido a los Evangelios en un fin en sí mismos. La Biblia había llegado a ser un libro para ser analizado y manipulado en lugar de ser creída y obedecida.

Podemos encontrar algo similar en el uso evangélico de las traducciones. Es obvio que las traducciones son necesarias (pocos cristianos saben griego y hebreo, los idiomas originales de la Biblia), y una traducción buena, exacta y contemporánea es de incalculable valor para cualquier propósito serio de estudiar las Escrituras. Pero en ocasiones existe una preocupación desafortunada y poco saludable sobre cual sea «la mejor» o «la última» y «la más contemporánea» de las traducciones, que capta nuestro interés pero que poco contribuye para que nos adentremos en los principios de la Palabra de Dios y que los obedezcamos. Las variaciones insignificantes que existen entre las distintas versiones se vuelven más interesantes que la propia enseñanza. De esta manera la obediencia a Cristo y un deseo por conocerle son dejados de lado. Creo que hoy en día no hay necesidad de ninguna otra traducción al inglés o al español.

Tenemos varias versiones. Todos los gustos pueden ser satisfechos. Creo que parte de nuestro actual interés en las traducciones es posible rastrearlo a los distribuidores que fomentan este interés por razones puramente comerciales. Los inmensos esfuerzos volcados en la producción de dichas traducciones deberían volcarse en hacer que la Biblia llegue a las personas que nunca han visto ni siquiera una versión de las Escrituras.

A la luz de estos problemas, la advertencia que Jesús dirigió a los judíos de su época es muy relevante. Les dijo: «Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para que tengáis vida» (Jn. 5:39-40).

Nadie podría decir que los judíos no estudiaban meticulosamente las Escrituras. Los escribas, que eran los encargados de copiar los rollos, sometían las páginas de la Biblia al escrutinio más severo. Prestaban atención a cada sílaba. Hasta contaban las palabras y las letras para saber cuál estaba en la mitad de la página y cuántas debía haber en cada página. En cierto sentido debemos estarles agradecidos, ya que la exactitud de los textos actuales del Antiguo Testamento es un resultado de su esfuerzo. Sin embargo, en muchos casos la reacción de los escribas frente a la Palabra de Dios acababa con el hecho de copiar. Y aquellos que utilizaban sus textos, poseídos de la misma mentalidad, se concentraban en los detalles más mínimos y el mensaje de la Biblia se les escapaba. Las palabras eran exactas, ¿pero qué valor tenían sin significado? ¿Qué valor pueden tener las letras si no están inscritas en un corazón obediente?


Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice

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