En ARTÍCULOS

Con el fin de discriminar correctamente sobre esta materia, es necesario observar el uso cuádruple de la palabra conversión en las Escrituras.

  1. “Conversión,” en su sentido más amplio, significa un abandono de la maldad y una disposición hacia la moralidad. En este sentido, se dice de los Ninivitas que Dios vio sus obras y que se volvieron de sus malas obras. Esto no implica, sin embargo, que todos estos Ninivitas pertenecían a los elegidos y que cada uno de ellos fue salvo.
  2. “Conversión,” en su sentido más limitado, significa conversión salvadora, como en Is. 1:7: “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar.”
  3. Y nuevamente, “conversión” significa que, aun después de que es un hecho en nuestros corazones, sus principios deben ser aplicados en todos los aspectos de nuestra vida. Una persona convertida puede por un largo período seguir con malos hábitos y practicas poco piadosas, pero gradualmente sus ojos serán abiertos a la maldad y luego se arrepentirá y las abandonará una tras otra. Así leemos en Eze. 18:30: “Convertíos, y apartaos de todas vuestras transgresiones.”
  4. Por último, “conversión” significa el retorno de personas convertidas a su primer amor, después de una etapa de frialdad y debilidad en la fe, por ejemplo: “Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras” (Apo. 2:5).

Pero en este contexto hablamos de la conversión salvadora, sobre la cual hacemos los siguientes comentarios:

Primero:

No es la obra espontánea de la persona regenerada. Sin el Espíritu Santo la conversión no seguiría después de la regeneración. Aun al ser llamado, él no podría venir por sí mismo. Por lo tanto, es de primordial importancia el reconocer al Espíritu Santo y el honrar Su obra y tomarla como la primera causa de la conversión, al igual que de la regeneración y del llamamiento. Tal como nadie puede orar como debe a menos que el Espíritu Santo ore en él con gemidos indecibles, así también ninguna persona regenerada y llamada puede convertirse a sí mismo como debe a menos que el Espíritu Santo comience y termine la obra en él. La obra redentora no es como una planta que crece por sí misma. No, si el creyente es el templo de Dios, el Espíritu Santo mora en él. Y este morar dentro indica que todo lo que el creyente logra es obrado en él a través de la actividad del Espíritu Santo, todo es incitado por Él y en comunión con Él. La vida implantada no es una semilla aislada dejada para enraizarse en el alma sin el Espíritu Santo y sin el Mediador, sino que es llevada, conservada, humedecida y alimentada en cada momento gracias a Cristo por el Espíritu Santo. Tal como los hombres no pueden hablar sin el aire y la operación de la providencia divina que vitaliza los órganos respiratorios y articulatorios, así también es imposible que el hombre que ha sido regenerado pueda vivir y hablar y actuar desde la vida nueva sin ser sostenido, incitado y animado por el Espíritu Santo.

De ahí que cuando el Espíritu Santo llama a ese hombre y él se vuelve, entonces no hay la más minima parte de este acto de voluntad que no sea sostenido, incitado y animado por el Espíritu Santo.

Segundo:

Esta conversión salvadora es también la elección y acto consciente y voluntario de la persona nacida de nuevo y llamada. Aun cuando el aire y el impulso para hablar deben venir desde afuera y mis órganos del habla deben ser sostenidos por la providencia de Dios, soy yo quien hablo. Y el Espíritu Santo obra en forma aún más contundente en la conversión, sobre las ruedas y los mecanismos de la personalidad regenerada del hombre, de forma tal que todas Sus operaciones deben pasar a través del ego del hombre.

Muchas de Sus operaciones no afectan el ego, como en el caso de Balaam. Pero no es así en la conversión. Entonces el Espíritu Santo obra sólo a través nuestro. Lo que sea Su voluntad lo pone dentro de nuestra voluntad; Él causa que todas Sus acciones se hagan efectivas a través de los órganos de nuestro ser.

De ahí que al hombre se le debe mandar, “Conviértete” El maestro alienta al alumno a hablar aunque sabe que el pequeño no podrá hacerlo sin la ayuda de la providencia divina. En la nueva vida, el ego depende del Espíritu Santo quien mora y obra en él. Pero en la conversión él no sabe nada de esta morada en su interior, ni de que él ha nacido de nuevo; y sería inútil el hablarle a él respecto de esto. Se le debe decir, “Conviértete”. Si la acción del Espíritu acompaña a esa palabra, el hombre se convertirá a sí mismo; si no es así, seguirá siendo un inconverso. Pero aunque se convierta a sí mismo, no se jactará diciendo, he hecho esto yo mismo, sino que se arrodillará en agradecimiento y glorificará aquella obra divina a través de la cual él fue convertido.

En estas dos cosas encontramos la evidencia de la conversión genuina: primero, el hombre vivificado, se convierte a sí mismo y luego él, como agradecimiento, le da la gloria sólo al Espíritu Santo. No es que temamos que la conversión de un hombre será entorpecida por la negligencia de alguno. En toda la obra de la gracia de Dios, Su Omnipotencia barre con todo lo que se resista, para que toda resistencia se derrita como la cera y toda fuente de orgullo huya de Su presencia. Ni la debilidad ni la negligencia podrá entorpecer el paso de muerte a vida en el momento designado de una persona elegida.

Pero sí hay una responsabilidad para el predicador, para el pastor, para los padres y custodios. Para ser libres de la sangre de un hombre, debemos decirle a todos los hombres que la conversión es su deber urgente; y para estar sin excusa delante de Dios, después de la conversión de tal hombre, debemos darle gracias a Dios mismo, pues es Él quien ha logrado la conversión en Su criatura y a través de ella sin nuestra ayuda.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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