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“Conviérteme, y seré convertido.” —Jer. 21:18.

El elegido, nacido de nuevo y eficazmente llamado, se convierte a sí mismo. Permanecer sin ser convertido es imposible; más bien él inclina su oído, él vuelve su rostro al Dios bendito y es convertido en el sentido más completo de la palabra.

En la conversión el hecho de la cooperación por parte del pecador salvado toma una forma clara y perceptible. En la regeneración, ésta no existía; en el llamamiento había comenzado; en la conversión se convirtió en un hecho. Cuando el Espíritu Santo regenera a un hombre, es un “Effatha,” es decir, Él abre su oído. Cuando lo llama de forma efectiva, Él le habla al oído abierto, que coopera al recibir el sonido, es decir, al escuchar. Pero ya cuando el Espíritu Santo convierte al hombre, entonces la obra del hombre se combina con la obra del Espíritu Santo y se dice: “Deje el impío su camino, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia” (Isa. 4:7); y en otra parte: “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma.” (Sal. 19:7)

Es un hecho asombroso el que las Santas Escrituras se refieren a la conversión casi ciento cuarenta veces como una obra del hombre y sólo seis veces como una obra del Espíritu Santo. Se repite vez tras vez: “Arrepiéntete y conviértete al Señor tu Dios” (Hec. 26:20);

“Convertíos, hijos rebeldes, dice el Señor” (Jer. 3:22); “Y los pecadores se convertirán a ti” (Sal. 51:13); “Arrepiéntete, y haz las primeras obras” (Ap. 26:20). Pero la conversión como un acto del Espíritu Santo es mencionada sólo en Sal. 19:7, “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma”; en Jer. 31:18, “Conviérteme, y seré convertido”; en Hechos 11:18, “De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida”; Romanos 2:4, “La benignidad de Dios te guía al arrepentimiento”; en 2 Tim. 2:25, “Por si quizá Dios les conceda que se arrepientan”; en Heb. 6: 6, “Porque es imposible que sean renovados (los que recayeron) para arrepentimiento.”

Este hecho debe ser considerado cuidadosamente. Cuando las Escrituras hablan de la conversión como una obra del Espíritu Santo, lo menciona apenas seis veces y cuando lo hace como una obra del hombre, entonces son ciento cuarenta veces, así que en la predicación se debe guardar la misma proporción. Y entonces, los predicadores que, al predicar sobre la conversión, la tratan casi invariablemente en su forma pasiva y de forma abstracta; a los cuales aparentemente les falta el coraje y la audacia para declararle a sus oyentes que es su deber convertirse a sí mismos a Dios, se equivocan groseramente. Tiene una apariencia muy piadosa pero va en contra de las Escrituras. Y sin embargo, es perfectamente natural que uno vacile al decir “debe convertirte a ti mismo,” en la medida que la regeneración y la conversión son confundidas. Ya que así, la declaración, “debes convertirte a ti mismo,” ignora la soberanía de Dios e implica que un pecador que está muerto aún puede hacer algo por sí mismo. Y esta es la razón por la cual los predicadores que no negarán la soberanía de Dios y que no restarán nada de lo muerto que se encuentra el pecador, temen “hablarle a oídos sordos.” De ahí que oran por la conversión de los oyentes pero no se atreven, en el Nombre del Señor, a exigírselo a ellos.

Y nada puede ser restado, ya sea por parte de la soberanía divina, como por otra parte, de lo muerto que está el pecador. Toda exigencia de conversión con tal tendencia es Pelagianismo y debe ser rechazada. Pero si la enseñanza de la Iglesia Reformada en cuanto a este tema es correctamente entendida, desaparece toda esta problemática.

Debe ser mencionado, sin embargo, que las Escrituras, al hablar de la conversión, no siempre implican que es una conversión salvadora. La verdadera obra de salvación siempre es acompañada en su camino por un fantasma. Junto a la fe salvadora va la fe temporal; junto al llamado eficaz, el llamado común; y junto a la conversión salvadora, la conversión común. En su sentido salvador, la conversión sólo ocurre una vez en la vida del hombre, y este hecho jamás puede ser repetido. Una vez que se pasa de muerte a vida, él está vivo y jamás volverá a la muerte. La perdición no es un arroyo sobre el cual cruzan varios puentes; ni tampoco el santo, arrojado entre interminables esperanzas y miedos, cruza el puente que lleva a la vida, para eventualmente volver a través de otro a las orillas de la muerte. No; hay sólo un puente, que sólo puede ser cruzado una vez; y aquel que lo ha cruzado es guardado, por el poder de Dios, de volver atrás. Aunque todos los poderes se combinaran para atraerlo de vuelta, Dios es más fuerte que todo y nadie lo arrancará de Su mano.

Declaramos esto con la mayor fuerza y de la forma más distintiva posible, ya que en este punto las almas usualmente son descarriadas. Se escucha mucho por estos días, “Tu conversión no es un hecho momentáneo sino un hecho de la vida que se repite constantemente; y ay del hombre que fracase un día en ser convertido nuevamente.” Y esto es enteramente errado. El lenguaje no debiese ser confundido de tal forma. Aunque el pequeño crece por veinte años después de que ha nacido y antes obtiene madurez, sin embargo, nace sólo una vez y ni a la concepción ni al embarazo anterior, ni al crecimiento posterior, se les llama nacimiento. El límite que está fijo también debe ser respetado en esta instancia. Es cierto que la conversión es precedida por algo más pero eso no es llamado “conversión”, sino “regeneración” y “llamamiento”; y así hay algo que sigue después de la “conversión”, pero a eso se le llama “santificación”. Sin duda la palabra “conversión” puede ser aplicada también al regreso de hijo de Dios que ha sido convertido pero anduvo descarriado, siguiendo el ejemplo de las

Escrituras; pero ahí no se refiere a la obra salvadora de la conversión sino a la continuación de la obra ya comenzada, o a un retorno, no desde la muerte sino de un desvio temporal.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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