En BOLETÍN SEMANAL

El deseo natural del bien no prueba la libertad de la voluntad.

Tenemos que examinar ahora la voluntad, en la cual principalmente reside la libertad de nuestro albedrío, pues ya hemos visto que a ella le corresponde propiamente elegir, y no al entendimiento.

En primer lugar, a fin de que no parezca que lo que dijeron los filósofos, y fue opinión general (a saber, que todas las cosas de forma natural tienden hacia lo bueno), es argumento convincente para probar que existe cierta rectitud en la voluntad, hemos de advertir que la facultad del libre albedrío no debe considerarse en un deseo que procede de una inclinación natural, y no de una cierta deliberación. Porque los mismos teólogos escolásticos confiesan que no hay acción alguna del libre albedrío, más que donde la razón sopesa los pros y los contra. Con esto quieren decir que el objeto del deseo ha de estar sometido a elección, y que le debe preceder la deliberación que abra el camino hacia aquélla.

Si de hecho consideramos cuál es este deseo natural del bien en el hombre, veremos que es el mismo que tienen los animales. También ellos buscan su provecho, y cuando hay alguna apariencia de bien perceptible a sus sentidos, se van tras él. En cuanto al hombre, no escoge lo que verdaderamente es bueno para él, según la excelencia de su naturaleza inmortal y el dictado de su corazón, para ir en su seguimiento, sino que contra toda razón y consejo sigue, como una bestia, la inclinación natural. Por tanto, no pertenece en modo alguno al libre albedrío, el que el hombre se sienta incitado por un sentimiento natural a apetecer lo bueno; sino que es necesario que juzgue lo bueno con rectitud de juicio; que, después de conocerlo, lo elija; y que persiga lo que ha elegido.

A fin de orillar toda dificultad hemos de advertir que hay dos puntos en que podemos engañarnos en esta materia. Porque en esta manera de expresarse, el nombre de «deseo» no significa el movimiento propio de la voluntad, sino una inclinación natural. Y lo segundo es que «bien», no quiere decir aquí la justicia o la virtud, sino lo que cada criatura natural apetece conforme a su estado para su bienestar. Y aunque el hombre apetezca el bien con todas sus fuerzas, nunca lo sigue. Como tampoco hay nadie que no desee la bienaventuranza, y, sin embargo, nadie aspira a ella si no le ayuda el Espíritu Santo.

Resulta, entonces, que este deseo natural no sirve en modo alguno para probar que el hombre tiene libre albedrío, del mismo modo que la inclinación natural de todas las criaturas a conseguir su perfección natural, nada prueba respecto a que tengan libertad. Conviene, pues, considerar en las otras cosas, si la voluntad del hombre está de tal manera corrompida y viciada, que no puede concebir sino el mal, o si queda en ella parte alguna en su perfección e integridad de la cual procedan los buenos deseos.

El testimonio de Romanos 7:14-25 contradice a los teólogos escolásticos.

Los que atribuyen a la primera gracia de Dios el que nosotros podamos querer eficazmente el bien, parecen dar a entender con sus palabras, igualmente, que existe en el alma una cierta facultad de apetecer voluntariamente el bien, pero tan débil que no logra cuajar en un firme anhelo, ni hacer que el hombre realice el esfuerzo necesario. No hay duda de que ésta ha sido opinión común entre los escolásticos, y que la tomaron de Orígenes y algunos otros escritores antiguos; pues, cuando consideran al hombre en su pura naturaleza, lo describen según las palabras de san Pablo: «No hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago». “El querer el bien está en mí, pero no el hacerlo» (Rom. 7:15,18). Pero pervierten toda la disputa de que trata en aquel lugar el Apóstol. Él se refiere a la lucha cristiana, de la que también trata más brevemente en la epístola a los Gálatas, que los fieles experimentan perpetuamente entre la carne y el espíritu; pero el espíritu no lo poseen de forma natural, sino por la regeneración. Y que el Apóstol habla de los regenerados se ve porque, después de decir que en él no habita bien alguno, explica luego que él entiende esto de su carne: y, por tanto, niega que sea él quien hace el mal, sino que es el pecado que habita en él. ¿Qué quiere decir esta corrección: «En mí, o sea, en mi carne»? Evidentemente es como si dijera: «No habita en mí bien alguno mío, porque no es posible hallar ninguno en mi carne». Y de ahí se sigue aquella excusa: «No soy yo quien hace el mal, sino el pecado que habita en mí», excusa aplicable solamente a los fieles, que se esfuerzan en tender hacia el bien por lo que hace a la parte principal de su alma. Además, la conclusión que sigue claramente explica esto mismo: «Según el hombre interior» dice el Apóstol «me deleito en la Ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente» (Rom. 7:22-23). ¿Quién puede llevar en sí mismo tal lucha, sino el que, regenerado por el Espíritu de Dios, lleva siempre en sí restos de su carne? Y por eso san Agustín, habiendo aplicado algún tiempo este texto de la Escritura a la naturaleza del hombre, ha retractado luego su exposición como falsa e inconveniente. Y verdaderamente, si admitimos que el hombre tiene la más insignificante tendencia al bien sin la gracia de Dios, ¿qué responderemos al Apóstol, que niega que seamos capaces incluso de concebir el bien (2 Cor.3:5)? ¿Qué responderemos al Señor, el cual dice por Moisés, que todo cuanto forja el corazón del hombre no es más que, maldad? (Gen.8:21)

Estamos completamente bajo la servidumbre del pecado. Por tanto, habiéndose equivocado en la exposición de este pasaje, no hay por qué hacer caso de sus fantasías. Más bien, aceptemos lo que dice Cristo: «Todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (Jn. 8,34). Todos somos por nuestra naturaleza pecadores; luego se sigue que estamos bajo el yugo del pecado. Y si todo hombre está sometido a pecado, por necesidad su voluntad, sede principal del pecado, tiene que estar estrechamente ligada. Pues no podría ser verdad en otro caso lo que dice san Pablo, que Dios es quien produce en nosotros el querer (Flp.2,13), si algo en nuestra voluntad precediese a la gracia del Espíritu Santo.

Por tanto, dejemos a un lado cuantos desatinos se han proferido respecto a la preparación al bien; porque, aunque muchas veces los fieles piden a Dios que disponga su corazón para obedecer a la Ley, como lo hace David en muchos lugares, sin embargo hay que notar que ese mismo deseo proviene de Dios. Lo cual se puede deducir de sus mismas palabras; porque al desear que se cree en él un corazón limpio, evidentemente no se atribuye a sí mismo tal creación. Por lo cual admitimos lo que dice san Agustín: «Dios te ha prevenido en todas las cosas; prevén tú alguna vez su ira. ¿De qué manera? Confiesa que todas estas cosas las tienes de Dios, que todo cuanto de bueno tienes viene de Él, y todo el mal viene de ti.» Y concluye él: «Nosotros no tenemos otra cosa sino el pecado»‘.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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