Lo que conocemos, es lo que a Dios le ha complacido revelar; lo que Su Palabra sólo insinúa, podemos conocerlo sólo como débiles esbozos; y lo que se insinúa fuera de la Palabra, no es más que el esfuerzo de un espíritu entrometido o de una curiosidad no consagrada. En esta obra del Espíritu Santo, se debe distinguir dos cosas:
En primer lugar, la creación de la naturaleza humana de Jesús.
En segundo lugar, su separación de los pecadores.
Sobre el primer punto, las Escrituras nos enseñan que ningún hombre podría jamás reclamar un vínculo paternal con Jesús. José aparece y actúa como el padrastro de Cristo; pero las Escrituras nunca hablan de un compañerismo de vida y origen entre él y Jesús. De hecho, los vecinos de José suponían que Jesús era el Hijo del carpintero, pero las Escrituras siempre tratan esta suposición como algo incorrecto. Sin lugar a dudas que cuando San Juan declaró que los hijos de Dios no nacen de la voluntad del hombre ni de la voluntad de la carne, sino de Dios, tomó esta gloriosa descripción sobre nuestro nacimiento superior, de la extraordinaria obra de Dios que destella en la concepción y el nacimiento de Cristo. El hecho de que María fuera llamada una virgen; que José estuviera preocupado por el descubrimiento de la condición de su novia; que él se hubiera propuesto abandonarla en secreto, y que un ángel se le apareciera en un sueño…, en una palabra, todo el relato del Evangelio, así como la ininterrumpida tradición de la Iglesia, no permite ninguna otra confesión, más que decir que la concepción y el nacimiento de Cristo fueron de la virgen María, pero no de su prometido esposo José.
Las Escrituras, excluyendo entonces al hombre, ponen tres veces al Espíritu Santo en primer plano como el Autor de la concepción. San Mateo dice (capítulo 1:18): “…Estando desposada María su madre con José, antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo.” Y una vez más, en el versículo 20: “…porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es.” Por último, Lucas dice (1:35): “…El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios.” Estas obvias declaraciones, no reciben un reconocimiento pleno a menos que se confiese claramente que el acto de la concepción de un embrión de naturaleza humana, en el vientre de la virgen, fuera un acto del Espíritu Santo.
No es conveniente ni legítimo profundizar en este asunto.
Cómo se origina la vida humana después de la concepción, si acaso el embrión instantáneamente contiene una persona humana, o si ella es creada luego dentro de él, y otras preguntas similares, deberán tal vez permanecer para siempre sin respuesta. Podemos sugerir teorías, pero el Omnipotente Dios no permite que ningún hombre descubra Sus funcionamientos dentro de los laboratorios ocultos de Su poder creativo. Por tanto, todo lo que puede decirse de acuerdo a las Escrituras, está contenido en los cuatro puntos siguientes:
En primer lugar, en la concepción de Cristo, no se llamó a la vida a un nuevo ser, como en todos los otros casos; sino a Uno que había existido desde la eternidad, y que entró entonces en una relación vital con la naturaleza humana. Las Escrituras lo revelan claramente. Cristo existió desde antes de la fundación del mundo. Su existencia es antigua, desde los días de la eternidad. Él tomó sobre Sí mismo la forma de un siervo. Incluso si el biólogo descubriera el misterio del nacimiento humano, este no podría dar a conocer nada acerca de la concepción del Mediador.
En segundo lugar, no se trata de la concepción de una persona humana, sino de una naturaleza humana. Cuando un nuevo ser es concebido, viene a existencia un ser humano. Pero cuando la Persona del Hijo, quien estuvo con el Padre desde la eternidad, participa de nuestra carne y huesos, Él adopta nuestra naturaleza humana en la unidad de Su Persona, convirtiéndose así en un verdadero hombre; pero no se trata de la creación de una nueva persona. Las Escrituras lo demuestran claramente. En Cristo no aparece más que un único ego, existiendo el Hijo de Dios y el Hijo del hombre, simultáneamente en la misma Persona.
En tercer lugar, de esto no se desprende que se creara en María una nueva carne, tal como los menonitas enseñaban; sino que el fruto dentro del vientre de María, del cual Jesús nació, fue tomado de su propia sangre y alimentado con ella, la misma sangre que ella había recibido del Adán caído, a través de sus padres.
Por último, el Mediador nacido de María, no sólo participó de nuestra carne y huesos, tal como los que existían en Adán y los cuales nosotros hemos heredado de él; sino que nació como un verdadero hombre: pensando, deseando y sintiendo al igual que otros hombres; vulnerable a todas las sensaciones y sentimientos humanos que causan las innumerables emociones y palpitaciones de la vida humana. Y, sin embargo, Él fue apartado de los pecadores. De esto sea suficiente para el hecho de la concepción, a partir del cual obtenemos el precioso consuelo: “Que a los ojos de Dios, Él cubre el pecado y la culpa en los que fui concebido y dado a luz” (Catecismo de Heidelberg, pregunta 36)
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper