En BOLETÍN SEMANAL

Viendo los israelitas deportados a Babilonia que el destierro y desolación en que se hallaban eran semejantes a la muerte, no había quien les hiciese creer que cuanto les profetizaba Ezequiel de su vuelta y restitución no era más que una fábula y mentira, y no una gran verdad. El Señor, para demostrar que ni siquiera aquella dificultad podría impedir que se les otorgase aquel beneficio, le muestra al profeta en una visión un campo lleno de huesos secos, a los cuales con la sola virtud de su Palabra les devuelve la vida y el vigor en un momento (Ez. 37:4). Esta visión era muy a propósito para corregir la incredulidad del pueblo; pero al mismo tiempo les daba a entender hasta qué punto el poder de Dios se extendía más allá de la vuelta y restitución que les prometía, ya que con solo mandarlo, le era tan fácil dar vida a aquellos huesos resecos, esparcidos por uno y otro lado.

Isaías. Y por esto hemos de comparar esta sentencia con otra semejante de Isaías: «Tus muertos vivirán, sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del polvo!; porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará sus muertos. Anda, pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas; escóndete un poquito, por un momento, en tanto que pasa la indignación. Porque he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no encubrirá ya más a sus muertos.» (Is. 26:19-21).

No quiero, sin embargo decir, que haya que relacionar todos los pasajes a esta regla. Algunos de ellos, sin figura ni oscuridad alguna, demuestran la inmortalidad futura, preparada en el reino de Dios para los fieles. Entre ellos, algunos de los alegados y otros muchos, pero principalmente dos:

El primero es de Isaías. Dice: «Porque como los cielos nuevos y la nueva tierra que yo hago permanecerán delante de mí, dice Jehová, así permanecerá vuestra descendencia y vuestro nombre. Y de mes en mes, y de día de reposo en día de reposo vendrán todos a adorar delante de mí, dice Jehová. Y saldrán y verán los cadáveres de los hombres que se rebelaron contra mí; porque su gusano nunca morirá, ni su fuego se apagará» (Is. 66:22-24).

El otro es de Daniel: «En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran. príncipe que está de parte de los hijos de tu pueblo; y será tiempo de angustia, cual nunca fue desde que hubo gente hasta entonces; pero en aquel tiempo será libertado tu pueblo, todos los que se hallan escritos en el libro. Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para la vida eterna, y otros para confusión y vergüenza perpetua» (Dan. 12:1-2).

Conclusión

En cuanto a los otros dos puntos; a saber, que los padres del Antiguo Testamento han tenido a Cristo por prenda y seguridad del pacto que Dios había establecido con ellos, y que han puesto en Él toda la confianza de su bendición, no me esforzaré mayormente en probarlos, pues son fáciles de entender y nunca han existido grandes controversias sobre ellos.

Concluyamos, pues, con plena seguridad de que el Diablo con todas sus astucias y artimañas no podrá rebatirlo, que el Antiguo Testamento o pacto que el Señor hizo con el pueblo de Israel no se limitaba solamente a las cosas terrenas, sino que contenía también en sí la promesa de una vida espiritual y eterna, cuya esperanza fue necesario que permaneciera impresa en los corazones de todos aquellos que verdaderamente pertenecían al pacto.

Por tanto, arrojemos muy lejos de nosotros la desatinada y nociva opinión de los que dicen que Dios no propuso cosa alguna a los judíos, o que ellos sólo buscaron llenar sus estómagos, vivir entre los deleites de la carne, poseer riquezas, ser muy poderosos en el mundo, tener muchos hijos, y todo lo que apetece el hombre natural y sin el espíritu de Dios. Porque nuestro Señor Jesucristo no promete actualmente a los suyos otro reino de los cielos que aquel en el que reposarán con Abraham, Isaac y Jacob (Mt. 8:11). Pedro aseguraba a los judíos de su tiempo, que eran herederos de la gracia del Evangelio, que eran hijos de los profetas, que estaban comprendidos en el pacto que Dios antiguamente había establecido con el pueblo de Israel (Hch. 3:25).

Y a fin de que no solamente fuese testimoniado con palabras, el Señor ha querido también demostrarlo con un hecho. Porque en el momento de su resurrección hizo que muchos santos resucitasen con Él, los cuales “fueron vistos en Jerusalén» (Mt. 27:52). Esto fue como dar una especie de arras de que todo cuanto Él había hecho y padecido para redimir al género humano, no menos pertenecía a los fieles del Antiguo Testamento, que a nosotros mismos. Porque, como lo asegura Pedro, fueron dotados del mismo Espíritu con que nosotros somos regenerados (Hch. 15:8). Y puesto que vemos que el Espíritu de Dios, que es como un destello de inmortalidad en nosotros, por lo cual es llamado «arras de nuestra herencia» (Ef. 1:14) habitaba también en ellos, ¿cómo nos atreveremos a privarles de la herencia de la vida?

Por esto no puede uno por menos de maravillarse de cómo fue posible que los saduceos cayesen en tal necedad y estupidez, como es negar la resurrección y la existencia del alma, puesto que ambas cosas se demuestran tan claramente en la Escritura (Hch. 23:7-8). Ni nos resultaría menos extraña al presente la brutal ignorancia que contemplamos en el pueblo judío, al esperar un reino temporal de Cristo, si la Escritura no nos hubiera dicho mucho antes, que por haber repudiado el Evangelio serían castigados de esta manera. Porque era muy conforme a la justicia de Dios, que su entendimiento de tal manera se cegase, que ellos mismos, rechazando la luz del cielo, buscaron por su propia voluntad las tinieblas. Leen a Moisés, y meditan de continuo sobre él; pero tienen delante de los ojos un velo, que les impide ver la luz que resplandece en su rostro. Y así permanecerán hasta que se conviertan a Cristo, del cual se apartan ahora cuanto les es posible (2 Cor. 3:14-15). 

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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